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Исабель Альенде: MI PAÍS INVENTADO

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tado preso por degollar a un rival, rumor que le otorgaba un aura de indudable prestigio. Las empleadas le ofrecían horchata para la sed y toallas para el sudor.

Un organillero, siempre el mismo, recorría las calles, hasta que uno de mis tíos le compró el organillo y salió tocando la musiquita y repartiendo papelillos de la buena suerte con un loro patético, ante el horror de mi abuelo y del resto de la familia. Entiendo que mi tío pretendía seducir así a una prima, pero el plan no dio el resultado esperado: la muchacha se casó a las carreras y escapó lo más lejos posible. Finalmente mi tío regaló el instrumento musical y el loro quedó en la casa. Tenía mal genio, y al primer descuido podía arrancar un dedo de un picotazo a quien se aproximara, pero a mi abuelo le hacía gracia porque maldecía como un corsario. Aquel pajarraco vivió veinte años con él y quién sabe cuántos más había vivido antes; era un Matusalén emplumado. También pasaban las gitanas por el barrio, embaucando a los incautos con su castellano enrevesado y esos ojos irresistibles que habían visto tanto mundo, siempre de a dos o tres, con media docena de criaturas moquillen–tas colgadas de sus faldas. Les teníamos terror, porque decían que robaban niños pequeños, los encerraban en jaulas para que crecieran deformes y luego los vendían como fenómenos a los circos. Echaban mal de ojo si se les negaba una limosna. Se les atribuían mágicos poderes: podían hacer desaparecer joyas sin tocarlas y desatar epidemias de piojos, verrugas, calvicie y dientes podridos. Así y todo, no resistíamos la tentación de que nos leyeran el destino en la palma de las manos. A mí siempre me decían lo mismo: un hombre moreno de bigotes me llevaría muy lejos. Como no recuerdo a ningún enamorado con esas características, supongo que se referían a mi padrastro, quien tenía bigote de foca y me llevó por muchos países en sus peregrinajes de diplomático.

UNA ANTIGUA CASA ENCANTADA

Mi primer recuerdo de Chile es una casa que no conocí. Ella fue la protagonista de mi primera novela, La casa de los espíritus, donde aparece como la mansión que alberga a la estirpe de los Trueba. Esa familia ficticia se parece en forma alarmante a la de mi madre; yo no podría haber inventado personajes como aquéllos. Además no era necesario, con una familia como la mía no se requiere imaginación. La idea de la «gran casa de la esquina», que figura en el libro, surgió de la antigua residencia de la calle Cueto, donde nació mi madre, tantas veces evocada por mi abuelo, que me parece

haber vivido en ella. Ya no quedan casas así en Santiago, han sido devoradas por el progreso y el crecimiento demográfico, pero todavía existen en las provincias. Puedo verla: vasta y somnolienta, decrépita por el uso y el abuso, de techos altos y ventanas angostas, con tres patios, el primero de naranjos y jazmines, donde cantaba una fuente; el segundo con un huerto enmalezado y el tercero, un desorden de artesas de lavado, perreras, gallineros e insalubres cuartos de empleadas, como celdas de una mazmorra. Para ir al baño por la noche había que salir de excursión con una lámpara, desafiando las corrientes de aire y las arañas, haciendo oídos sordos al crujir de las maderas y las carreras de los ratones. La casona, con entrada por dos calles, era de un piso con mansarda y albergaba una tribu de bisabuelos, tías solteronas, primos, criadas, parientes pobres y huéspedes que se instalaban para siempre sin que nadie se atreviera a echarlos, porque en Chile los «allegados» están protegidos por un sagrado código de hospitalidad. Había también uno que otro fantasma de dudosa autenticidad, de los que no faltan en mi familia. Hay quienes aseguran que las ánimas penaban entre esas paredes, pero uno de mis viejos parientes me confesó que de niño se disfrazaba con un vetusto uniforme militar para asustar a la tía Cupertina. La pobre solterona nunca dudó que aquel visitante noctámbulo fuera el espíritu de don José Miguel Carrera, uno de los padres de la patria, quien acudía a pedirle plata para decir misas por la salvación de su aguerrida alma.

