Исабель Альенде - MI PAÍS INVENTADO
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Esa buena mujer sostenía que todos poseemos poderes psíquicos, pero como no los practicamos, se atrofian–como los músculos–y finalmente desaparecen. Debo aclarar que sus experimentos parap–sicológicos nunca fueron una actividad macabra, nada de piezas oscuras, candelabros mortuorios ni música de órgano, como en Tran–silvania. La telepatía, la capacidad de mover objetos sin tocarlos, la clarividencia o la comunicación con las almas del Más Allá sucedían a cualquier hora del día y del modo más casual. Por ejemplo, mi abuela no confiaba en los teléfonos, que en Chile fueron un desastre hasta que se inventó el celular, y en cambio usaba telepatía para dictar recetas de tarta de manzana a las tres hermanas Morla, sus compinches de la Hermandad Blanca, quienes vivían al otro lado de la ciudad. Nunca pudieron comprobar si el método funcionaba porque las cuatro eran pésimas cocineras. La Hermandad Blanca estaba formada por esas excéntricas señoras y mi abuelo, quien no creía en nada de eso, pero insistía en acompañar a su mujer para protegerla en caso de peligro. El hombre era escéptico por naturaleza y nunca aceptó la posibilidad de que las almas de los muertos
movieran la mesa, pero cuando su mujer sugirió que tal vez no eran ánimas, sino extraterrestres, él abrazó la idea con entusiasmo, porque le pareció una explicación más científica. Nada de extraño hay en todo esto. Medio Chile se guía por el horóscopo, por adivinas o mediante los vagos pronósticos del I Chin, y la otra mitad se cuelga cristales al cuello o estudia fengshui. En el consultorio sentimental de la televisión resuelven los problemas con las cartas del Tarot. La mayor parte de los antiguos revolucionarios de la izquierda militante ahora están dedicados a prácticas espirituales. (Entre la guerrilla y el esoterismo hay un paso dialéctico que no logro precisar.) Las sesiones de mi abuela me parecen más razonables que las mandas a los santos, las compras de indulgencias para ganar el cielo, o las peregrinaciones de las beatas locales en buses atestados de gente. Muchas veces oí decir que mi abuela movía el azucarero sin tocarlo, sólo mediante su fuerza mental. Dudo si alguna vez vi esta proeza o si, de tanto oírla, he terminado por convencerme de que es cierta. No recuerdo el azucarero, pero me parece que había una campanilla de plata con un príncipe afeminado encima, que se usaba en el comedor para llamar al servicio entre plato y plato. No sé si he soñado el episodio, si lo he inventado o si en realidad sucedió: veo la campanilla deslizándose sobre el mantel silenciosamente, como si el príncipe hubiera cobrado vida propia, dar una vuelta olímpica, ante el estupor de los comensales, y regresar junto a mi abuela, en la cabecera de la mesa. Esto me ocurre con muchos eventos y anécdotas de mi existencia, que me parece haber vivido, pero que al ponerlos por escrito y confrontarlos con la lógica, resultan algo improbables, pero el problema no me inquieta. ¿Qué importa si en realidad sucedieron o si los he imaginado? De todos modos, la vida es sueño.
No heredé los poderes psíquicos de mi abuela, pero ella me abrió la mente a los misterios del mundo. Acepto que cualquier cosa es posible. Ella sostenía que existen múltiples dimensiones de la realidad y no es prudente confiar sólo en la razón y en nuestros limitados sentidos para entender la vida; existen otras herramientas de percepción, como el instinto, la imaginación, los sueños, las emociones, la intuición. Me introdujo al realismo mágico mucho antes que el llamado boom de la literatura latinoamericana lo pusiera de moda. Esto me ha servido en mi trabajo, porque enfrento cada libro con el mismo criterio con que ella conducía sus sesiones: llamando a los espíritus con delicadeza, para que me cuenten sus vidas. Los personajes literarios, como los aparecidos de mi abuela, son seres
frágiles y asustadizos; deben ser tratados con prudencia, para que se sientan cómodos en las páginas.
