Исабель Альенде - MI PAÍS INVENTADO
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Las chilenas se visten con sencillez, casi siempre de pantalones, llevan el cabello suelto y usan muy poco maquillaje. En la playa o en una fiesta andan todas iguales, parecen clones. Me he puesto a hojear revistas antiguas, desde finales de los sesenta hasta hoy, y veo que en este sentido han cambiado muy poco en cuarenta años; creo que la única diferencia es el volumen del peinado. A ninguna le falta un «vestidito negro», sinónimo de elegancia, que con pocas variaciones las acompaña desde la pubertad hasta el ataúd. Una de las razones por las cuales no vivo en Chile es porque no tendría qué ponerme. Mi ropero contiene suficientes velos, plumas y brillos como para ataviar al elenco completo de El lago de los cisnes; además me he pintado el pelo de cada color al alcance de la química y jamás he salido del baño sin maquillaje en los ojos. Hacer dieta permanentemente es un símbolo de estatus entre nosotras, a pesar de que en varias encuestas los hombres entrevistados usan términos como «blandita, curvilínea, que tenga donde agarrarse», para describir cómo prefieren a las mujeres. No les creemos: lo dicen para consolarnos… Por eso nos cubrimos las protuberancias con chalecos largos o blusones almidonados, al contrario de las caribeñas, que lucen con orgullo su abundancia pectoral con escotes y la posterior forrada en spandex fluorescente. Mientras más plata tiene una mujer, menos come: la clase alta se distingue por la flacura. En todo caso, la belleza es una cuestión de actitud. Recuerdo una señora que tenía la nariz de Cyrano de Bergerac. En vista de su
poco éxito en Santiago, se fue a París y al poco tiempo salió fotografiada en ocho páginas a color en la más sofisticada revista de moda, con un turbante en la cabeza y… ¡de perfil! Desde entonces aquella dama a una nariz pegada pasó a la posteridad como símbolo de la tan cacareada belleza de la mujer chilena.
Algunos frívolos opinan que Chile es un matriarcado, engañados tal vez por la tremenda personalidad de las mujeres, que parecen llevar la voz cantante en la sociedad. Son libres y organizadas, mantienen su nombre de soltera al casarse, compiten mano a mano en el campo del trabajo y no sólo manejan sus familias, sino que con frecuencia también las mantienen. Son más interesantes que la mayoría de los hombres, pero eso no quita que vivan en un patriarcado sin atenuantes. En principio el trabajo o el intelecto de una mujer no se respeta; nosotras debemos hacer el doble de esfuerzo que cualquier hombre para obtener la mitad de reconocimiento. ¡ Ni qué decir en el campo de la literatura! Pero no vamos a hablar de eso, porque me sube la presión. Los hombres tienen el poder económico y político, que se pasan de uno a otro, como una carrera de postas, mientras las mujeres, salvo excepciones, quedan marginadas. Chile es un país machista: es tanta la testosterona flotando en el aire, que es un milagro que a las mujeres no les salgan pelos en la cara.
En México el machismo se vocifera hasta en las rancheras, pero entre nosotros es más disimulado, aunque no por eso menos perjudicial. Los sociólogos han trazado las causas hasta la conquista, pero como éste es un problema mundial, las raíces deben ser mucho más antiguas. No es justo culpar de todo a los españoles. De todos modos repetiré lo que he leído por ahí. Los indios araucanos eran polígamos y trataban a las mujeres con bastante rudeza; solían abandonarlas con los niños y partir en grupo en busca de otros terrenos de caza, donde formaban nuevas parejas y tenían más hijos, que luego también dejaban atrás. Las madres se hacían cargo de las crías como podían, costumbre que en cierta forma perdura en la psique de nuestro pueblo; las chilenas tienden a aceptar–aunque no a perdonar–el abandono del hombre, porque les parece un mal endémico, propio de la naturaleza masculina. Por su parte, la mayoría de los conquistadores españoles no trajeron a sus mujeres, sino que se aparearon con las indias, a quienes valoraban mucho menos que a un caballo. De esas uniones desiguales nacían hijas humilladas que a su vez serían violadas, e hijos que temían y admiraban al padre soldado, irascible, veleidoso, poseedor de todos los
