Исабель Альенде - MI PAÍS INVENTADO
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mano, letra por letra.
— ¿Por qué maldito? — pregunté también a gritos.
— Porque doce años antes mi padre inventó la misma máquina y la
puso a funcionar en su patio, pero a nadie le importó un bledo–replicó.
El tipógrafo nunca regresó a España, se quedó manejando la máquina de palabras, se casó, le cayeron hijos del cielo, aprendió a comer verduras y adoptó varias generaciones de perros callejeros. Me dejó para siempre el recuerdo de la linotipia y el gusto por el olor de tinta y papel.
En la sociedad donde nací, allá por los años cuarenta, existían fronteras infranqueables entre las clases sociales. Esas fronteras hoy son más sutiles, pero allí están, eternas como la gran muralla de China. Ascender en la escala social antes era imposible, bajar era más frecuente, a veces bastaba cambiarse de barrio o casarse mal, como se decía no de quien lo hacía con un villano o una desalmada, sino por debajo de su clase. El dinero pesaba poco. Tal como no se descendía de clase por empobrecerse, tampoco se subía por amasar una fortuna, como pudieron comprobar árabes y judíos que, por mucho que se enriquecieran, no eran aceptados en los círculos exclusivos de la «gente bien». Con este término se designaban a sí mismos quienes se encontraban en la parte superior de la pirámide social (dando por sentado, supongo, que los demás eran «gente mala»).
Los extranjeros rara vez se dan cuenta de cómo funciona este chocante sistema de clases, porque en todos los medios el trato es amable y familiar. El peor epíteto contra los militares que se tomaron el gobierno en los años setenta era «rotos alzados». Opinaban mis tías que no había nada más kitsch que ser pinochetista; no lo decían como crítica a la dictadura, con la cual estaban plenamente de acuerdo, sino por clasismo. Ahora pocos se atreven a emplear la palabra «roto» en público, porque cae pésimo, pero la mayoría la tiene en la punta de la lengua. Nuestra sociedad es como un pastel milhojas, cada ser humano en su lugar y su clase, marcado por su nacimiento. La gente se presentaba–y todavía es así en la clase alta–con sus dos apellidos, para establecer su identidad y procedencia.
Los chilenos tenemos el ojo bien entrenado para determinar la clase a la cual pertenece una persona por el aspecto físico, el color de la piel, los manerismos y, especialmente, por la forma de hablar. En otros países el acento varía de un lugar a otro, en Chile cambia se
gún el estrato social. Normalmente también podemos adivinar de inmediato la subclase; subclases hay como treinta, según los distintos niveles de chabacanería, arribismo, cursilería, plata recién adquirida, etc. Se sabe, por ejemplo, dónde pertenece una persona según el balneario donde veranea.
El proceso de clasificación automática que ponemos en práctica los chilenos al conocernos tiene un nombre: «ubicarse» y equivale a lo que hacen los perros cuando se huelen el trasero mutuamente. Desde 1973, año del golpe militar que cambió muchas cosas en el país, el «ubicarse» se complicó un poco, porque también hay que adivinar en los primeros tres minutos de conversación si el interlocutor estuvo a favor o en contra de la dictadura. En la actualidad muy pocos se confiesan a favor, pero de todos modos conviene averiguar cuál es la posición política de cada quien antes de emitir alguna opinión contundente. Lo mismo ocurre entre los chilenos que viven en el extranjero, donde la pregunta de rigor es cuándo salió del país; si fue antes de 1973 quiere decir que es de derecha y escapó del socialismo de Salvador Allende; si salió entre 1973 y 1978 seguro es refugiado político; pero después de esa fecha puede ser «exiliado económico», como se califican a los que emigraron en busca de oportunidades de trabajo. Sin embargo, es más difícil determinarlo entre los que se quedaron en Chile, en parte porque se acostumbraron a callar sus opiniones.
SIRENAS MIRANDO AL MAR
Al compatriota que regresa nadie le pregunta dónde estuvo ni qué vio; al extranjero que llega de visita le informamos de inmediato que nuestras mujeres son las más bellas del mundo, nuestra bandera ganó un misterioso concurso internacional y nuestro clima es idílico. Juzgue usted: la bandera es casi igual a la de Texas y lo más notable de nuestro clima es que mientras hay sequía en el norte, seguro que hay inundaciones en el sur. Y cuando digo inundaciones, me refiero a diluvios bíblicos que dejan un saldo de centenares de muertos, millares de damnificados y la economía en ruina, pero sirven para reactivar el mecanismo de la solidaridad, que suele atascarse en tiempos normales.
