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Исабель Альенде: MI PAÍS INVENTADO

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Unidos soy «persona de color». (En una ocasión, en la cual debí llenar un formulario de inmigración, me abrí la blusa para mostrarle mi color a un funcionario afroamericano, quien pretendía colocarme en la última categoría racial de su lista: «Otra». Al hombre no le pareció divertido.)

Aunque no quedan muchos indios puros–más o menos un diez por ciento de la población–su sangre corre por las venas de nuestro pueblo mestizo. Los mapuches son por lo general de baja estatura, piernas cortas, tronco largo, piel morena, pelo y ojos oscuros, pómulos marcados. Sienten una desconfianza atávica–y justificada–contra los no indios, a quienes llaman «huincas», que no significa «blancos», sino «ladrones de tierra». Estos indios, divididos en varias tribus, contribuyeron fuertemente a forjar el carácter nacional, aunque antes nadie que se respetara admitía ni la menor asociación con ellos; tenían fama de borrachos, perezosos y ladrones. No es ésa la opinión de don Alonso de Ercilla y Zúñiga, notable soldado y escritor español, quien estuvo en Chile a mediados del siglo XVI y escribió La Araucana, un largo poema épico sobre la conquista española y la feroz resistencia de los indígenas. En el prólogo se dirige al rey, su señor, diciendo de los araucanos que: «… con puro valor y porfiada determinación hayan redimido y sustentado su libertad, derramando en sacrificio de ella tanta sangre, así suya como de españoles, que con verdad se puede decir, haber pocos lugares que no estén de ella teñidos, y poblados de huesos … Y es tanta la falta de gente, por la mucha que ha muerto en esta demanda, que para hacer más cuerpo y henchir los escuadrones vienen también las mujeres a la guerra, y peleando algunas veces como varones, se entregan con grande ánimo a la muerte». En los últimos años algunas tribus mapuches se han sublevado y el país no puede ignorarlos por más tiempo. En realidad los indios están de moda. No faltan intelectuales y ecologistas que andan buscando algún antepasado con lanza para engalanar su árbol genealógico; un heroico indígena en el árbol familiar viste mucho más que un enclenque marqués de amarillentos encajes, debilitado por la vida cortesana. Confieso que he intentado adquirir un apellido mapuche para ufanarme de un bisabuelo cacique, tal como antes se compraban títulos de nobleza europea, pero hasta ahora no me ha resultado. Sospecho que así obtuvo mi padre su escudo de armas: tres perros famélicos en un campo azul, según recuerdo. El escudo en cuestión permaneció escondido en el sótano y jamás se mencionaba, porque los títulos de nobleza fueron abolidos al declararse la independencia de España y no hay nada tan ridículo en Chile como

tratar de pasar por noble. Cuando trabajaba en las Naciones Unidas tuve por jefe a un conde italiano de verdad, quien debió cambiar sus tarjetas de visita ante las carcajadas que provocaban sus blasones.

Los jefes indígenas se ganaban el puesto con proezas sobre humanas de fuerza y valor. Se echaban un tronco de aquellos bosques inmaculados a la espalda y quien aguantara su peso por más horas se convertía en toqui. Como si eso no fuera suficiente, recitaban sin pausa ni respiro un discurso improvisado, porque además de probar su capacidad física, debían convencer con la coherencia y belleza de sus palabras. Tal vez de allí nos viene el vicio antiguo de la poesía… La autoridad del triunfador no volvía a cuestionarse hasta el próximo torneo. Ninguna tortura inventada por los ingeniosos conquistadores españoles, por espantosa que fuera, lograba desmoralizar a aquellos héroes oscuros, que morían sin un quejido empalados en una lanza, descuartizados por cuatro caballos, o quemados lentamente sobre un brasero. Nuestros indios no pertenecían a una cultura espléndida, como los aztecas, mayas o incas; eran hoscos, primitivos, irascibles y poco numerosos, pero tan corajudos, que estuvieron en pie de guerra durante trescientos años, primero contra los colonizadores españoles y luego contra la república. Fueron pacificados en 1880 y no se oyó hablar mucho de ellos por más de un siglo, pero ahora los mapuches — «gente de la tierra» — han vuelto a la lucha para defender las pocas tierras que les quedan, amenazadas por la construcción de una represa en el río Bío Bío. Las manifestaciones artísticas y culturales de nuestros indios son tan sobrias como todo lo demás producido en el país. Tiñen sus tejidos en tonos vegetales: marrón, negro, gris, blanco; sus instrumentos musicales son lúgubres como canto de ballenas; sus danzas son pesadas, monótonas y tan tenaces, que a la larga hacen llover; su artesanía es hermosa, pero no posee la exuberancia y variedad de las de México, Perú o Guatemala.

