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Исабель Альенде: MI PAÍS INVENTADO

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Escribo estas páginas en un altillo enclavado en un cerro empinado, vigilada por un centenar de robles torcidos, mirando la bahía de San Francisco, pero yo vengo de otra parte. La nostalgia es mi vicio. Nostalgia es un sentimiento melancólico y un poco cursi, como la ternura; resulta casi imposible atacar el tema sin caer en el sentimentalismo, pero voy a intentarlo. Si resbalo y caigo en la cursilería, tenga usted la certeza de que me pondré de pie unas líneas más adelante. A mi edad–soy tan antigua como la penicilina sintética–una empieza a recordar cosas que se habían borrado por medio siglo. No pensé en mi infancia ni en mi adolescencia durante décadas; en realidad tan poco me importaban aquellos períodos del remoto pasado en que al ver los álbumes de fotografías de mi madre no reconocía a nadie, excepto una perra bulldog con el nombre improbable de Pelvina López–Pun, y la única razón por la cual se me quedó grabada es porque nos parecíamos de manera notable. Existe una fotografía de ambas, cuando yo tenía pocos meses de edad, en la cual mi madre debió indicar con una flecha quién era quién. Seguramente mi mala memoria se debe a que esos tiempos no fueron particularmente dichosos, pero supongo que así le sucede a la mayor parte de los mortales. La infancia feliz es un mito; para comprenderlo basta echar una mirada a los cuentos infantiles, en los cuales el lobo se come a la abuelita, luego viene un leñador y abre al pobre animal de arriba abajo con su cuchillo, extrae a la vieja viva y entera, rellena la barriga con piedras y enseguida cose la piel con hilo y aguja, induciendo tal sed en el lobo, que éste sale corriendo a tomar agua al río, donde se ahoga con el peso de las piedras. ¿Por qué no lo eliminó de manera más simple y humana?, pienso yo. Seguramente porque nada es simple ni humano en la niñez. En esos tiempos no existía el término «abuso infantil», se suponía que la mejor forma de criar chiquillos era con la correa en una mano y la cruz en la otra, tal como se daba por sentado el de

recho del hombre a sacudir a su mujer si la sopa llegaba fría a su mesa. Antes de que los psicólogos y las autoridades intervinieran en el asunto, nadie dudaba de los efectos benéficos de una buena paliza. No me pegaban como a mis hermanos, pero igual vivía con miedo, como todos los demás niños a mi alrededor. En mi caso la infelicidad natural de la infancia se agravaba por un montón de complejos tan enmarañados, que ya no puedo ni siquiera enumerarlos, pero por suerte no me dejaron heridas que el tiempo no haya curado. Una vez oí decir a una famosa escritora afroamericana que desde niña se había sentido extraña en su familia y en su pueblo; agregó que eso experimentan casi todos los escritores, aunque no se muevan nunca de su ciudad natal. Es condición inherente a este trabajo, aseguró; sin el desasosiego de sentirse diferente no habría necesidad de escribir. La escritura, al fin y al cabo, es un intento de comprender las circunstancias propias y aclarar la confusión de la existencia, inquietudes que no atormentan a la gente normal, sólo a los inconformistas crónicos, muchos de los cuales terminan convertidos en escritores después de haber fracasado en otros oficios. Esta teoría me quitó un peso de encima: no soy un monstruo, hay otros como yo.

Nunca calcé en parte alguna, ni en la familia, la clase social o la religión que me tocaron en suerte; no pertenecí a las pandillas que andaban en bicicleta por la calle; los primos no me incluían en sus juegos; era la chiquilla menos popular del colegio y después fui por mucho tiempo la que menos bailaba en las fiestas, más por tímida que por fea, prefiero suponer. Me encerraba en el orgullo, fingiendo que no me importaba, pero habría vendido el alma al diablo por ser del grupo, en caso que Satanás se hubiera presentado con tan atractiva propuesta. La raíz de mi problema siempre ha sido la misma: incapacidad para aceptar lo que a otros les parece natural y una tendencia irresistible a emitir opiniones que nadie desea oír, lo cual ha espantado a más de algún potencial pretendiente. (No deseo presumir, nunca fueron muchos.) Más tarde, durante mis años de periodista, la curiosidad y el atrevimiento tuvieron algunas ventajas. Por primera vez entonces fui parte de una comunidad, tenía patente de corso para hacer preguntas indiscretas y divulgar mis ideas, pero eso terminó bruscamente con el golpe militar de 1973, que desencadenó fuerzas incontrolables. De la noche a la mañana me convertí en extranjera en mi propia tierra, hasta que finalmente debí partir, porque no podía vivir y criar a mis hijos en un país donde imperaba el temor y donde no había lugar para disidentes como yo. En ese tiempo la curiosidad y el atrevimiento estaban prohibi