derechos, incluso el de la vida y la muerte. Al crecer se identificaban con él, jamás con la raza vencida de la madre. Algunos conquistadores llegaron a tener treinta concubinas, sin contar las mujeres que violaban y abandonaban en pocos minutos. La Inquisición se encarnizaba contra los mapuches por sus costumbres polígamas, pero hacía la vista gorda ante los serrallos de indias cautivas que acompañaban a los españoles, porque la multiplicación de mestizos significaba súbditos para la corona española y almas para la religión cristiana. De aquellos abrazos violentos proviene nuestro pueblo y hasta el día de hoy los hombres actúan como si estuvieran sobre su caballo mirando al mundo desde arriba, mandando, conquistando. Como teoría no está mal, ¿verdad? Las chilenas son cómplices del machismo: educan a sus hijas para servir y a sus hijos para ser servidos. Mientras por una parte luchan por sus derechos y trabajan sin descanso, por otra atienden al marido y a los hijos varones, secundadas por sus hijas, a quienes les inculcan desde pequeñas sus obligaciones. Las chicas modernas se rebelan, por supuesto, pero apenas se enamoran repiten el esquema aprendido, confundiendo amor con servicio. Me entristece ver a esas muchachas espléndidas sirviendo a los novios como si éstos fueran inválidos. No sólo les ponen la comida en el plato, también se ofrecen para cortarles la carne. Me dan lástima porque yo era igual. Hace poco hubo un personaje cómico de la televisión que tuvo un gran éxito: un hombre vestido de mujer que imitaba a la esposa modelo. La pobre Elvira–así se llamaba–planchaba camisas, cocinaba platos complicadísimos, hacía las tareas de los niños, enceraba el piso a mano y, además, volaba a arreglarse antes de que llegara su hombre, para que no la hallara fea. No descansaba jamás y era culpable de todo. Incluso corría una maratón por la calle persiguiendo el autobús donde iba el marido, para entregarle el maletín que él había dejado atrás. El programa hacía reír a gritos a los hombres, pero las mujeres se molestaban tanto, que al final lo suprimieron: no les gustaba verse retratadas con tal fidelidad por la inefable Elvira.
Mi marido americano, que corre con la mitad de las labores domésticas en nuestra casa, se escandaliza con el machismo chileno. Cuando un hombre lava el plato que ha usado para comer, considera que «está ayudando» a su mujer o su madre, y espera ser celebrado por ello. Entre nuestras amistades chilenas siempre hay una mujer que lleva el desayuno en bandeja a la cama a los muchachos adolescentes, les lava la ropa y les tiende la cama. Si no hay una «nana», lo hace la madre o la hermana, cosa que jamás ocurriría
en Estados Unidos. A Willie también le espanta la institución de la empleada doméstica. Prefiero no contarle que en décadas anteriores los deberes de estas mujeres solían ser bastante íntimos, aunque de eso jamás se hablaba: las madres hacían la vista ciega, mientras los padres se ufanaban de las proezas del joven en la pieza de servicio. Es «hijo de tigre», decían, recordando sus propias experiencias. La idea general era que, al desahogarse con la criada, el muchacho no se propasaba con alguna niña de su medio social y, en todo caso, estaba más seguro con ella que con una prostituta. En los campos existía una versión criolla del «derecho de pernada», que en tiempos feudales permitía al señor violar a las novias antes de su primera noche de casadas. Entre nosotros la cosa no era tan organizada: el patrón se acostaba con quien y cuando le daba la gana. Así sembraron sus tierras de bastardos; existen regiones donde prácticamente todo el mundo lleva el mismo apellido. (Uno de mis antepasados rezaba de rodillas después de cada violación: «Señor, no fornico por gusto o por vicio, sino por dar hijos a tu servicio…».) Hoy las «nanas» se han emancipado tanto, que las pa–tronas prefieren contratar inmigrantes ilegales del Perú, a quienes todavía pueden maltratar como antes hacían con las chilenas. En materia de educación y salud, las mujeres están a la par o por encima de los hombres, pero no así en lo que se refiere a oportunidades y poder político. Lo normal en el campo laboral es que ellas hagan el trabajo pesado y ellos manden. Pocas ocupan los puestos más altos del Gobierno, la industria, la empresa privada o la pública: topan con una lápida que les impide alcanzar la cima. Cuando alguna alcanza un nivel alto, digamos ministra en el Gobierno o gerente de un banco, es motivo de asombro y admiración. En los últimos diez años, sin embargo, la opinión pública tiene una percepción positiva de las mujeres como líderes políticos, las ve como una alternativa viable, porque han demostrado ser más honestas, eficientes y trabajadores que los hombres. ¡Vaya descubrimiento! Cuando ellas se organizan logran ejercer gran influencia, pero parecen no tener conciencia de su propia fuerza. Se dio el caso, durante el gobierno de Salvador Allende, que las mujeres de la derecha salieron a golpear cacerolas protestando por el desabastecimiento y a lanzar plumas de gallina en la Escuela Militar, llamando a los soldados a la subversión. Así contribuyeron a provocar el golpe militar. Años después, otras mujeres fueron las primeras en salir a la calle para denunciar la represión de los militares, enfrentando chorros de agua, palos y balas. Formaron un grupo poderoso llamado Mujeres por la Vida, que desempeñó un papel fundamental en el derroca
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