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Исабель Альенде: MI PAÍS INVENTADO

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Debo decir unas palabras sobre la bisabuela Ester, porque creo que su poderosa influencia es la explicación de algunos aspectos del carácter de su descendencia y, de alguna manera, representa a la matriarca intransigente, tan común entonces y ahora. La figura materna tiene proporciones mitológicas en nuestro país, así es que no me extraña la actitud sumisa del tío Jorge. La madre judía y la mamma italiana son diletantes comparadas con las chilenas. Acabo de descubrir por casualidad que el marido de doña Ester tenía mala cabeza para los negocios y perdió las tierras y la fortuna que había heredado; parece que los acreedores eran sus propios hermanos. Al verse arruinado, se fue a la casa del campo y se destrozó el pecho

de un escopetazo. Digo que acabo de saber este hecho, porque la familia lo ocultó por cien años y todavía se menciona sólo en susurros; el suicidio era considerado un pecado particularmente deleznable, porque el cuerpo no podía enterrarse en la tierra consagrada de un cementerio católico. Para evitar la vergüenza, sus parientes vistieron el cadáver con chaqueta de levita y sombrero de copa, lo sentaron en un coche con caballos y se lo llevaron a Santiago, donde pudieron darle cristiana sepultura gracias a que todo el mundo, incluso el cura, hizo la vista gorda.

Este hecho dividió a la familia entre los descendientes directos, que aseguran que lo del suicidio es calumnia, y los descendientes de los hermanos del muerto, quienes finalmente se quedaron con sus bienes. En cualquier caso, la viuda se sumió en la depresión y la pobreza. Había sido una mujer alegre y bonita, virtuosa del piano, pero a la muerte de su marido se vistió de luto riguroso, le puso llave al piano y desde ese día en adelante sólo salía de su casa para asistir a misa diaria. Con el tiempo la artritis y la gordura la convirtieron en una monstruosa estatua atrapada entre cuatro paredes. Una vez por semana el párroco le llevaba la comunión a la casa. Esa viuda sombría inculcó a sus hijos la idea de que el mundo es un valle de lágrimas y aquí estamos sólo para sufrir. Presa en su sillón de inválida, juzgaba las vidas ajenas; nada escapaba a sus ojitos de halcón y su lengua de profeta. Para la filmación de la película de La casa de los espíritus debieron trasladar, desde Inglaterra hasta el estudio en Copenhague, a una actriz del tamaño de una ballena para ese papel, después de quitar varios asientos del avión para contener su inverosímil corpulencia. Aparece apenas un instante en la pantalla, pero produce una impresión memorable.

Al contrario de doña Ester y su descendencia, gente solemne y seria, mis tíos maternos eran alegres, exuberantes, derrochadores, enamoradizos, buenos para apostar a los caballos, tocar música y bailar la polca. (Esto de bailar es poco usual entre los chilenos, que en general carecen de sentido del ritmo. Uno de los grandes descubrimientos que hice en Venezuela, donde fui a vivir en 1975, es el poder terapéutico del baile. Apenas se juntan tres venezolanos, uno tamborea o toca la guitarra y los otros dos bailan; no hay pena que resista ese tratamiento. Nuestras fiestas, en cambio, se parecen a los funerales: los hombres se arrinconan para hablar de negocios y las mujeres se aburren. Sólo bailan los jóvenes, seducidos por la música norteamericana, pero apenas se casan se ponen solemnes, como sus padres.) La mayor parte de las anécdotas y personajes

de mis libros se basan en la original familia Barros. Las mujeres eran delicadas, espirituales y divertidas. Los varones eran altos, guapos y siempre dispuestos para una pelea a puñetes; también eran «chineros», como llamaban a los aficionados a los burdeles, y más de uno acabó con alguna enfermedad misteriosa. Imagino que la cultura del prostíbulo es importante en Chile, porque aparece una y otra vez en la literatura, como si nuestros autores vivieran obsesionados con ello. A pesar de que no me considero una experta en el tema, no me libré de crear a una prostituta con corazón de oro, Tránsito Soto, en mi primera novela.

