Almudena Grandes - EL CORAZÓN HELADO
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—No le he dicho nada —en la mañana que sucedió a aquella cena, Paco Molinero recibió sus noticias con una mirada estupefacta en la que [891] ella no quiso detenerse—. No encontré el momento, ni la manera, y además… Da igual, ésa es la verdad, que ya me da igual. Creo que esto ha llegado demasiado lejos. He perdido el impulso, las ganas que tenía al principio, y ahora me parece que ha sido una locura. Me acuerdo mucho de mi abuelo, ¿sabes? Estoy segura de que es lo que habría preferido él, y de repente lo entiendo, entiendo muy bien sus razones…
Se las explicó y no logró convencerle, pero tampoco se dejó arrastrar por la vehemencia con la que él defendió los criterios opuestos.
—¿Pero cómo te va a dar igual un millón de euros, Raquel? Eso no puede ser, es imposible, a nadie le da igual un millón de euros…
En aquel momento, Raquel se dio cuenta de que los dos habían dejado ya de ser un equipo, como dos emisoras de radio que han empezado a transmitir en frecuencias distintas. La culpa era suya, porque no le había contado la verdad. Por eso Paco no la entendía, no podía entenderla, pero desde entonces, la miraba con tanta atención como si la estuviera vigilando, o eso sentía ella, al menos.
—A ti te pasa algo —le advirtió unos días después—. Estás rarísima, tía. A ver, ¿qué es lo que te acabo de contar?
—Pues… —si es que se me nota, se decía entonces a sí misma, se me nota y es fatal, claro, es horroroso, porque así, ni se puede trabajar, ni se puede hablar con nadie, ni nada—. No sé, algo de las cuentas de esa cementera, ¿no?
—¿Lo ves?
—Sí, pero no me pasa nada —esto no puede seguir así, yo no puedo seguir así, de verdad, tengo que hacer algo, aunque sea para descalabrarme, pero algo—. Que estaba distraída, sólo…
Así entró un péndulo caótico en su vida.
Una semana después de haber cenado sushi con él, Raquel Fernández Perea llamó a Álvaro Carrión Otero y le propuso una cita para el día siguiente. Él no le dijo que no, y a ella se le olvidó hasta que aquella tarde había quedado con Berta.
—Creía que Jaime era un engreído insufrible que sólo sabía hablar de sí mismo y que en la cama daba juego pero tampoco era tan buen actor
aunque estuviera ganando tantos premios.
Lo dijo de un tirón, sin pararse a saludar, y Raquel, por no entender, ni siquiera entendió qué hacía su amiga en la puerta de su casa a las seis menos diez de aquella tarde.
—¿Por qué lo dices?
—No sé, como te has puesto tu vestido de la suerte…
Raquel bajó la cabeza y vio exactamente lo que esperaba, la falda de un vestido estampado con florecitas amarillas y hojas verdes en el [892] que confiaba más que en ningún otro modelo de su vestuario. Por eso lo llamaba su vestido de la suerte, porque era el que mejor le sentaba, el que más la favorecía, pero eso no explicaba la irrupción de Berta, ni su alusión al actor con el que se había acostado después de encontrárselo en una fiesta a la que habían ido juntas, la última Nochevieja.
—Sí, me lo he puesto —admitió—, pero eso no tiene nada que… —entonces se acordó—. ¡Ay, claro! Que habíamos quedado para ir al teatro, a ver a Jaime, y eso… —y se sujetó la cabeza con las dos manos, como si quisiera asegurarse de que la llevaba puesta—. ¡Ay, Berta!
—Se te había olvidado —supuso ella.
—Sí, es que… No sé, últimamente no doy una, de verdad…
—Has quedado con un tío.
—Sí… —la miró y se echó a reír—. ¡Sí! Y no sabes cómo es, no lo sabes, es… Bueno, he quedado con él a las seis y cuarto. Baja conmigo y te lo enseño. Vamos a ir a ver una exposición sobre agujeros negros.
—¿Qué?
—Agujeros negros —se quedó mirándola y se echó a reír—. El espacio estelar, ya sabes… Es físico, de la Física y Química, las palancas, las potencias y todo eso. La ha montado él.
Entonces fue Berta la que se rió.
—¿Y eso te apetece?
—Muchísimo.
—Mira que estás tonta, ¿eh?
