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Исабель Альенде: MI PAÍS INVENTADO

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de traficantes de drogas defendiendo su territorio, o policías corruptos a la pesca de soborno, como en otros países latinoamericanos algo más interesantes que el nuestro. Es mucho más probable que te asalten en pleno centro de la ciudad que en un sendero despoblado en el campo.

Apenas uno sale de Santiago, el paisaje se toma bucólico: potreros bordeados de álamos, cerros y viñedos. Al visitante le recomiendo detenerse a comprar fruta y verduras en los puestos a lo largo de la carretera, o desviarse un poco y entrar en los villorrios en busca de la casa donde flamea un trapo blanco, allí se ofrecen pan amasado, miel y huevos color de oro.

Por la ruta de la costa hay playas, pueblos pintorescos y caletas con redes y botes, donde se encuentran los fabulosos tesoros de nuestra cocina: primero el congrio, rey del mar, con su chaleco de escamas enjoyadas; luego la corvina, de suculenta carne blanca, acompañada de un cortejo de cien otros peces más modestos, pero igualmente sabrosos; enseguida el coro de nuestros mariscos: centollas, ostras, choros, ostiones, abalones, langostinos, erizos y muchos otros, incluso algunos de aspecto tan sospechoso que ningún extranjero se atreve a probarlos, como el erizo o el picoroco, yodo y sal, pura esencia marina. Son tan buenos nuestros pescados, que no es necesario saber de cocina para prepararlos. Coloque un lecho de cebolla picada en una fuente de barro o Pyrex, ponga encima su flamante pez bañado en jugo de limón, con unas cuantas cucharadas de mantequilla, salpicado de sal y pimienta; métalo al horno caliente hasta que la carne se cocine, pero no demasiado, para que no se le seque; sírvalo con uno de nuestros vinos blancos bien fríos, en compañía de sus mejores amigos.

Cada año en diciembre partíamos con mi abuelo a comprar los pavos de Navidad, que los campesinos criaban para esas fechas. Puedo ver a ese viejo arrastrando su pierna coja, a las carreras en un potrero tratando de dar caza al pájaro en cuestión. Debía calcular el salto para caerle encima, aplastarlo contra el suelo y sujetarlo, mientras uno de nosotros procuraba atarle las patas con un cordel. Luego debía darle una propina al campesino para que matara al pavo lejos de la vista de los niños, que de otro modo se habrían negado a probarlo una vez guisado. Resulta muy difícil retorcer el cogote a una criatura con la cual se ha establecido una relación personal, como pudimos comprobar aquella vez que mi abuelo llevó una cabra para engordarla en el patio de la casa y asarla el día de

su cumpleaños. La cabra murió de vieja. Además resultó que no era hembra, sino macho, y apenas le salieron cuernos nos atacaba a traición.

El Santiago de mi infancia tenía pretensiones de gran ciudad, pero alma de aldea. Todo se sabía. ¿Faltó alguien a misa el domingo? La noticia circulaba de prisa y antes del miércoles el párroco tocaba la puerta del pecador para averiguar sus razones. Los hombres andaban tiesos de gomina, almidón y vanidad; las mujeres, con alfileres en el sombrero y guantes de cabritilla; la elegancia era requisito indispensable para ir al centro o al cine, que todavía se llamaba «biógrafo». Pocas casas tenían refrigerador–en eso la de mi abuelo era muy moderna–y a diario pasaba un jorobado repartiendo bloques de hielo y sal gruesa para las neveras. Nuestro refrigerador, que duró cuarenta años sin ser reparado jamás, poseía un ruidoso motor de submarino que de vez en cuando estremecía la casa con ataques de tos. La cocinera sacaba con una escoba los cadáveres electrocutados de los gatitos, que se metían debajo buscando calor. En el fondo ése era un buen método profiláctico, porque en el tejado nacían docenas de gatos y sin los corrientazos del refrigerador nos habrían invadido por completo.