dos por decreto. Fuera de Chile aguardé durante años que se reinstaurara la democracia para retomar, pero cuando eso sucedió no lo hice, porque estaba casada con un norteamericano, viviendo cerca de San Francisco. No he vuelto a residir en Chile, donde en realidad he pasado menos de la mitad de mi vida, aunque lo visito con frecuencia; pero para responder a la pregunta de aquel desconocido sobre la nostalgia, debo referirme casi exclusivamente a mis años allí. Y para hacerlo debo mencionar a mi familia, porque patria y tribu se confunden en mi mente.

PAÍS DE ESENCIAS LONGITUDINALES

Empecemos por el principio, por Chile, esa tierra remota que pocos pueden ubicar en el mapa porque es lo más lejos que se puede ir sin caerse del planeta. «¿Por qué no vendemos Chile y compramos algo más cerca de París…?», preguntaba uno de nuestros escritores. Nadie pasa casualmente por esos lados, por muy perdido que ande, aunque muchos visitantes deciden quedarse para siempre, enamorados de la tierra y la gente. Es el fin de todos los caminos, una lanza al sur del sur de América, cuatro mil trescientos kilómetros de cerros, valles, lagos y mar. Así la describe Neruda en su ardiente poesía:

Noche, nieve y arena hacen la forma

de mi delgada patria,

todo el silencio está en su larga línea,

toda la espuma sale de su barba marina,

todo el carbón la llena

de misteriosos besos.

Este esbelto territorio es como una isla, separada del resto del continente al norte por el desierto de Atacama, el más seco del mundo, según les gusta decir a sus habitantes, aunque debe ser falso, porque en primavera una parte de ese cascote lunar suele arroparse con un manto de flores, como una prodigiosa pintura de Monet; al este por la cordillera de los Andes, formidable macizo de roca y nieves eternas; al oeste por las abruptas costas del océano Pacífico; abajo por la solitaria Antártida. Este país de topografía dramática y climas diversos, salpicado de caprichosos obstáculos y sacudido por los suspiros de centenares de volcanes, que existe como un milagro geológico entre las alturas de la cordillera y las profundidades del mar, está unido de punta a rabo por el empecinado senti

miento de nación de sus habitantes.

Los chilenos seguimos conectados a la tierra, como los campesinos que antes fuimos. La mayoría de nosotros sueña con tener un pedazo de tierra, aunque sea para plantar cuatro apolilladas lechugas. El diario más importante, El Mercurio, publica un suplemento semanal de agricultura que informa a la población en general sobre el último bicho insignificante que ha aparecido en las papas, o la producción de leche que se obtiene con determinado forraje. Los lectores, que viven en el asfalto y el cemento, lo leen apasionadamente, aunque jamás hayan visto a una vaca viva.

A grandes rasgos se puede decir que cuatro climas muy distintos existen a lo largo de este mi espigado Chile. El país está dividido en provincias de nombres hermosos, a los cuales los militares, que posiblemente tenían cierta dificultad en memorizarlos, agregaron un número. Me niego a usarlos, porque no es posible que una nación de poetas tenga el mapa salpicado de números, como un delirio aritmético. Hablemos de las cuatro grandes regiones, empezando por el norte grande, inhóspito y rudo, vigilado por altas montañas, que ocupa una cuarta parte del territorio y esconde en sus entrañas un tesoro inagotable de minerales.

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