Array Array - La ciudad y los perros
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Piensa: «soy un estúpido».»Esta noche vendrá a despertarme y yo ya sabía que pondría esa cara, lo estoy viendo como si hubiera venido, como si ya me hubiera dicho desgraciado, así que la invitaste al cine y le escribes y ella te escribe y no me habías dicho nada y dejabas que yo te hablara de ella todo el tiempo, así que por eso dejabas que, no querías que, me decías que, pero ni tendrá tiempo de abrir la boca, ni de
despertarme porque antes que me toque, o llegue a mi cama, saltaré sobre él y lo tiraré al suelo y le daré sin piedad y gritaré levántense que aquí tengo cogido de¡ pescuezo al soplón de mierda que denunció a Cava.» Pero esas sensaciones se enroscan a otras y es desagradable que la cuadra continúe en silencio. Si abre los ojos, puede ver por una estrecha rendija entre la manga de su camisa y su cuerpo, un fragmento de las ventanas de la cuadra, el techo, el cielo casi negro, el resplandor de las luces de la pista.
«Y ya puede estar allá, puede estar bajando del ómnibus, caminando por esas calles de Lince, puede estar con ella, puede estarse declarando con su cara asquerosa, ojalá que no vuelva nunca, mamita, y te quedes abandonada en tu casa de Alcanfores y yo también te abandonaré y me iré de viaje, a Estados Unidos, y nadie volverá a tener noticias de mí, pero antes juro que le aplastaré la cara de gusano y lo pisotearé y diré a todo el mundo miren como ha quedado este soplón, huelan, toquen, palpen e iré a Lince y le diré eres una pobre típita de cuatro reales y estás bien para ese soplón que acabo de machucar.» Está rígido sobre la angosta litera crujiente, los ojos fijos en el colchón de la cama de arriba, que parece próximo a desbordar los alambres tejidos en rombo que lo sostienen y precipitarse sobre él y aplastarlo.
— ¿Qué hora es? — le pregunta a Vallano.
— Las siete.
Se levanta y sale. Arróspide sigue en la puerta, con las manos en los bolsillos; mira con curiosidad a dos cadetes que discuten a gritos en el centro del patio.
— Arróspide.
'¿Qué hay?
— Voy a salir.
— ¿Y a mí?
— Voy a tirar contra.
— Allá tú–dice Arróspide–Habla con los imaginarias, — No en la noche–responde Alberto–Quiero salir ahora. Mientras desfilan al comedor.
Esta vez, Arróspide lo mira con interés.
— Tengo que salir — dice Alberto–Es muy importante.
— ¿Tienes un plancito, o una fiesta?
— ¿Pasarás el parte sin mí?
— No sé — dice Arróspide–Si te descubren, me friego yo también.
— Sólo hay una formación–insiste Alberto-. Sólo tienes que poner en el parte «efectivo completo».
— Eso y nada más — dice Arróspide–Pero si hay otra formación no te paso como presente.
— Gracias.
— Mejor sales por el estadio — dice Arróspide–Anda a esconderte por ahí de una vez, ya no demora el pito.
— Sí — dice Alberto–Ya sé.
Regresó a la cuadra. Abrió su ropero. Tenía dos soles, bastaba para el autobús.
— ¿Quiénes son los imaginarias de los dos primeros turnos? — preguntó a Vallano.
— Baena y Rulos.
Habló con Baena y éste aceptó pasarlo como presente. Luego fue hasta el baño. Los tres seguían acurrucados; al verlo, el Jaguar se incorporó.
— ¿No me has entendido?
— Tengo que hablar dos palabras con el Rulos.
— Anda a hablar con tu madre. Fuera de aquí.
— Voy a tirar contra en este momento. Quiero que el Rulos me pase presente.
— ¿En este momento? — dijo el Jaguar.
— Sí.
— Está bien — dijo el Jaguar- ¿Sabes lo de Cava? ¿Quién ha sido?
— Si supiera ya lo habría machucado. ¿Qué me crees? Supongo que no piensas que soy un soplón.
— Espero que no — dijo el Jaguar–Por tu bien.
— A ése no lo toca nadie — dijo el Boa-. A ése me lo dejan a mí.
— Cállate — dijo el Jaguar.
— Tráeme una cajetilla de Inca y te paso presente — dijo el Rulos.
Alberto asintió. Al entrar a la cuadra, escuchó el silbato y las voces del suboficial, llamando a filas. Echó a correr y pasó como una centella por el patio, entre los embriones de hileras. Avanzó por la pista de desfile, tapándose las hombreras rojas con las manos, por si algún oficial de otro año lo interceptaba. En las cuadras de tercero, el batallón estaba ya formado y Alberto dejó de correr; caminó a paso vivo, con naturalidad. Cruzó ante el oficial de año y saludó: el teniente contestó maquinalmente. En el estadio, lejos de las cuadras, sintió una gran calma. Contorneó el galpón de los soldados; oyó voces y groserías. Corrió pegado a la baranda del colegio, hasta el extremo, donde los muros se encontraban en un ángulo recto. Todavía seguían allí, amontonados, los ladrillos y los adobes que habían servido para otras coniras. Se tiró al suelo y miró detenidamente los edificios de las cuadras, separados de él por la mancha verde y rectangular de la cancha de fútbol. No veía casi nada pero oía los silbatos; los batallones desfilaban hacia el comedor. Tampoco se veía a nadie cerca del galpón. Sin levantarse, arrastró unos ladrillos y los apiló, al pie del muro. ¿Y si le faltaban las fuerzas para izarse? Siempre había tirado contra por el otro lado, junto a «La Perlita». Echó una última mirada alrededor, se incorporó de un salto, trepó a los ladrillos, alzó las manos.
