Almudena Grandes - EL CORAZÓN HELADO
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Rafael Carrión Otero la llamó el 6 de abril, miércoles, para informarla de que se había convertido en el presidente de las empresas de [888] su familia. Antes de que ella tuviera tiempo de darse por enterada, le anunció que se había hecho cargo de la situación, que estaba ocupadísimo, que le
gustaría ir a verla al día siguiente, por la mañana, eso sí, porque por la tarde todos los herederos estaban convocados a una reunión muy importante, que le agradecería mucho que tuviese la documentación preparada y que iba a liquidar los fondos porque ésa era la voluntad expresa de su madre. Nada de lo que me cuente me va a hacer cambiar de opinión, añadió al final, y ella ni siquiera lo intentó. Adiós a los fondos, se dijo, pues muy bien, y Paco Molinero no opinó nada distinto. A aquellas alturas, eso ya les daba lo mismo.
El hermano mayor de Álvaro no le gustó nada. Se le parecía tan poco que ni siquiera la deformación profesional la animó a retenerle. Alto y delgado, pero con barriga, tenía los hombros encorvados, la piel muy blanca y un pelo pobre, fino y ralo, al que quizás le sentaría mejor renunciar. Por lo demás, era arrogante, prepotente y tan áspero como si pretendiera resultar antipático a propósito.
—Creía que las inversiones de mi padre las llevaba un chico, Aguado, ¿no? —dijo antes de firmar.
—En efecto —contestó Raquel—, pero hace poco se hizo cargo de una operación muy delicada, muy complicada. Tiene mucho trabajo y me ha pedido que me encargue…
—Da lo mismo —firmó antes de que su interlocutora tuviera tiempo para terminar la frase que tenía preparada, miró el reloj, seleccionó los documentos—. Esto es para usted, ¿verdad?
Al despedirse de él, Raquel se dio cuenta de que la miraba igual que si fuera un mueble. En aquel momento, no le dio importancia, pero se encontró recordando la expresión de su rostro sin querer una semana más tarde, al compararla con la mirada concentrada, risueña pero más que levemente ansiosa, que le dirigió su hermano desde la barra de un restaurante japonés.
Ella ya había calculado que probablemente Álvaro la llamaría para devolverle la llave, pero, aparte de comprarse un vestido tan corto y escotado que parecía una combinación de las que se usaban en 1950, y una chaqueta de punto rosa que subrayaba en un grado admirable lo que aparentaba disimular, no planeó ninguna estrategia, ninguna otra ofensiva para aquella cita. Y aquella noche, todo empezó a venirse abajo.
Si quince días antes alguien le hubiera enseñado esa escena, si hubiera podido verse y mirarse, escuchar sus palabras y leer los pensamientos que las inspiraban, se hubiera echado a reír. Es imposible, habría dicho, ridículo, éste es el último hombre en el mundo con el que [889] yo querría tener algo que ver en mi vida, el último, si naufragáramos juntos y fuéramos a parar a una isla desierta, construiría mi cabaña en el punto más alejado del que él escogiera para levantar la suya… Pero Álvaro Carrión sabía mirarla, y le pareció tan gracioso mientras señalaba en la carta los nombres del sushi con un dedo, y tan conmovedor al buscar las palabras justas para expresarse sin herirla, y tan encantador cuando confesó que había recogido todo lo que había en el ático para que su madre y sus hermanos no tuvieran que enterarse de nada, y tan inquietante en el momento que escogió para bajar la voz y mirarla a los ojos antes de preguntarle si había querido a su padre, y hacía tantos años que su cuerpo no crujía, y él lo lograba con tanta facilidad, que a la hora del postre se encontró pensando en el más inconveniente de todos los planes que el
mundo era capaz de ofrecerle.