A los chilenos nos encanta el estado de emergencia. En Santiago la temperatura es peor que en Madrid, en verano nos morimos de calor y en invierno de frío, pero nadie tiene aire acondicionado o una calefacción decente, porque no pueden pagarlos y además seria admitir que el clima no es tan bueno como dicen. Cuando el aire se
pone demasiado agradable, es signo seguro de que va a temblar. Contamos más de seiscientos volcanes, algunos donde todavía se mantiene tibia la lava de antiguas erupciones; otros de poéticos nombres mapuches: Pirepillán, el demonio de las nieves; Petrohué, lugar de brumas. De vez en cuando estos gigantes dormidos se sacuden en sueños con un largo bramido, entonces el mundo parece como si se fuera a acabar. Dicen los expertos en terremotos que tarde o temprano Chile desaparecerá sepultado en lava o arrastrado al fondo del mar por una ola de esas que suelen levantarse furiosas en el Pacífico, pero espero que esto no desaliente a los turistas potenciales, porque la posibilidad de que ocurra justamente durante su visita es bastante remota.
Lo de la hermosura femenina requiere comentario aparte. Es un conmovedor piropo a nivel nacional. La verdad es que nunca he oído en el extranjero que las chilenas sean tan espectaculares como mis amables compatriotas aseguran. No son mejores que las venezolanas, que ganan todos los concursos internacionales de belleza, o las brasileras, que pavonean sus curvas de mulata en las playas, por mencionar sólo un par de nuestras rivales; pero según la mitología popular, desde tiempos inmemoriales los marineros desertan de los buques, atrapados por las sirenas de cabello largo que esperan oteando el mar en nuestras playas. Esta monumental lisonja de nuestros hombres es tan halagadora, que por ella las mujeres estamos dispuestas a perdonarles muchas cosas. ¿Cómo negarles algo si nos hallan lindas? Si algo de verdad hay en esto, tal vez la atracción consiste en una mezcla de fortaleza y coquetería que pocos hombres pueden resistir, según dicen, aunque no ha sido en absoluto mi caso. Me cuentan los amigos que el juego amoroso de miradas, de subentendidos, de dar rienda y luego aplicar los frenos, es lo que los enamora, pero supongo que eso no se inventó en Chile, lo importamos de Andalucía.
Trabajé por varios años en una revista femenina por donde pasaron las modelos más solicitadas y las candidatas al concurso de Miss Chile. Las modelos eran por lo general tan anoréxicas, que permanecían la mayor parte del tiempo inmóviles y con la vista fija, como tortugas, lo cual resultaba muy atrayente, porque cualquier hombre que se les pusiera por delante podía imaginar que estaban embobadas mirándolo a él. Estas bellezas parecían turistas; por sus venas corría sin excepción sangre europea: eran altas, delgadas, de piel y cabello claros. Así no es la chilena típica, la que se ve por la calle, mujer mestiza, morena y más bien baja, aunque debo admitir que las nuevas generaciones han crecido. Los jóvenes de hoy me
parecen altísimos (claro que yo mido un metro cincuenta…). Casi todos los personajes femeninos de mis novelas están inspirados en las chilenas, que conozco bien, porque trabajé con ellas y para ellas durante varios años. Más que las señoritas de la clase alta, con sus piernas largas y sus melenas rubias, me impresionan las mujeres del pueblo, maduras, fuertes, trabajadoras, terrenales. En la juventud son amantes apasionadas y después son el pilar de su familia, buenas madres y buenas compañeras de hombres que a menudo no las merecen. Bajo sus alas albergan a los hijos propios y ajenos, amigos, parientes, allegados. Viven cansadas y al servicio de los demás, siempre postergándose, las últimas entre los últimos, trabajan sin tregua y envejecen prematuramente, pero no pierden la capacidad de reírse de sí mismas, el romanticismo para desear que su compañero sea otro y una llamita de rebeldía en el corazón. La mayoría tiene vocación de mártir: son las primeras en levantarse a servir a la familia y las últimas en acostarse; les enorgullece sufrir y sacrificarse. ¡Con qué gusto suspiran y lloran contándose mutuamente los abusos del marido y los hijos!
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