La superficie del muro es áspera. Alberto hace flexión y consigue elevarse hasta tocar la cumbre con los ojos; ve el campo desierto, casi a oscuras, y a lo lejos, la armoniosa línea de palmeras que escolta la avenida Progreso. Unos segundos después sólo ve el muro, pero sus manos siguen prendidas del borde.»Eso sí, juro por Dios que ésta sí me las pagas, Esclavo, delante de ella me la vas a pagar, si me resbalo y me rompo una pierna llamarán a mi casa y si viene mi padre le diré por fin qué pasa, a mi me han expulsado por tirar contra pero tú te escapaste de la casa para irte con las putas y eso es peor.» Los pies y las rodillas se adhieren a la erizada superficie del muro, se apoyan en grietas y salientes, trepan. Arriba, Alberto se encoge como un mono, sólo el tiempo necesario para elegir un pedazo de tierra plana. Luego salta: choca y rueda hacia atrás, cierra los ojos, se frota la cabeza y las rodillas, furiosamente, luego se sienta; se mueve en el sitio, se incorpora. Corre, atraviesa una chacra pisoteando los sembríos. Sus pies se hunden en una tierra muelle; siente en los tobillos las punzadas de las hierbas. Algunos tallos se quiebran bajo sus zapatos. «Y qué bruto, cualquiera pudo verme y decirme y la cristina, y las hombreras, es un cadete que se está escapando, como mi padre, y si fuera donde la Pies Dorados y le dijera, mamá, ya basta por favor, acepta, total ya estás vieja y la religión es suficiente, pero ésta me las pagarán los dos, y la vieja bruja de la tía, la alcahueta, la costurera, la maldita.» En el paradero del autobús no hay nadie. El ómnibus llega junto con él y debe subir a la volada. Nuevamente siente una tranquilidad profunda; va apretujado entre una masa de gente y afuera, al otro lado de las ventanillas, no se ve nada, la noche ha caído en pocos segundos, pero él sabe que el vehículo atraviesa descampados y chacras, alguna fábrica, una barriada con casas de latas y cartones, la Plaza de Toros. «Él entró, le dijo hola, con su sonrisa de cobarde, ella le dijo hola y siéntate, la bruja salió y comenzó a hablar y le dijo señor y se fue a la calle y los dejó solos y él le dijo he venido por, para, figúrate que, te das cuenta, te mandé decir con, ah, Alberto, sí, me llevó al cine, pero nada más y le escribí, ah, yo estoy loco por ti, y se besaron, están besándose, estarán besándose, Dios mío, haz que estén besándose cuando llegue, en la boca, que estén calatos, Dios mío.» Baja en la avenida Alfonso Ugarte y camina hacia la Plaza Bolognesi, entre empleados y funcionarios que salen de las cafeterías o permanecen en las esquinas, formando grupos zumbones; cruza las cuatro pistas paralelas surcadas por ríos de automóviles y llega a la Plaza donde, en el centro, en lo alto de la columna, otro héroe de bronce se desploma acribillado por balas chilenas, en las sombras, lejos de las luces. «juráis por la bandera sagrada de la Patria, por la sangre de nuestros héroes, por la playita del despeñadero estábamos bajando cuando Pluto me dijo mira arriba y ahí estaba Helena, juramos y desfilamos y el ministro se limpiaba su nariz, se la rascaba y mi pobre madre, ya no más canastas, no más fiestas, cenas, viajes, papá llévame al fútbol, ése es un deporte de negros muchacho, el próximo año te haré socio del Regatas para que seas boga y después se fue con las polillas como Teresa.» Avanza por el Paseo Colón, despoblado como una calle de otro mundo, anacrónico como sus casas cúbicas del siglo diecinueve que sólo albergan ya simulacros de buenas familias, fachadas que arden de inscripciones, paseo sin autos, con bancos averiados y estatuas. Luego sube al Expreso de Miraflores, iluminado y reluciente como una nevera; lo rodea gente que no ríe ni habla; baja en el Colegio Raimondi y camina por las calles lóbregas de Lince: ralas pulperías, faroles moribundos, casas a oscuras. «Así que no habías salido nunca con un muchacho, qué me cuentas, pero después de todo, con esa cara que Dios te puso sobre el cogote, así que–el cine Metro es muy bonito, no me digas, veremos si el Esclavo te lleva a las matinés del centro, si te lleva a un parque, a la playa, a Estados Unidos, a Chosica los domingos, así que ésas teníamos, mamá tengo que contarte una cosa, me enamoré de una huachafa y me puso cuernos como a ti mi padre pero antes de que nos casáramos, antes de que me declarara, antes de todo, qué me cuentas.» Ha llegado a la esquina de la casa de Teresa y está pegado a la pared, oculto en las sombras. Mira a todos lados, las calles están vacías. A su espalda, en el interior de la casa oye un ruido de objetos, alguien ordena un armario o lo desordena, sin precipitación, con método. Se pasa la mano por los cabellos, los alisa, sigue con un dedo la raya y comprueba que se conserva recta. Saca su pañuelo, se limpia la frente y la boca. Se arregla la camisa, levanta un pie y frota la puntera del zapato en la basta del
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