Array Array - La ciudad y los perros
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— Sí, mi teniente. — El Esclavo vaciló antes de añadir: — No quisiera que los cadetes supieran…
— Un hombre–dijo Huarina, de nuevo en posición de firmes-, debe asumir sus responsabilidades. Es lo primero que se aprende en el Ejército.
— Sí, mi teniente. Pero si saben que yo lo denuncié…
— Ya sé — dijo Huarina, llevándose a los ojos el papel por cuarta vez-. Lo harían papilla. Pero no tema. Los Consejos de Oficiales son siempre secretos.
«Quizá me expulsen a mi también», pensó el Esclavo. Salió del cuarto de Huarina. Nadie podía haberlo visto, después del almuerzo los cadetes se tendían en sus literas o en la hierba del estadio. En el descampado, observó a la vicuña: esbelta, inmóvil, olfateaba el aire. «Es un animal triste», pensó. Estaba sorprendido: debería sentirse excitado o aterrado, algún trastorno físico debía recordarle la delación.
Creía que los criminales, después de cometer un asesinato, se hundían en un vértigo y quedaban como hipnotizados. Él sólo sentía indiferencia. Pensó: «estaré seis horas en la calle. Iré a verla pero no podré decirle nada de lo que ha pasado». ¡Si hubiera alguien con quien hablar, que pudiera comprender o al menos escucharlo! ¿Cómo fiarse de Alberto? No sólo se había negado a escribir en su nombre a Teresa, sino que los últimos días lo provocaba constantemente–a solas, es verdad, pues ante los otros lo defendía-, como si tuviera algo que reprocharle. «No puedo fiarme de nadie, pensó. ¿Por qué todos son mis enemigos? — Un leve temblor en las manos: fue la única reacción de su cuerpo al empujar los batientes de la cuadra y ver a Cava, de pie junto al ropero. «Si me mira se dará cuenta que acabo de fregarlo», pensó. — ¿Qué te pasa? — dijo Alberto. — Nada. ¿Por qué?
— Estás pálido. Anda a la enfermería, seguro que te internan. — No tengo nada.
— No importa — dijo Alberto-. ¿Qué más quieres que te internen, si estás consignado? Ojalá pudiera ponerme así de pálido. En la enfermería se come bien y se descansa. — Pero se pierde la salida — dijo el Esclavo.
— ¿Cuál salida? Todavía tenemos para rato aquí adentro. Aunque dicen que tal vez haya salida general el próximo domingo. Es cumpleaños del coronel. Eso dicen, al menos. ¿De qué te ríes? — De nada.
¿Cómo podía hablar Alberto con esa indiferencia de la consigna, cómo podía acostumbrarse a la idea de no salir?
— Salvo que quieras tirar contra — dijo Alberto-. Pero de la enfermería es más fácil. En la noche no hay control. Eso sí, tienes que descolgarte por el lado de la Costanera y te puedes ensartar en la reja como un anticucho.
— Ahora tiran contra muy pocos — dijo el Esclavo–Desde que pusieron la ronda.
— Antes era más fácil — dijo Alberto–Pero todavía salen muchos. El cholo Urioste salió el lunes y volvió a las cuatro de la mañana.
Después de todo, ¿por qué no ir a la enfermería? ¿Para qué salir a la calle? Doctor, se me nubla la vista, me duele la cabeza, tengo palpitaciones, sudo frío, soy un cobarde. Cuando estaban consignados, los cadetes trataban de ingresar a la enfermería. Allí se pasaba el día sin hacer nada, en pijama, y la comida era abundante. Pero los enfermeros y el médico del colegio eran cada vez más estrictos. La fiebre no bastaba; sabían que poniéndose cáscaras de plátano en la frente un par de horas, la temperatura sube a treinta y nueve grados. Tampoco las gonorreas, desde que se descubrió la estratagema del Jaguar y el Rulos que se presentaron a la enfermería con el falo bañado en leche condensada. El Jaguar había inventado también los ahogos. Conteniendo la respiración hasta llorar, varias veces seguidas, antes del examen médico, el corazón se acelera y empieza a tronar como un bombo. Los enfermeros decretaban: «internamiento por síntomas de taquicardia». — Nunca he tirado contra — dijo el Esclavo.
— No me extraña — dijo Alberto–Yo sí, varias veces, el año pasado. Una vez fuimos a una fiesta en la Punta con Arróspide y volvimos poco antes del toque de diana. En cuarto año, la vida era mejor. — Poeta–gritó Vallano- ¿Tú has estado en el colegio «La Salle»? — Sí–dijo Alberto-. ¿Por qué? Dicen que todos los de «La Salle» son maricas.