Tengo una centenaria tía abuela que aspira a la santidad y cuyo único deseo es entrar al convento, pero ninguna congregación, ni siquiera las Hermanitas de la Caridad, la tolera más de un par semanas, así es que la familia ha tenido que hacerse cargo de ella. Créame, no hay nada tan insoportable como un santo, no se lo deseo ni a mi peor enemigo. En los almuerzos dominicales en casa de mi abuelo, mis tíos hacían planes para asesinarla, pero siempre lograba escapar ilesa y aún está viva. En su juventud esta dama usaba un hábito de su invención, cantaba a todas horas himnos religiosos con voz angélica y al menor descuido se escapaba para ir a la calle Maipú a catequizar a gritos a las niñas de vida alegre, que la recibían con una lluvia de verduras podridas. En la misma calle el tío Jaime, primo de mi madre, se ganaba el dinero para sus estudios de medicina aporreando un acordeón en las «casas de mala vida». Amanecía cantando a todo pulmón una canción llamada «Yo quiero una mujer desnuda», lo cual causaba tal escándalo que salían las beatas a protestar.

En esos tiempos la lista negra de la Iglesia católica incluía libros como El conde de Montecristo; imagine el espanto que puede haber causado el deseo por una mujer desnuda vociferado por mi tío. Jaime llegó a ser el pediatra más célebre y querido del país, el político más pintoresco–capaz de recitar sus discursos en verso rimado en el Senado–y sin duda el más radical de mis parientes, comunista a la izquierda de Mao, cuando Mao todavía estaba en pañales. Hoy es un anciano hermoso y lúcido, que usa calcetines color rojo encendido como símbolo de sus ideas políticas. Otro de mis parientes se quitaba los pantalones en la calle para dárselos a los pobres y su fotografía en calzoncillos, pero con sombrero, chaqueta y corbata, solía aparecer en los periódicos. Tenía tan alta idea de sí mismo, que en su testamento dejó instrucciones para ser enterrado de pie, así podría mirar a Dios directo a los ojos cuando tocara la puerta del cielo.

Nací en Lima, donde mi padre era uno de los secretarios de la embajada. La razón por la cual me crié en casa de mi abuelo en Santiago es que el matrimonio de mis padres fue un desastre desde el principio. Un día, cuando yo tenía alrededor de cuatro años, mi padre salió a comprar cigarrillos y no regresó más. La verdad es que no fue a comprar cigarrillos, como siempre se dijo, sino que partió de parranda disfrazado de india peruana, con polleras multicolores y una peluca de trenzas largas. Dejó a mi madre en Lima, con un montón de cuentas impagas y tres niños, el menor recién nacido. Supongo que ese primer abandono hizo alguna muesca en mi psique, porque en mis libros hay tantas criaturas abandonadas, que podría fundar un orfelinato; los padres de mis personajes están muertos, desaparecidos o son tan autoritarios y distantes, que es como si existieran en otro planeta. Al encontrarse sin marido y a la deriva en un país extranjero, mi madre debió vencer el monumental orgullo en que había sido criada y regresar al hogar de mi abuelo. Mis primeros años en Lima están borrados por la niebla del olvido; todos los recuerdos de mi infancia están ligados a Chile. Crecí en una familia patriarcal en la cual mi abuelo era como Dios: infalible, omnipresente y todopoderoso. Su casa en el barrio de Providencia no era ni sombra de la mansión de mis bisabuelos en la calle Cueto, pero durante mis primeros años fue mi universo. No hace mucho fue a Santiago un periodista japonés con la intención de fotografiar la supuesta «gran casa de la esquina» que aparece en mi primera novela. Fue inútil explicarle que era ficción. Al cabo de tan largo viaje, el pobre hombre se llevó un tremendo chasco, porque Santiago ha sido demolido y vuelto a construir varias veces desde entonces. Nada dura en esta ciudad. La casa que construyó mi abuelo ahora es una discoteca de mala muerte, un deprimente engendro de plástico negro y luces psicodélicas. La residencia de la calle Cueto, que fuera de mis bisabuelos, desapareció hace muchos años y en su sitio se alzan unas torres modernas para inquilinos de bajos ingresos, irreconocibles entre tantas docenas de edificios similares.

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