Исабель Альенде - MI PAÍS INVENTADO
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quila dedicada a la agricultura.
Antes la ostentación era inaceptable, como he dicho, pero por desgracia eso ha cambiado, al menos entre los santiaguinos. Se han puesto tan pretenciosos, que van al automercado los domingos por la mañana, llenan el carrito con los productos más caros–caviar, champaña, filete-, se pasean un buen rato para que otros admiren sus compras, luego lo abandonan en un pasillo y salen discretamente con las manos vacías. También he oído que un buen porcentaje de los teléfonos celulares son de madera; sólo sirven para jactarse. Años atrás esto habría sido impensable; los únicos que vivían en mansiones eran los árabes nuevos ricos y nadie en su sano juicio se habría puesto un abrigo de piel, aunque hiciera un frío polar. El lado positivo de tanta modestia–falsa o auténtica–era, por supuesto, la sencillez. Nada de celebraciones de quinceañeras con cisnes teñidos de rosa, nada de bodas imperiales con tortas de cuatro pisos, nada de fiestas con orquesta para perritos falderos, como en otras capitales de nuestro exuberante continente. La sobriedad nacional fue un rasgo notable, que desapareció con el capitalismo a ultranza impuesto en las últimas dos décadas, cuando ser rico y pa–recerlo se puso de moda, pero espero que pronto volvamos a lo conocido. El carácter de los pueblos es tenaz.
Ricardo Lagos, el actual presidente de la República (principios del año 2002), vive con su familia en una casa alquilada en un barrio sin pretensiones. Cuando lo visitan dignatarios de otras naciones se quedan pasmados ante las reducidas dimensiones de la casa y el asombro aumenta al ver al dignatario preparar los tragos y a la primera dama ayudando a servir la mesa. Aunque la derecha no perdona que Lagos no sea «gente como ellos», admira su sencillez. Esta pareja es un típico exponente de la clase media de antigua cepa, formada en escuelas y universidades estatales gratuitas, laicas y humanistas. Los Lagos son chilenos criados en los valores de igualdad y justicia social, a quienes la obsesión materialista de hoy parece no haber rozado. Es de suponer que el ejemplo servirá para terminar de una vez por todas con los carritos abandonados en el automercado y los teléfonos de madera.
Se me ocurre que esa sobriedad, tan arraigada en mi familia, así como la tendencia a disimular la alegría o el bienestar, provenía de la vergüenza que sentíamos al ver la miseria que nos rodeaba. Nos parecía que tener más que otros no sólo era una injusticia divina, sino también una especie de pecado personal. Debíamos hacer penitencia y caridad para compensar. La penitencia era comer a diario
frijoles, lentejas o garbanzos y pasar frío en invierno. La caridad era una actividad familiar, que correspondía casi exclusivamente a las mujeres. Desde muy pequeñas las niñas íbamos de la mano con las madres o las tías, a repartir ropa y comida entre los pobres. Esa costumbre terminó hace como cincuenta años, pero ayudar al prójimo sigue siendo una obligación que los chilenos asumen con alegría, como corresponde en un país donde no faltan ocasiones de ejercerla. En Chile la pobreza y la solidaridad van de la mano. No hay duda que existe una tremenda disparidad entre ricos y pobres, tal como ocurre en casi toda América Latina. El pueblo chileno, por pobre que sea, está más o menos bien educado, se mantiene informado y conoce sus derechos, aunque no siempre pueda hacerlos valer. Sin embargo, la pobreza asoma su fea cabeza a cada rato, sobre todo en tiempos de crisis. Para ilustrar la generosidad nacional, nada mejor que unos párrafos de una carta de mi madre desde Chile, con ocasión de las inundaciones del invierno de 2002, que sumergieron medio país en un océano de agua sucia y barro.
