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Исабель Альенде: MI PAÍS INVENTADO

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Permítame un comentario sobre aquella demolición, como capricho sentimental. Un día las máquinas del progreso llegaron con la misión de pulverizar la casona de mis antepasados y durante semanas los implacables dinosaurios de hierro aplanaron el suelo con sus patas dentadas. Cuando por fin se asentó la polvareda de beduinos, los pasantes pudieron comprobar asombrados que en ese descam

pado todavía se erguían intactas varias palmeras. Solitarias, desnudas, con sus melenas mustias y un aire de humildes cenicientas, esperaban su fin; pero, en vez del temido verdugo, aparecieron unos trabajadores sudorosos y, como diligentes hormigas, cavaron trincheras alrededor de cada árbol, hasta desprenderlo del suelo. Los esbeltos árboles aferraban puñados de tierra seca con sus delgadas raíces. Las grúas se llevaron las palmeras heridas hasta unos hoyos, que los jardineros habían preparado en otro lugar, y allí las plantaron. Los troncos gimieron sordamente, las hojas se cayeron en hilachas amarillas y por un tiempo parecía que nada podría salvarlas de tanta agonía, pero son criaturas tenaces. Una lenta rebelión subterránea fue extendiendo la vida, los tentáculos vegetales se abrieron paso, mezclando los restos de tierra de la calle Cueto con el nuevo suelo. En una primavera inevitable amanecieron las palmeras agitando sus pelucas y contorneando la cintura, vivas y renovadas, a pesar de todo. La imagen de esos árboles de la casa de mis antepasados me viene con frecuencia a la mente cuando pienso en mi destino de desterrada. Mi suerte es andar de un sitio para otro y adaptarme a nuevos suelos. Creo que lo logro porque tengo puñados de mi tierra en las raíces y siempre los llevo conmigo. En todo caso, el periodista japonés que fue al fin del mundo a fotografiar una mansión de novela regresó a su patria con las manos vacías.

La casa de mi abuelo era igual a las de mis tíos y a la de cualquier otra familia de un medio similar. Los chilenos no se caracterizan por la originalidad: por dentro sus casas son todas más o menos iguales. Me dicen que ahora los ricos contratan decoradores y compran hasta las llaves de los baños en el extranjero, pero en aquellos tiempos nadie había oído hablar de decoración interior. En el salón, barrido por inexplicables corrientes de aire, había cortinajes de felpa color sangre de toro, lámparas de lágrimas, un desafinado piano de cola y un gran reloj de bulto, negro como un ataúd, que marcaba las horas con campanazos fúnebres. También había dos horrendas figuras de porcelana francesa de unas damiselas con pelucas empolvadas y unos caballeros de tacones altos. Mis tíos las usaban para afinar los reflejos: se las lanzaban por la cabeza unos a otros, con la vana esperanza de que cayeran al suelo y se hicieran pedazos. La casa estaba habitada por humanos excéntricos, mascotas medio salvajes y algunos fantasmas amigos de mi abuela, quienes la habían seguido desde la mansión de la calle Cueto y que, incluso después de su muerte, siguieron rondándonos.

Mi abuelo Agustín era un hombre sólido y fuerte como un guerrero, a pesar de que nació con una pierna más corta que la otra. Nunca se le pasó por la mente consultar a un médico por ese asunto, prefería a un «componedor». Se trataba de un ciego que arreglaba las patas de los caballos accidentados en el Club Hípico y sabía más de huesos que cualquier traumatólogo. Con el tiempo la cojera de mi abuelo empeoró, le dio artritis y se le deformó la columna vertebral, de modo que cada movimiento era un suplicio, pero nunca lo oí quejarse de sus dolores o sus problemas, aunque como cualquier chileno que se respete, se quejaba de todo lo demás. Aguantaba el tormento de su pobre esqueleto con puñados de aspirinas y largos tragos de agua. Después supe que no era agua inocente, sino ginebra, que bebía como un pirata, sin que le afectara la conducta o la salud. Vivió casi un siglo sin perder ni un solo tornillo de su cerebro. El dolor no lo disculpaba de sus deberes de caballerosidad y hasta el fin de sus días, cuando era sólo un atado de huesos y pellejo, se levantaba trabajosamente de su silla para saludar y despedir a las señoras.