Él estaba pensando en lo mismo y ella se dio cuenta. Por eso pudo reaccionar, aquella noche sí, pero mientras miraba el reloj, fingía asustarse de lo tarde que era, y se recordaba en voz alta que tenía que madrugar al día siguiente, ya no estaba segura de nada, no sabía si iba a acertar o a equivocarse. Aquella noche, Álvaro Carrión ya era él, no la sombra de su padre, y Raquel Fernández Perea no podía seguir recurriendo a la debilidad de su tía Paloma para enmascarar su propia debilidad. Y sin embargo, se lo quitó de encima. Con suavidad y sin palabras, sin cerrar ninguna puerta ni despedirse hasta nunca, se lo quitó de encima y se dijo que había hecho bien, lo correcto, lo mejor, lo más sabio, lo más sensato, lo único que podía hacer. No quiso pensar que quizás nunca en su vida había tenido tantas ganas de acostarse con alguien, pero lo supo igual, hasta sin querer pensarlo. Y cuando entró en su casa estaba tan desmoralizada que ni siquiera tuvo fuerzas para pegarse a sí misma. Por imbécil.
Da lo mismo, mientras se metía sola en la cama se absolvió de sus pecados, se me pasará, y al levantarse por la mañana se consoló con el mismo pronóstico. Pero no dio lo mismo, porque no se le pasó. Pasaron los días, sí, uno, dos, tres, cuatro días, y el supuesto acierto de su renuncia empezó a diluirse en el ácido de los deseos insatisfechos, una sustancia tan irritante que es capaz de fabricar su propio antídoto.
¿Y qué?, ésa fue la primera dosis, ¿y si lo hiciera, qué?, yo no le voy a contar nada y en mi familia tampoco se va a enterar nadie… Aquella gota le sentó tan bien que empezó a tomar la misma medicina a cucharadas, y va a ser sólo una vez, ¿para qué más?, con un par de polvos lo arreglo todo, él está casado, así que, total, por una simple aventura sin importancia… Al final, comprobó que lo más eficaz era beber directamente de la botella, ¿y por qué me voy a enganchar, a ver?, si [890] yo no me engancho nunca, si hace siglos que no me engancho con nadie, y además, lo más fácil es que no salga bien, ¿por qué va a salir bien?, lo normal es…, pues eso, que sea una cosa normal, agradable y punto, sobre todo la primera vez, y como no va a haber más, es que no sé ni para qué me preocupo… Lo preocupante sería no hacerlo, eso sí, porque si no me acuesto con él, me moriré pensando que era el hombre de mi vida, y eso no puede ser, pero, vamos, seguro que no, ¿por qué iba a ser el hombre de mi vida un hijo de Carrión, precisamente un hijo de Carrión?, no, es imposible… Y lo de los instintos, otra tontería, porque el instinto funciona, seguro que funciona, pero luego entran tantas cosas en juego, y no sé nada de él, no sé nada de su vida, yo me lo puedo permitir, sí, ¿pero él…? Igual está en plena luna de miel, igual se acaba de enamorar de otra, igual le van a despedir, o le van a ascender, o se va a ir a vivir al extranjero y no tiene el cuerpo para complicaciones, yo qué sé, lo más fácil es que me diga que no y con eso se acaba el problema… Yo le llamo, le digo que quiero devolverle un par de cosas de su padre, y a lo mejor hasta me pide que se las mande con un mensajero, que para eso están, y con eso, cumplo de sobra conmigo misma, ¿que no?, pues sí, claro que sí…
Raquel Fernández Perea nunca sabría que el 4 de abril de 1947, al bajarse de un tren en la estación del Norte, Julio Carrión González había celebrado consigo mismo una negociación similar, con un resultado muy diferente. Y sin embargo, se dio cuenta de que, al margen de lo que pudiera
ocurrir después, Álvaro la había salvado, porque sólo después de aquella cena en la que empezó a ser él mismo, Raquel comprendió que estaba tratando con un hombre, un ser vivo, delicado, indefenso, tan inocente de las culpas de un fantasma como la propia Paloma en el instante en que Julio la traicionó. A pesar de todo, aunque Carrión ya estuviera muerto y la historia demasiado lejos de la derrota, de la victoria, ella nunca podría cambiar de bando, seguir con alegría los pasos del traidor. Y eso era lo que había hecho hasta que las palabras, las sonrisas, las miradas de Álvaro la convencieron de que estaba tratando con él, no con su padre. Al pensarlo, sintió un escalofrío, y entonces todo se esfumó, sus planes, su ambición, su proyecto de venganza. En el hueco que dejó libre la sombra de un número de seis cifras, no halló sólo el resplandor rojizo y denso de su deseo, sino también el eco de las palabras de su abuelo, lo que es mejor para vivir aquí, y la memoria de todas las promesas que no había querido cumplir.
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