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Исабель Альенде: MI PAÍS INVENTADO

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Fui al norte en la infancia y no lo he olvidado, a pesar de que ha transcurrido medio siglo desde entonces. Más tarde en mi vida me tocó atravesar un par de veces el desierto de Atacama y, aunque siempre la experiencia es extraordinaria, los recuerdos más persistentes son los de esa primera vez. En mi memoria, Antofagasta, que en lengua quechua quiere decir «pueblo del salar grande», no es la ciudad moderna de hoy, sino un puerto anticuado y pobretón, con olor a yodo, salpicado de botes pesqueros, gaviotas y pelícanos. Antofagasta surgió en el siglo XIX como un espejismo en el desierto, gracias a la industria del salitre, que fue uno de los principales productos de exportación del país durante varias décadas. Más tarde, cuando se inventó el nitrato sintético, el puerto no perdió su importancia, porque ahora exporta cobre, pero las compañías salitreras fueron cerrándose una a una y la pampa quedó sembrada de pueblos fantasmas. Aquellas dos palabras, «pueblo fantasma», echaron a volar mi imaginación en aquel primer viaje. Recuerdo que mi familia y yo subimos, cargados de bultos, a un tren que iba a paso de tortuga por el inclemente desierto de Ata–cama hacia Bolivia. Sol, piedras calcinadas, kilómetros y kilómetros de espectral soledad, de vez en cuando un cementerio abandonado, unos edificios en ruinas de adobe o de madera. Hacía un calor seco al que ni las moscas sobrevivían. La sed era inextinguible; tomá

bamos agua por galones, chupábamos naranjas y nos defendíamos a duras penas del polvo, que se introducía por cada resquicio. Se nos partían los labios hasta sangrar, nos dolían los oídos, estábamos deshidratados. Por la noche caía un frío duro como cristal, mientras la luna alumbraba el paisaje con un resplandor azul. Muchos años más tarde visité Chuquicamata, la mayor mina de cobre a tajo abierto del mundo, un inmenso anfiteatro donde millares de hombres del color de la tierra, como hormigas, arrancan el mineral de las piedras. El tren ascendió a más de cuatro mil metros de altura y la temperatura descendió hasta el punto que el agua se helaba en los vasos. Pasamos por el salar de Uyuni, un blanco mar donde reina un silencio puro y no vuelan pájaros, y otros salares donde vimos elegantes flamencos. Parecían brochazos de pintura entre los cristales formados, como piedras preciosas, en la sal. El llamado norte chico, que algunos no consideran propiamente una región, divide el norte seco de la fértil zona central. Aquí está el valle de Elqui, uno de los centros espirituales de la Tierra que, según dicen, es mágico. Las fuerzas misteriosas de Elqui atraen peregrinos que acuden a conectarse con la energía cósmica del universo y muchos se quedan a vivir en comunidades esotéricas. Meditación, religiones orientales, gurús de diversos pelajes, de todo hay en Elqui; es como un rincón de California. Allí también se hace nuestro pisco, un licor de uva de moscatel, translúcido, virtuoso y sereno como la fuerza angélica que emana de esa tierra. Es la materia prima del pisco sour, nuestra dulce y traicionera bebida nacional, que se toma con confianza, pero al segundo vaso suelta una patada capaz de voltear al más valiente. El nombre de este licor se lo usurpamos sin contemplaciones a la ciudad de Pisco, en Perú. Si cualquier vino con burbujas suele llamarse champaña, aunque el auténtico sólo sea de Champagne, en Francia, supongo que también nuestro pisco puede apropiarse de un nombre ajeno. En el norte chico se construyó La Silla, uno de los observatorios astronómicos más importantes del mundo, porque el aire es tan límpido, que ninguna estrella–ni muerta ni por nacer–escapa al ojo del gigantesco telescopio. A propósito de esto, me contó alguien que ha trabajado allí por tres décadas que los más célebres astrónomos del mundo esperan durante años su turno para escudriñar el universo. Le comenté que debía ser estupendo trabajar con científicos que tienen los ojos siempre puestos en el infinito y viven despegados de las miserias terrenales; pero me informó que es todo lo contrario: los astrónomos son tan mezquinos como los poetas. Dice que pelean por la mermelada del desayuno. La condición humana es sor

prendente.