Mis tíos maternos, los Barros, fueron doce hermanos bastante excéntricos, pero ninguno loco de atar. Al casarse algunos se quedaban con sus cónyuges y sus hijos en la casa de la calle Cueto. Así lo hizo mi abuela Isabel, casada con mi abuelo Agustín. La pareja no sólo vivió en aquel gallinero de estrafalarios parientes, sino que a la muerte de los bisabuelos compró la casa y allí criaron a sus cuatro hijos durante varios años. Mi abuelo la modernizó, pero su mujer sufría de asma por la humedad de los cuartos; además el vecindario se llenó de pobres y la «gente bien» empezó a emigrar en masa hacia el este de la ciudad. Doblegado por la presión social, construyó una casa moderna en el barrio de Providencia, que entonces quedaba extramuros, pero se suponía que iba a prosperar. El hombre tenía buen ojo, porque a los pocos años Providencia se convirtió en la zona residencial más elegante de la capital, aunque dejó de serlo hace mucho, cuando la clase media empezó a trepar por las laderas de los cerros y los ricos de verdad se fueron cordillera arriba, donde anidan los cóndores. En la actualidad Providencia es un

caos de tráfico, comercio, oficinas y restaurantes, donde sólo viven los más ancianos en antiguos edificios de apartamentos, pero entonces lindaba con los campos donde las familias pudientes tenían chacras de veraneo, donde el aire era límpido y la existencia, bucólica. De esta casa hablaré un poco más adelante; por el momento volvamos a mi familia.

Chile es un país moderno de quince millones de habitantes, pero con resabios de mentalidad tribal. Esto no ha cambiado mucho, a pesar de la explosión demográfica, sobre todo en las provincias, donde cada familia sigue encerrada en su círculo, grande o pequeño. Estamos divididos en clanes, que comparten un interés o una ideología. Sus miembros se parecen, se visten de manera similar, piensan y actúan como clones y, por supuesto, se protegen unos a otros, excluyendo a los demás. Por ejemplo, el clan de los agricultores (me refiero a los dueños de tierra, no a los humildes campesinos), los médicos, los políticos (no importa cuál sea su partido), los empresarios, los militares, los camioneros y, en fin, todos los demás. Por encima de los clanes está la familia, inviolable y sagrada, nadie escapa a sus deberes con ella. Por ejemplo, el tío Ramón suele llamarme por teléfono a California, donde vivo, para comunicarme que murió un tío en tercer grado, a quien no conocí, y dejó a una hija en mala situación. La joven quiere estudiar enfermería, pero no tiene medios para hacerlo. Al tío Ramón, como el miembro de más edad del clan, le corresponde ponerse en contacto con cualquiera que tenga lazos de sangre con el difunto, desde los parientes cercanos hasta los más remotos, para financiar los estudios de la futura enfermera. Negarse sería un acto vil, que sería recordado por varias generaciones. Dada la importancia que para nosotros tiene la familia, he escogido a la mía como hilo conductor para este libro, de modo que si me explayo en algunos de sus miembros es seguramente porque hay una razón, aunque a veces ésta sea sólo mi deseo de no perder esos lazos de sangre que me unen también a mi tierra. Mis parientes servirán para ilustrar ciertos vicios y virtudes del carácter de los chilenos. Como método científico puede ser objetable, pero desde el punto de vista literario tiene algunas ventajas.

Mi abuelo, quien provenía de una familia pequeña y arruinada por la muerte prematura del padre, se enamoró de una muchacha con fama de bella, llamada Rosa Barros, pero la chica murió misteriosamente antes de la boda. Quedan de ella sólo un par de fotografí

as color sepia, desteñidas por la bruma del tiempo, en las cuales apenas se distinguen sus rasgos. Años después mi abuelo se casó con Isabel, hermana menor de Rosa. En esos tiempos todo el mundo dentro de una clase social se conocía en Santiago, de manera que los matrimonios, aunque no eran arreglados como en la India, siempre eran asuntos de familia. A mi abuelo le pareció lógico que si había sido aceptado entre los Barros como novio de una de las hijas, no había razón para que no lo fuera de otra. En su juventud mi abuelo Agustín era delgado, de nariz aguileña, vestido de negro con un traje arreglado de su difunto padre, solemne y orgulloso. Pertenecía a una antigua familia de origen castellano–vasco, pero a diferencia de sus parientes, era pobre. Sus parientes no daban que hablar, excepto el tío Jorge, buen mozo y elegante como un príncipe, con un futuro brillante a sus pies, codiciado por varias de las señoritas en edad de casarse, quien tuvo la debilidad de enamorarse de una mujer «de medio pelo», como llaman en Chile a la esforzada clase media baja. En otro país tal vez habrían podido amarse sin tragedia, pero en el ambiente en que les tocó vivir estaban condenados al ostracismo. Ella adoró al tío Jorge durante cincuenta años, pero usaba una estola de zorros apolillados, se pintaba el cabello color zanahoria, fumaba con desenfado y tomaba cerveza directo de la botella, razones sobradas para que mi bisabuela Ester le declarara la guerra y prohibiera a su hijo mencionarla en su presencia. Él obedeció calladamente, pero al día siguiente de la muerte de su madre, se casó con su amada, quien para entonces era una mujer madura y enferma de los pulmones, aunque siempre encantadora. Se amaron en la miseria sin que nada pudiera separarlos: dos días después de que él se despachara de un ataque al corazón, a ella la encontraron muerta en la cama, envuelta en la vieja bata de su marido.

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