En nuestra casa, como en todo hogar chileno, había animales. Los perros se adquirían de diferentes maneras: se heredaban, se recibían de regalo, se encontraban por allí atropellados, pero aún vivos, o seguían al niño a la salida de la escuela y luego no había forma de echarlos. Siempre ha sido así y espero que no cambie. No conozco a ningún chileno normal que haya comprado uno; los únicos que lo hacen son unos fanáticos del Kennel Club, pero en realidad nadie los toma en serio. La mayoría de nuestros perros nacionales se llaman Negro, aunque sean de otro color, y los gatos se llaman genéricamente Micifú o Cucho; sin embargo, las mascotas de mi familia recibían tradicionalmente nombres bíblicos: Barrabás, Salomé, Caín, excepto un perro de dudoso linaje que se llamó Sarampión, porque apareció durante una epidemia de esa enfermedad. En las ciudades y pueblos de mi país corretean levas de canes sin dueño, que no constituyen jaurías hambrientas y desoladas, como las que se ven en otras partes del mundo, sino comunidades organizadas. Son animales mansos, satisfechos de su posición social, un poco somnolientos. Una vez leí un estudio cuyo autor sostenía que, si todas las razas existentes de perros se mezclaran libremente, en pocas generaciones habría un solo un tipo: un animal fuerte y astuto, de tamaño mediano, pelo corto y duro, hocico en punta y cola voluntariosa, es decir, el típico quiltro chileno. Supongo que llega

remos a eso.

Cuando también se fundan en una sola todas las razas humanas, el resultado será una gente más bien baja, de color indefinido, adaptable, resistente y resignada a los avatares de la existencia, como nosotros, los chilenos.

En esos tiempos el pan se iba a buscar dos veces al día a la panadería de la esquina y se traía a la casa envuelto en un paño blanco. El olor de ese pan recién salido del horno y aún tibio es uno de los recuerdos más pertinaces de la niñez. La leche era una crema espumosa que se vendía a granel. Una campanita colgada al cuello del caballo y el aroma de establo que invadía la calle anunciaban la llegada del carretón de la leche. Las empleadas se ponían en fila con sus tiestos y compraban por tazas, que el lechero medía metiendo su brazo peludo hasta la axila en los grandes tarros, siempre cubiertos de moscas. Algunas veces se compraban varios litros de más, para hacer manjar blanco–o dulce de leche-, que duraba varios meses almacenado en la penumbra fría del sótano, donde también se guardaba el vino, embotellado en casa. Comenzaban por hacer una fogata en el patio con leña y carbón. Encima se colgaba de un trípode una olla de hierro negra por el uso, donde se echaban los ingredientes, en proporción de cuatro tazas de leche por una de azúcar, se aromatizaba con dos palitos de vainilla y la cáscara de un limón, se hervía pacientemente durante horas, revolviendo de vez en cuando con una larguísima cuchara de madera. Los niños mirábamos de lejos, esperando que terminara el proceso y se enfriara el dulce, para raspar la olla. No nos permitían acercarnos y cada vez nos repetían la triste historia de aquel niño goloso que se cayó dentro de la olla y, tal como nos explicaban, «se deshizo en el dulce hirviendo y no pudieron encontrar ni los huesos». Cuando se inventó la leche pasteurizada en botellas, las amas de casa se ataviaban con sus galas de domingo para fotografiarse, como en las películas de Hollywood, junto al camión pintado de blanco que reemplazó al inmundo carretón. Hoy no sólo hay leche entera, descremada y con sabores, también se compra el manjar blanco envasado; ya nadie lo hace en casa.

En verano pasaban por el barrio humildes chiquillos con canastos de moras y sacos de membrillos para hacer dulce; también aparecía el musculoso Gervasio Lonquimay, quien estiraba los resortes metálicos de los catres y lavaba la lana de los colchones, una faena que podía durar tres o cuatro días, porque la lana se secaba al sol y luego había que escarmenarla a mano antes de volver a colocarla en los forros. De Gervasio Lonquimay se murmuraba que había es

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