Los aymaras, «hijos del sol», muy diferentes a los mapuches, son los mismos de Bolivia, que van y vienen ignorando las fronteras, porque esa región ha sido suya desde siempre. Son de carácter afable y, aunque mantienen sus costumbres, su lengua y sus creencias, se han integrado a la cultura de los blancos, sobre todo en lo que se refiere al comercio. En eso difieren de algunos grupos de indígenas quechuas en las zonas más aisladas de la sierra peruana, para los cuales el gobierno es el enemigo, igual que en tiempos de la colonia; la guerra de independencia y la creación de la República del Perú no han modificado su existencia.

Los desafortunados indios de Tierra del Fuego, en el extremo sur de Chile, perecieron a bala y de epidemias hace mucho; de aquellas tribus sólo queda un puñado de alacalufes. A los cazadores les pagaban una recompensa por cada par de orejas que traían como prueba de haber matado un indio; así los colonos desalojaron la región. Eran unos gigantes que vivían casi desnudos en un territorio de hielos inclementes, donde sólo las focas pueden sentirse cómodas.

A Chile no trajeron sangre africana, que nos hubiera dado ritmo y color; tampoco llegó, como a Argentina, una fuerte inmigración italiana, que podría habernos hecho extrovertidos, vanidosos y alegres; ni siquiera llegaron suficientes asiáticos, como al Perú, que habrían compensado nuestra solemnidad y condimentado nuestra cocina; pero estoy segura de que si de los cuatro puntos cardinales hubieran convergido entusiastas aventureros a poblar nuestro país, las orgullosas familias castellano–vascas se las habrían arreglado para mezclarse lo menos posible, salvo que fueran europeos del norte. Hay que decirlo: nuestra política de inmigración ha sido abiertamente racista. Por mucho tiempo no se aceptaban asiáticos, negros ni muy tostados. A un presidente del siglo XIX se le ocurrió traer alemanes de la Selva Negra y asignarles tierras en el sur, que por supuesto no eran suyas, pertenecían a los mapuches, pero nadie se fijó en aquel detalle, salvo los legítimos propietarios. La idea era que la sangre teutónica mejoraría a nuestro pueblo mestizo, inculcándole espíritu de trabajo, disciplina, puntualidad y organización. La piel cetrina y el pelo tieso de los indios eran mal vistos; unos cuantos genes germanos no nos vendrían mal, pensaban las autoridades de entonces. Se esperaba que los inmigrantes se casaran con chilenos y de la mezcla saliéramos ganando los humildes nativos, lo cual ocurrió en Valdivia y Osorno, provincias que hoy pueden hacer alarde de hombres altos, mujeres pechugonas, niños de ojos azules y el más auténtico strudel de manzana. El prejuicio del color todavía es tan fuerte, que basta que una mujer tenga el pelo amarillo, aunque vaya acompañado por una cara de iguana, para que se vuelvan a mirarla en la calle. A mí me descoloraron el cabello desde la más tierna infancia con un líquido de fragancia dulzona llamado Bayrum; no hay otra explicación para el milagro de que las mechas negras con que nací se transformaran antes de seis meses en angelicales rizos de oro. Con mis hermanos no fue necesario recurrir a tales extremos porque uno era crespo y el otro rubio. En todo caso, los emigrantes de la Selva Negra han sido muy

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