—Perdida —y por fin se rieron las dos juntas—. Ya te lo he dicho…
Después, el azar le dio una oportunidad bajo la forma de una niña fea y gorda que no sabía qué era lo que le parecía raro en un aparato con dos chorritos de agua y una manivela. Mientras Álvaro desentrañaba su confusión en voz alta, Raquel sintió dos tentaciones simultáneas y contradictorias. O le beso en la boca o salgo corriendo. Había una tercera, contárselo todo, pero no quiso considerarla siquiera. Tampoco le apetecía correr, y por eso se limitó a consagrar como certeza una intuición que la había deslumbrado la última vez que estuvieron juntos. A Álvaro no le molestó escuchar que no parecía hijo de su padre, y estuvo de acuerdo en que lo mejor era no volver a acordarse de él, y aquél habría sido el momento de hablar, de consentir que la verdad aflorara al menos a una esquina de alguna palabra. Lo primero que hizo mi abuelo con mi abuela, después de acostarse con ella, fue enseñarle a leer y a escribir. Llegó a componer esa frase en la cabeza, pero pensó que Álvaro también era español, que estaría acostumbrado a los misterios, a los silencios, y que no le estaba mintiendo, ya no, no volvería a mentirle nunca más. Era verdad que le habían hecho un test de [893] inteligencia en el instituto, y verdad que una de las pruebas
tenía que ver con dos amas de casa que sujetaban una aspiradora a distintas alturas, y verdad que se había pasado de lista, que había metido la pata, que aquel error le había bajado la media de ciencias una barbaridad. El conocía la respuesta correcta, y era muy buen profesor, y le gustaba mucho, le gustaba tanto que estaba deseando meterse en la cama con él, y total, sólo iba a ser un polvo, como mucho dos, una simple aventura sin importancia. Pero dentro de la caja envuelta en papel de regalo que él puso encima de su plato antes de cenar, había dos péndulos, uno normal, estable, regular, encadenado a su propia previsible naturaleza, y otro caótico, caprichoso, loco, impredecible, y los dos juntos, funcionando a la vez durante toda la eternidad, no habrían servido para formular, ni siquiera con decimales, lo que le pasó aquella noche a Raquel Fernández Perea mientras todo empezaba a fluir con una sonrosada placidez, la apacible costumbre del agua que corre.
—¿Pero tú te has vuelto loca o qué? —Berta se la quedó mirando con los ojos muy abiertos y ya era tarde.
Cuando le contó a ella, y sólo a ella, la verdad completa, ya estaba tan enganchada que ni siquiera podía explicar muy bien lo que significaba ese adjetivo.
Hasta entonces no se lo había contado a nadie porque no quería ni pensarlo, no quería medir las dimensiones de la ratonera en la que estaba siendo tan feliz, más que antes, más que nunca, no quería saber nada y por eso no lo comentaba ni consigo misma. Cuando estaba sola, prefería imaginar otra escena, un sábado por la mañana y el sol entrando a raudales por los balcones, Álvaro en casa, en pijama, ella volviendo de la compra con un ramo de flores que repartía entre varios jarrones de cristal transparente. Eso era lo único que quería saber, pero la noche anterior habían cenado los tres juntos, y había tenido que improvisar un mareo fingido para que Álvaro y Berta se callaran de una vez, y en aquella pizzería no hacía tanto calor. No había logrado engañar a su amiga y las dos se habían dado cuenta al mismo tiempo. Por eso la había llamado, y después habría podido soltarle cualquier otro rollo, llegó a imaginarlo, podría haberle dicho que habían discutido antes de ir a cenar y que se había quedado tan blandita que luego se había echado a llorar, podría haberle contado eso o cualquier otra cosa, pero había pasado el tiempo, apenas tres meses para los demás largos para ella como una vida entera, había llegado el verano y las flores de colores, los jarrones de cristal, estaban tan cerca como si fueran reales, como si pudiera tocarlos con las yemas de los dedos. La noche anterior, al hablar de sí mismo, Álvaro había hablado [894] también de ella, porque alguna vez tendría que ser, alguna vez tendría que hablar, alguna vez tendría que contarle la verdad a alguien. Decidió empezar por su mejor amiga, y Berta la inestable, Berta la loca, la impulsiva, la caprichosa, la desequilibrada, Berta la inepta, la que jamás se liaba con un hombre que le conviniera, se llevó las manos a la cabeza y la miró con los ojos muy abiertos, la cara tan pálida como si fuera de cera.
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