Almudena Grandes - EL CORAZÓN HELADO
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Lo hizo todo sola y lo hizo muy bien. No tuvo que recurrir a nadie más con la única excepción de su hermano Ignacio, que el día siguiente, a la hora de comer, le explicó que las pastillas blancas muy pequeñitas que se ponen debajo de la lengua se llaman cafinitrina y previenen los infartos, y otras un poco más grandes y también blancas podrían ser estatinas, para combatir el colesterol.
—¿Quieres verlas? —le dijo su abuela, sacando un pastillero del bolso, y añadió que naturalmente podía quedárselas—. En casa tengo un arsenal, pues sí, bueno es tu hermano, ahora, que lo que no sé es para qué las quieres…
—Pues sí, para nada, tienes razón —concedió ella—. Era sólo curiosidad… —y volvió a meter el pastillero en el bolso de su abuela con tres [885] unidades menos, una pequeña y dos grandes que guardó enseguida en su paquete de tabaco.
Aquella mañana había comprado una cajita cuadrada de plata con la tapa rayada, muy parecida a la que Julio Carrión había volcado sobre la mesa en su última entrevista, y un portaminas de acero semejante al que había visto enganchado, siempre el mismo y en el mismo sitio, en el bolsillo de su chaqueta. También había hecho la compra más caprichosa de su vida, queso, foie–gras, frutos secos, galletas saladas y dulces, bombones, una botella de whisky y otra de ginebra, cocacolas, tónicas, servilletas de papel… Todo eso estaba ya en Jorge Juan, pero había llevado a su casa lo que había comprado para el baño porque el efecto sería mejor si se quedaba con los envases nuevos y llevaba al ático los que tenía a medio usar. La única concesión que se hizo a sí misma fue un viaje al chino de la esquina, donde encontró vasos, cuencos y cubiertos mucho más baratos que los que podría ofrecerle el barrio de Salamanca. Para escoger un DVD había seguido la misma filosofía, porque la operación picadero le estaba costando una pasta, por más que supiera que todo lo que fuera a parar a Jorge Juan volvería a sus manos antes o después, pero el azar recompensó su vocación de virgen sabia al ponerle delante dos docenas de velas pequeñas metidas en fanales de plástico transparente, que parecían fabricadas a propósito para decorar el borde del jacuzzi.
Dejó las fantasías para el final, y el domingo por la tarde, cuando todos los electrodomésticos funcionaban, la nevera había empezado a fabricar hielo, la cama estaba hecha y los ceniceros sucios, se puso una copa, se desnudó, abrió el grifo de la bañera y dejó caer encima un chorro de gel. Después colocó las velas, las encendió, sacó el consolador de su envase y se metió en el agua con él. Si no te apetece estrenarlo, que sería lo suyo, le había aconsejado Paco, lávalo bien, varias veces, para que no huela a nuevo. No lo estrenó, pero lo tuvo en remojo media hora, el tiempo que tardó en consumirse más o menos la mitad de la cera. Después, sopló las velas una por una, como si fuera su cumpleaños, contempló su obra y se felicitó a sí misma. Estaba segura de no haber cometido ningún error, pero antes de marcharse, volvió a comprobarlo todo.
El día siguiente, a primera hora, Paco Molinero pasó por su despacho de camino hacia el suyo.
—¿Cómo estás?
—Bien —le aseguró ella, pero se corrigió sobre la marcha después de mirarle con más atención—. No tan bien como tú, pero muy bien. Un poco nerviosa. [886]
—Ya —él no quiso hacer comentarios sobre su fin de semana—. ¿Quieres que comamos juntos?
—No puedo. Voy a comer con Álvaro Carrión.
—¡Ah! —él se quedó muy sorprendido—. No sabía que hubierais quedado para comer.
—Él tampoco lo sabe, pero he pensado que es lo mejor, ¿no? —se rió—. No puedo decirle que soy la amante de su padre así como así, y además, si comemos juntos puedo sacarle información.
—Puede ser —aceptó él—. Bueno, llámame luego para contármelo,
¿vale?
