Array Array - La ciudad y los perros

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Caminaban por el malecón, solos. Él sentía a su espalda, los pasos de Emilio y de Ana. Helena afirmó con la cabeza y dijo: «al cine Leuro». Alberto decidió esperar: en la oscuridad sería más fácil. Tico había explorado el terreno unos días atrás y Helena le había dicho: «no se puede saber nunca, pero si se me declara bien, tal vez lo aceptaría». Era una clara mañana de verano, el sol brillaba en un cielo azul, sobre el océano vecino y él se sentía animoso: los signos eran favorables. Con las chicas del barrio se mostraba siempre seguro, les hacía bromas ingeniosas o conversaba seriamente. Pero Helena no facilitaba el diálogo, discutía todo, aun las afirmaciones más inocentes, nunca hablaba por gusto y sus opiniones eran cortantes. Una vez, Alberto le contó que había llegado a misa después del Evangelio. «No te vale, repuso Helena, fríamente. Si te mueres esta noche te irás al infierno.» Otra vez, Ana y Helena contemplaban desde el balcón un partido de fulbito. Después, Alberto le preguntó: "¿qué tal juego? — . Y ella le respondió: «juegas muy mal». Sin embargo, una semana antes, en el Parque de Miraflores se había reunido un grupo de muchachos y muchachas del barrio y habían paseado un buen rato, en torno al Ricardo Palma. Alberto caminaba junto a Helena y ésta se mostraba cordial; los otros se volvían a verlos y decían: «qué buena pareja».

Acababan de dejar el Malecón, avanzaban por Juan Fanning hacia la casa de Helena. Alberto ya no sentía los pasos de Emilio y de Ana. "¿Nos veremos en el cine?», le dijo. "¿Tú también vas a ir al Leuro?», preguntó Helena con infinita inocencia. «Sí, dijo él, también.» «Bueno, entonces tal vez nos veamos.» En la esquina de su casa, Helena le tendió la mano. La calle Colón, el cruce de Diego Ferré, el corazón mismo del barrio, estaba solitario; los muchachos seguían en la playa o en la piscina del Terrazas. ¿Vas a ir de todos modos al Leuro, no?», dijo Alberto. «Sí, — dijo ella. Salvo que pase algo» “¿Qué puede pasar?» «No sé, dijo ella muy seria; un temblor o algo así.» «Tengo algo que decirte en el cine», dijo Alberto. La miró a los ojos; ella parpadeó y pareció muy sorprendida. "¿Tienes algo que decirme?, ¿Qué cosa?». «Te lo diré en el cine.» "¿Por qué no ahora?, dijo ella; es mejor hacer las cosas lo antes posible.» Él hizo esfuerzos para no ruborizarse. «Ya sabes lo que te voy a decir», dijo. «No, repuso ella, más sorprendida todavía. Ni se me ocurre qué puede ser.» «Si quieres te lo digo de una vez», dijo Alberto. «Eso es, dijo ella. Atrévete. "

«Y ahora saldremos y después tocarán silbato y formaremos y marcharemos al comedor, un dos, un, dos, y comeremos rodeados de mesas vacías, y saldremos al patio vacío y entraremos a las cuadras vacías, y alguien gritará un concurso y yo diré ya estuvimos donde el injerto y ganó el Boa, siempre gana el Boa, el próximo sábado también ganará el Boa, y tocarán silencio y dormiremos y vendrá el domingo y el lunes y volverán los que salieron y les compraremos cigarrillos y les pagaré con cartas o novelitas.» Alberto y el Esclavo estaban echados en dos camas vecinas de la cuadra desierta. El Boa y los otros consignados acababan de salir hacia «La Perlita». Alberto fumaba una colilla.

— Puede seguir hasta fin de año — dijo el Esclavo.

— ¿Qué cosa?

— La consigna.

— ¿Para qué maldita sea hablas de la consigna? Quédate callado o duerme. No eres el único consignado.

— Ya sé, pero tal vez nos quedemos encerrados hasta fin de año.

— Sí — dijo Alberto–Salvo que descubran a Cava. Pero cómo van a descubrirlo.

— No es justo — dijo el Esclavo–El serrano sale todos los sábados, muy tranquilo. Y nosotros, aquí adentro por su culpa.

— Qué fregada es la vida — dijo Alberto–No hay justicia.