Sobre mi mesa de trabajo tengo su fotografía. Parece un campesino vasco. Está de perfil, con una boina negra en la cabeza, que acentúa su nariz de águila y la expresión firme de su rostro marcado de caminos. Envejeció armado por la inteligencia y reforzado por la experiencia. Murió con una mata de pelo blanco y su mirada azul tan perspicaz como en la juventud. ¡ Qué difícil es morirse!, me dijo un día, cuando ya estaba muy cansado del dolor de huesos. Hablaba en proverbios, sabía cientos de cuentos populares y recitaba de memoria largos poemas. Este hombre formidable me dio el don de la disciplina y el amor por el lenguaje, sin los cuales hoy no podría dedicarme a la escritura. También me enseñó a observar la naturaleza y amar el paisaje de Chile. Decía que, tal como los romanos viven entre estatuas y fuentes sin percatarse de ellas, los chilenos vivimos en el país más deslumbrante del planeta sin apreciarlo. No percibimos la quieta presencia de las montañas nevadas, los volcanes dormidos y los cerros inacabables que nos cobijan en monumental abrazo; no nos sorprende la espumante furia del Pacífico estrellándose en las costas, ni los quietos lagos del sur y sus sonoras cascadas; no veneramos como peregrinos la milenaria naturaleza de nuestro bosque nativo, los paisajes lunares del norte, los fecundos ríos araucanos, o los glaciares azules donde el tiempo se ha trizado.

Estamos hablando de los años cuarenta y cincuenta… ¡cuánto he vivido, Dios mío! Envejecer es un proceso paulatino y solapado. A

veces se me olvida el paso del tiempo, porque por dentro aún no he cumplido los treinta; pero inevitablemente mis nietos me confrontan con la dura verdad cuando me preguntan si en «mi época» había electricidad. Estos mismos nietos sostienen que hay un pueblo dentro de mi cabeza donde los personajes de mis libros viven sus historias. Cuando les cuento anécdotas de Chile creen que me refiero a ese pueblo inventado.

UN PASTEL DE MILHOJAS

¿Quiénes somos los chilenos? Me resulta difícil definirnos por escrito, pero de una sola mirada puedo distinguir a un compatriota a cincuenta metros de distancia. Además me los encuentro en todas partes. En un templo sagrado de Nepal, en la selva del Amazonas, en un carnaval de Nueva Orleans, sobre los hielos radiantes de Is–landia, donde usted quiera, allí hay algún chileno con su inconfundible manera de caminar y su acento cantadito. Aunque a lo largo de nuestro delgado país estamos separados por miles de kilómetros, somos tenazmente parecidos; compartimos el mismo idioma y costumbres similares. Las únicas excepciones son la clase alta, que desciende sin muchas distracciones de europeos, y los indígenas, aymaras y algunos quechuas en el norte, y mapuches en el sur, que luchan por mantener sus identidades en un mundo donde hay cada vez menos espacio para ellos.

Crecí con el cuento de que en Chile no hay problemas raciales. No me explico cómo nos atrevemos a repetir semejante falsedad. No hablamos de racismo, sino de «sistema de clases» (nos gustan los eufemismos), pero son prácticamente la misma cosa. No sólo hay racismo y/o clasismo, sino que están enraizados como muelas. Quien sostenga que es cosa del pasado se equivoca de medio a medio, como acabo de comprobar en mi última visita, cuando me enteré que uno de los alumnos más brillantes de la Escuela de Leyes de la Universidad de Chile fue rechazado en un destacado bufete de abogados, porque «no calzaba con el perfil corporativo». En otra palabras, era mestizo y tenía un apellido mapuche. A los clientes de la firma no les daría confianza ser representados por él; tampoco aceptarían que saliera con alguna de sus hijas. Tal como ocurre en el resto de América Latina, nuestra clase alta es relativamente blanca y mientras más se desciende en la empinada escala social, más acentuados son los rasgos indígenas. Sin embargo, a falta de otras referencias, la mayoría de los chilenos nos consideramos blancos; fue una sorpresa para mí descubrir que en Estados

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