Aparecidos, mesas que se mueven solas, santos milagrosos y diablos con las patas verdes en el transporte colectivo, hacen la vida y la muerte más interesantes. Las almas en pena no reconocen fronteras. Tengo un amigo en Chile que se despierta en las noches con la visita de unos africanos altos y flacos, vestidos con túnicas y armados de lanzas, que sólo él puede ver. Su mujer, que duerme a su lado, nunca ha visto a los africanos, sólo a dos señoras inglesas del siglo XIX que atraviesan las puertas. Y otra amiga mía, en cuya casa de Santiago se caían misteriosamente las lámparas y se volcaban las sillas, descubrió que la causa eran los huesos de un geógrafo danés, que desenterraron en el patio, junto a sus mapas y su libreta de notas. ¿Cómo llegó tan lejos el pobre muerto? Nunca lo sabremos, pero el hecho es que con rezarle varias novenas y decirle unas cuantas misas el infeliz geógrafo se fue. Parece que en vida era calvinista o luterano y no le gustaron los ritos papistas. Mi abuela sostenía que el espacio está lleno de presencias, los muertos y los vivos, todos mezclados. Es una idea estupenda, por eso mi marido y yo hemos construido en el norte de California una casa grande, de techos altos, vigas y arcos, que invite a los fantasmas de varias épocas y latitudes, especialmente a los del sur. En un intento de imitar la casona de mis bisabuelos, la hemos deteriorado mediante la esforzada y dispendiosa labor de atacar las puertas a martillazos, manchar los muros con pintura, oxidar los hierros con ácido y pisotear las matas del jardín. El resultado es bastante convincente; creo que más de un ánima distraída puede instalarse entre nosotros, engañada por el aspecto de la propiedad. Durante el proceso de echarle siglos encima, los vecinos observaban desde la calle con la boca abierta, sin entender para qué construimos una casa nueva si queríamos una vieja. La razón es que en California no se da el estilo colonial chileno y, en todo caso, nada es realmente antiguo. No olvidemos que antes de 1849, San Francisco no existía, en su lugar había una aldea llamada Yerba Buena, poblada por un puñado de mexicanos y mormones, donde los únicos visitantes eran traficantes de pieles. Fue la fiebre del oro la que atrajo multitudes. Una casa con la apariencia de la nuestra es una imposibilidad histórica por estos lados.
EL PAISAJE DE LA INFANCIA
Es muy difícil determinar cómo es una familia chilena típica, pero
puedo decir, sin temor a equivocarme, que la mía no lo era. Tampoco yo fui una típica señorita, de acuerdo a los cánones del medio en que me crié; escapé enjabonada, como quien dice. Describiré un poco mi juventud, a ver si en el proceso ilumino algunos aspectos de la sociedad de mi país, que en ese tiempo era bastante más intolerante que ahora, lo cual es mucho decir. La Segunda Guerra Mundial fue un cataclismo que sacudió al mundo y cambió todo, desde la geopolítica y la ciencia, hasta las costumbres, la cultura y el arte. Nuevas ideas barrieron sin contemplaciones aquellas que sostuvieron la sociedad durante los siglos anteriores, pero las innovaciones demoraban mucho en navegar por dos océanos o cruzar el muro infranqueable de la cordillera de los Andes. Todo llegaba a Chile con varios años de retraso.
Mi abuela clarividente murió súbitamente de leucemia. No luchó por vivir, se abandonó a la muerte con entusiasmo porque sentía una gran curiosidad por ver el cielo. Durante su existencia en este mundo tuvo la suerte de ser amada y protegida por su marido, quien aguantó de buen talante sus extravagancias, de otro modo tal vez hubiera terminado recluida en un asilo para orates.
He leído algunas cartas que dejó de su puño y letra, donde aparece como una mujer melancólica, con una fascinación morbosa por la muerte; sin embargo la recuerdo como un ser luminoso, irónico y pleno de gusto por la vida. Su ausencia se sintió como un viento de catástrofe, la casa entró en duelo y yo aprendí a tener miedo. Temía al diablo que se aparecía en los espejos, a los fantasmas que deambulaban por los rincones, a los ratones en el sótano, a que se muriera mi madre y yo fuera a dar a un orfelinato, a que apareciera mi padre–ese hombre cuyo nombre no se podía pronunciar–y me llevara lejos, a cometer pecados e irme al infierno, a las gitanas y los cucos con los cuales me amenazaba la niñera; en fin, la lista era interminable, existían razones de sobra para vivir aterrada. Mi abuelo, furioso al verse abandonado por el gran amor de su vida, se vistió de negro de pies a cabeza, pintó los muebles del mismo color y prohibió fiestas, música, flores y postres. Pasaba el día en la oficina, almorzaba en el centro, cenaba en el club de la Unión y los fines de semana jugaba al golf y a la pelota vasca o se iba a las montañas a esquiar. Era uno de los que iniciaron ese deporte en los tiempos en que subir a las canchas era una odisea equivalente a escalar el Everest; nunca imaginó que un día Chile sería la meca de los deportes de invierno, donde se entrenan los equipos olímpicos del mundo entero. Sólo lo veíamos un minuto por la mañana muy
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