«Ha llovido varios días seguidos. De repente amaina y es una lluvia finita que sigue mojándonos y justo cuando el Ministerio del Interior dice que ya viene mejor tiempo, cae otro chubasco como tempestad y le vuela el sombrero. Ha sido otra dura prueba para la población. Hemos visto la verdadera cara de la miseria en Chile, la pobreza disfrazada de clase media baja, la que más sufre, porque tiene esperanzas. Esa gente trabaja una vida entera para obtener una vivienda decente y las empresas la estafan: pintan las casas muy lindas por fuera, pero no les hacen desagües y con la lluvia no sólo se inundan, sino que empiezan a deshacerse como miga de pan. Lo único que distrae del desastre es el campeonato mundial de fútbol. Iván Zamorano, nuestro ídolo futbolístico, donó una tonelada de alimento y pasa los días en las poblaciones anegadas entreteniendo a los niños y repartiendo pelotas. No te puedes imaginar las escenas de dolor; siempre son los de menos recursos los que sufren las peores inclemencias. El futuro se ve negro, porque el temporal ha sumergido los campos de verduras bajo el agua y el viento ha volado plantaciones enteras de frutales. En Magallanes mueren las ovejas por miles, atrapadas en la nieve a merced de los lobos. Por supuesto, la solidaridad de los chilenos se manifiesta en todas partes. Hombres, mujeres y adolescentes con el agua hasta las rodillas y cubiertos de lodo, cuidan niños, reparten ropa, apuntalan poblaciones enteras que el agua arrastra hacia las quebradas. En la Plaza
Italia se ha instalado una enorme carpa; pasan los automóviles y sin detenerse lanzan paquetes de frazadas y alimentos a los brazos de los estudiantes que esperan. La Estación Mapocho está convertida en un enorme refugio de damnificados, con su escenario donde los artistas de Santiago, los grupos de rock y hasta la orquesta sinfónica amenizan, obligando a bailar a la gente entumida de frío, que así olvida por unos instantes su desgracia. Ésta es una lección de humildad muy grande. El presidente, acompañado por su mujer y los ministros, recorre los refugios y ofrecen consuelo. Lo mejor es que la ministra de Defensa, Michelle Bachelet, hija de un asesinado por la dictadura, sacó al ejército a trabajar por los damnificados y anda encaramada a un carro de guerra con el comandante en jefe a su lado, ayudando día y noche. ¡ En fin! Cada uno hace lo que puede. La cuestión será ver qué hacen los bancos, que son un escándalo de corrupción en este país.»
Tal como ante el éxito ajeno el chileno se irrita, igualmente es magnífico ante la desgracia; entonces pone de lado su mezquindad y se convierte de súbito en la persona más solidaria y generosa de este mundo. Hay varias maratones anuales por televisión destinadas a la caridad y todos, especialmente los más humildes, se lanzan en una verdadera competencia a ver quién da más. Ocasiones de apelar a la compasión pública no faltan en una nación permanentemente remecida por fatalidades que descalabran los cimientos de la vida, diluvios que arrastran pueblos enteros, olas descomunales que ponen barcos al medio de las plazas. Estamos hechos a la idea de que la vida es incierta, siempre aguardamos que nos caiga encima otro infortunio. Mi marido–quien mide un metro ochenta y es de rodillas poco flexibles–no podía entender por qué guardo las copas y los platos en las repisas más bajas de la cocina, donde él sólo alcanza acostado de espalda en el suelo, hasta que el terremoto de 1988 en San Francisco destruyó la vajilla de los vecinos, pero la nuestra quedó intacta.
No todo es golpearse el pecho con sentimiento de culpa y hacer caridad para compensar la injusticia económica. Nada de eso. Nuestra seriedad se compensa ampliamente con la glotonería; en Chile la existencia transcurre en torno a la mesa. La mayor parte de los empresarios que conozco están con diabetes, porque las reuniones de negocios son con desayuno, almuerzo o cena. Nadie firma un papel sin tomarse por lo menos un café con galletitas o un trago. Si bien es cierto que comíamos legumbres a diario, el menú cam
biaba los domingos. Un típico almuerzo dominical en casa de mi abuelo empezaba con contundentes empanadas, unos pasteles de carne con cebolla, capaces de provocar acidez al más sano; luego se servía cazuela, una sopa levantamuertos de carne, maíz, papa y verduras; enseguida un suculento chupe de mariscos, cuyo delicioso aroma llenaba la casa, y para terminar una colección de postres irresistibles, entre los cuales no podía faltar la tarta de manjar blanco o dulce de leche, antigua receta de la tía Cupertina, todo acompañado con litros de nuestro fatídico pisco sour, y varias botellas de buen vino tinto envejecido por años en el sótano de la casa. Al salir nos daban una cucharada de leche de magnesia. Esto se multiplicaba por cinco cuando se celebraba el cumpleaños de un adulto; los niños no merecíamos tal deferencia. Nunca oí mencionar la palabra colesterol. Mis padres, que tienen más de ochenta años, consumen noventa huevos, un litro de crema, medio kilo de mantequilla y dos de queso a la semana. Están sanos y frescos como chiquillos.
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