El Rulo ¿Es cierto?
— No — dijo Alberto–En «La Salle» no había negros.
El Rulos se rió.
— Estás fregado–le dijo a Vallano–El poeta te come.
— Negro, pero más hombre que cualquiera–afirmó Vallano-. Y el que quiera hacer la prueba, que venga.
— Uy, qué miedo — dijo alguien–Uy, mamita.
«Ay, ay, ay, — , cantó el Rulos.
— Esclavo–gritó el Jaguar». Anda y haz la prueba. Después nos cuentas si el negro es tan hombre como dice.
— Al Esclavo lo parto en dos — dijo Vallano.
— Uy, mamita.
— A ti también–gritó Vallano–Anímate y ven. Estoy a punto.
— ¿Qué pasa? — dijo la voz ronca del Boa, que acababa de despertar.
— El negro dice que eres un marica, Boa–afirmó Alberto.
— Dijo que le consta que eres un marica. — Eso dijo.
— Se pasó más de una hora rajando de ti.
— Mentira, hermanito — dijo Vallano- ¿Crees que hablo de la gente por la espalda?
Hubo nuevas risas.
— Se están burlando de ti–agregó Vallano- ¿No te das cuenta? — Levantó la voz -. Me vuelves a hacer una broma así, poeta, y te machuco. Te advierto. Por poco me haces tener un lío con el muchacho.
— Uy — dijo Alberto- ¿Has oído, Boa? Te ha dicho muchacho.
— ¿Quieres algo conmigo, negro? — dijo la voz ronca.
— Nada, hermanito–repuso Vallano–Tú eres mi amigo.
— Entonces no digas muchacho.
— Poeta, te juro que te voy a quebrar.
— Negro que ladra no muerde — dijo el Jaguar.
El Esclavo pensó: «en el fondo, todos ellos son amigos. Se insultan y se pelean de la boca para afuera, pero en el fondo se divierten juntos. Sólo a mi me miran como a un extraño».
«Tenía las piernas gordas, blancas y sin pelos. Eran ricas y daba ganas de morderlas.» Alberto se quedó mirando la frase, tratando de calcular sus posibilidades eróticas, y la encontró bien. El sol atravesaba los vidrios manchados de la glorieta y caía sobre él, que estaba echado en el suelo, la cara apoyada en una de sus manos y en la otra un lapicero suspendido a unos centímetros de la hoja de papel a medio llenar. En el suelo cubierto de polvo, colillas, fósforos carbonizados, había otras hojas, algunas escritas. La glorieta había sido construida junto con el colegio, en el pequeño jardín que contenía a la piscina, eternamente desaguada y cubierta de musgo, sobre la que planeaban nubes de zancudos. Nadie, seguramente ni el mismo coronel, conocía la finalidad de la glorieta, sostenida a dos metros de tierra por cuatro columnas de cemento y a la que se llegaba por una angosta escalera sinuosa. Probablemente ningún oficial ni cadete había entrado a la glorieta antes de que el Jaguar consiguiera abrir su puerta clausurada con una ganzúa especial, en cuya fabricación intervino casi toda la sección. Ésta había encontrado una función para la solitaria glorieta: servir de escondrijo a aquellos que en vez de ir a clase querían dormir una siesta. «El aposento temblaba como si hubiera un terremoto; la mujer gemía, se jalaba los pelos, decía 'basta, basta', pero el hombre no la soltaba; con su mano nerviosa seguía explorándole el cuerpo, rasguñándola, penetrándola. Cuando la mujer quedó muda, como muerta, el hombre se echó a reír y su risa parecía el canto de un animal.» Colocó el lapicero en su boca y releyó toda la hoja. Todavía agregó una última frase: «La mujer pensó que los mordiscos del final habían sido lo mejor de todo y se alegró al recordar que el hombre volvería al día siguiente.» Alberto echó una ojeada a las hojas cubiertas de palabras azules; en menos de dos horas, había escrito cuatro novelitas. Estaba bien. Todavía quedaban unos minutos antes de que sonara el silbato anunciando el final de las clases. Giró sobre sí mismo, apoyó la cabeza en el suelo, permaneció estirado, con el cuerpo blando, laxo; el sol tocaba ahora su cara pero no lo obligaba a cerrar los ojos: era débil.
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