El valle central es la zona más próspera del país, tierra de uva y manzanas, donde se aglomeran las industrias y un tercio de la población, que vive en la capital. Santiago fue fundado en este lugar por Pedro de Valdivia en 1541, porque después de caminar durante meses por las sequedades del norte, le pareció que había alcanzado el jardín del Edén. En Chile todo está centralizado en la capital, a pesar de los esfuerzos de diversos gobiernos, que durante medio siglo han tratado de dar poder a las provincias. Parece que lo que no sucede en Santiago no tenga importancia, aunque la vida en el resto del país es mil veces más agradable y tranquila. La zona sur empieza en Puerto Montt, a cuarenta grados de latitud sur, una región encantada de bosques, lagos, ríos y volcanes. Lluvia y más lluvia alimenta la enmarañada vegetación de la selva fría, donde crecen nuestros árboles nativos, de mil años de antigüedad y hoy amenazados por la industria maderera. Hacia el sur el viajero recorre pampas azotadas por vientos inclementes; luego el país se desgrana en un rosario de islas despobladas y brumas lechosas, un laberinto de fiordos, islotes, canales, agua por todas partes. La última ciudad continental es Punta Arenas, mordida por todos los vientos, áspera y orgullosa, de cara a los páramos y los ventisqueros.

Chile posee un trozo del ignoto continente antártico, un mundo de hielo y soledad, de infinita blancura, donde nacen las fábulas y perecen los hombres; en el polo sur hemos plantado nuestra bandera. Por mucho tiempo nadie le atribuyó valor a la Antártida, pero ahora sabemos cuántas riquezas minerales esconde, además de ser un paraíso de fauna marina, así es que no hay país que no le haya puesto el ojo encima. Un crucero permite visitarla con relativa comodidad en verano, pero cuesta caro y por el momento sólo hacen el viaje los turistas ricos y los ecólogos pobres, pero determinados. En 1888 nos adjudicamos la misteriosa Isla de Pascua, «el ombligo del mundo», o Rapanui, como se llama en el idioma pascuence. Está perdida en la inmensidad del océano Pacífico, a dos mil quinientas millas de distancia del Chile continental, más o menos a seis horas en avión desde Valparaíso o Tahití. No estoy segura de por qué nos pertenece. En esos tiempos bastaba que un capitán de barco plantara una bandera para apoderarse legalmente de una tajada del planeta, aunque sus habitantes, en este caso de apacible raza polinésica, no estuvieran de acuerdo. Así lo hacían las naciones europeas; Chile no podía quedarse atrás.

Para los pascuences el contacto con Sudamérica fue fatal. A mediados del siglo XIX la mayor parte de la población masculina fue llevada al Perú a trabajar como esclavos en las guaneras, mientras Chile se encogía de hombros ante la suerte de aquellos olvidados ciudadanos. Fue tal el maltrato que recibió esa pobre gente, que en Europa se levantó una protesta internacional y, después de una larga lucha diplomática, los últimos quince sobrevivientes fueron devueltos a sus familias. Iban infectados de viruela y en poco tiempo la enfermedad exterminó al ochenta por ciento de los pascuences que quedaban en la isla.

El destino de los demás no fue mucho mejor. Las ovejas se comieron la vegetación, convirtiendo el terreno en un pelado cascote de lava, y la desidia de las autoridades–en este caso, la marina chilena–sumió a los habitantes en la miseria. En las últimas dos décadas el turismo y el interés del mundo científico han rescatado a Ra–panui.

Diseminados por la isla, hay monumentales estatuas de piedra volcánica, algunas de más de veinte toneladas de peso. Estos moais han intrigado a los expertos por siglos. Tallarlos en las laderas de los volcanes y luego arrastrarlos por un terreno irregular, erguirlos en una plataforma a menudo inaccesible y colocarles encima un sombrero de piedra roja, fue tarea de titanes. ¿Cómo lo hicieron? No hay rastros de una civilización avanzada que expliquen semejante proeza.

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