Aquella mañana se había levantado antes de que se activara la alarma que encendía la radio del despertador, se había probado la mitad del armario antes de escoger el vestido que llevaba puesto y había ido a trabajar sin pintarse. Lo hizo antes de salir y no quiso analizar por qué, como se había negado a analizar por qué no le cogía el teléfono a Sebastián, que volvió a llamarla el sábado, y se disponía a comer dos días después con un hijo de Carrión, a pesar de que su compañía resultara infinitamente más peligrosa. Cuando le distinguió, de nuevo con vaqueros y sin corbata, al otro lado de las puertas de cristal, sus labios sonrieron solos y todo lo demás ocurrió de una manera parecida. No había previsto tutearle, pero al acercarse a él, comprendió que no podía seguir llamándole de usted. Y ésa fue la última decisión consciente que tomó hasta que sacó la llave del ático de su bolso para ponerla encima de la mesa.
Al salir del restaurante, podría haber concluido que hacía muchísimos años que un hombre no le gustaba tanto, pero la cabeza no le daba ni para eso. Creía que sus piernas tampoco podrían llevarla a casa, y al darse cuenta, estaba ya a la altura del metro de Noviciado. Después, se encerró en el dormitorio, bajó las persianas, se tiró en la cama y se rió. Tenía muchas ganas de reírse y ninguna de pensar en lo que le estaba pasando. Y hasta que sonó el teléfono no hizo nada más.
—¿Qué ha pasado? —Paco parecía asustado, eran las seis y cuarto—.
No me has llamado.
—No, porque… Bueno, se me ha olvidado.
—¿Y qué tal?
—Muy mal —hizo una pausa, sonrió—. Y muy bien.
—¿Muy mal? —no entendía nada, y la perplejidad se asomó a su voz—. ¿Por qué?
Raquel se sentó en la cama, tomó aire, procuró ponerse seria.
—Álvaro Carrión es físico, Paco. [887]
—¿Físico? —ahora entendía todavía menos—. ¿Por qué dices eso? ¿Tiene un gimnasio?
—No —y a pesar de sus buenos propósitos, volvió a echarse a reír—. Es físico, de la Física y Química, ¿te acuerdas de aquella asignatura del colegio? Es científico.
—¿Pero cómo va a ser… ? —la sorpresa le impidió acabar la frase—. Con un padre empresario, millonario… ¿Es científico?
—Sí.
—Es lo más raro que he oído en mi vida.
—Pues sí —Raquel comprendía muy bien la reacción de su colega—, es muy raro pero es lo que hay —hizo una pausa que la estupefacción de Paco no acertó a llenar—. Sus hermanos mayores sí trabajaban con su padre, la típica dinastía empresarial, ya sabes, pero él no. Él es físico y da clase en la universidad. No tiene nada que ver con los negocios de su familia y no ha podido contarme nada de eso, claro. Tampoco ha reaccionado mal cuando le he dicho que su padre y yo éramos amantes, más bien no ha reaccionado en absoluto, y eso es una buena reacción, ¿no? Además parece progre, ¿sabes? Yo creo que por ese lado ha habido suerte.
—¿Y por el otro?
—¿Cuál es el otro? —ahora era ella la que no entendía.
—¿Pues cuál va a ser? El de la pasta.
—¡Ah! De eso no sé nada todavía. Tendré que esperar, ver por dónde respira… De momento no se ha indignado, no se ha ofendido, no me ha insultado ni me ha dicho que estaba mintiendo. Se ha quedado con la llave, eso sí. Me imagino que ahora irá por allí, y… No sé, tendrá que masticar todo esto.
—Ya, eso es lo normal, con eso ya contábamos, pero lo que no entiendo es por qué me has dicho que también ha ido todo muy bien.
—Pues… porque me he divertido mucho, la verdad.
—Pero, Raquel… —el asombro de Paco evolucionaba deprisa hacia la impaciencia—. Tú no has ido a comer con ese tío para divertirte.
—Pues no, tienes razón. ¿Pero qué quieres? Me he divertido.
No fue capaz de explicarlo mejor y dedicó el resto de la tarde a imaginar a Álvaro Carrión cayendo en todas sus trampas, un entretenimiento que la excitaba y la conmovía a partes iguales. Creía tenerlo todo bajo control, pero cuarenta y ocho horas después, ya lo había perdido. Eso no le preocupó. Lo más notable de todo fue que le trajo sin cuidado.
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