— Hoy se cumple un mes que no salgo — dijo el Esclavo–Nunca he estado consignado tanto tiempo.

— Ya podías acostumbrarte.

— Teresa no me contesta — dijo el Esclavo–Van dos cartas que le escribo.

— ¿Y qué mierda te importa? — dijo Alberto–El mundo está lleno de mujeres.

— Pero a mi me gusta ésa. Las otras no me interesan. ¿No te das cuenta?

— Sí me doy. Quiere decir que estás fregado.

— ¿Sabes cómo la conocí?

— No. ¿Cón lo puedo saber eso?

— La veía pasar todos los días por mi casa. Y me la quedaba mirando desde la ventana y a veces la saludaba.

— ¿Te hacías la paja pensando en ella?

— No. Me gustaba verla.

— Qué romántico.

— Y un día bajé poco antes de que saliera. Y la esperé en la esquina.

— ¿La pellizcaste?

— Me acerqué y le di la mano.

— ¿Y qué le dijiste?

— Mi nombre. Y le pregunté cómo se llamaba. Y le dije:«mucho gusto de conocerte».

— Eres un imbécil. ¿Y ella qué te dijo?

— Me dijo su nombre, también.

— ¿La has besado?

— No. Ni siquiera he salido con ella.

— Eres un mentiroso de porquería. A ver, jura que no la has besado.

— ¿Qué te pasa?

— Nada. No me gusta que me mientan.

— ¿Por qué te voy a mentir? ¿Crees que no tenía ganas de besarla? Pero apenas he estado con ella, unas tres o cuatro veces, en la calle. Por este maldito colegio no he podido verla. Y a lo mejor ya se le declaró alguien.

— ¿Quién?

— Qué sé yo; alguien. Es muy bonita.

— No tanto. Yo diría que es fea.

— Para mí es bonita.

— Eres una criatura. A mí me gustan las mujeres para acostarme con ellas.

— Es que a esta chica creo que la quiero.

— Me voy a poner a llorar de la emoción.

— Si me esperara hasta que termine la carrera, me casaría con ella.

— Se me ocurre que te metería cuernos. Pero no importa, si quieres, seré tu te9tigo.

— ¿Por qué dices eso?

— Tienes cara de cornudo.

— A lo mejor no ha recibido mis dos cartas.

— A lo mejor.

— ¿Por qué no quisiste escribirme una carta? Esta semana has hecho varias.

— Porque no me dio la gana.

— ¿Qué tienes conmigo? ¿De qué estás furioso?

— La consigna me pone de mal humor. ¿0 tú crees que eres el único que está harto de no salir?

— ¿Por qué entraste al Leoncio Prado?

Alberto se rió. Dijo:

— Para salvar el honor de mi familia.

— ¿Nunca puedes hablar en serio?

— Estoy hablando en serio, Esclavo. Mi padre decía que yo estaba pisoteando la tradición familiar. Y para corregirme me metió aquí.

— ¿Por qué no te hiciste jalar en el examen de ingreso? — Por culpa de una chica. Por una decepción, ¿me entiendes? Entré a esta pocilga por un desengaño y por mi familia.

— ¿Estabas enamorado de esa chica?

— Me gustaba.

— ¿Era bonita?

— Sí.

— ¿Cómo se llamaba? ¿Qué pasó?

— Helena. Y no pasó nada. Además, no me gusta contar mis cosas.

— Pero yo te cuento todas las mías.

— Porque te da la gana. Si no quieres, no me cuentes nada.

— ¿Tienes cigarrillos?

— No. Ahora conseguiremos.

— Estoy sin un centavo.

— Yo tengo dos soles. Levántate y vamos donde Paulino.

— Estoy harto de «La Perlita». El Boa y el injerto me dan náuseas.

— Entonces quédate durmiendo. Yo prefiero ir allá.

Alberto se puso de pie. El Esclavo lo vio colocarse la cristina y enderezar su corbata.

— ¿Quieres que te diga una cosa? — dijo el Esclavo–Ya sé que te vas a burlar de mí. Pero no importa.

52

— ¿Qué cosa?

— Eres el único amigo que tengo. Antes no tenía amigos, sino conocidos. Quiero decir en la calle, aquí ni

siquiera eso. Eres la única persona con la que me gusta estar.

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