Исабель Альенде - MI PAÍS INVENTADO
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El amor por los reglamentos, por inoperantes que sean, encuentra sus mejores exponentes en la inmensa burocracia de nuestra sufrida patria. Esa burocracia es el paraíso del «chilenito del montón» o el hombre de gris. En ella puede vegetar a gusto, a salvo por completo de las trampas de la imaginación, perfectamente seguro en su puesto hasta el día de su jubilación, siempre que no cometa la imprudencia de tratar de cambiar las cosas, tal como asegura el sociólogo y escritor Pablo Huneeus (quien, dicho sea de paso, es uno de los pocos excéntricos chilenos que no está emparentado con mi familia). El funcionario público debe comprender desde su primer día en la oficina que cualquier amago de iniciativa será el fin de su carrera, porque no está allí para hacer mérito, sino para alcanzar dignamente su nivel de incompetencia. El propósito de mover papeles con sellos y timbres de un lado a otro no es resolver problemas, sino atascar soluciones. Si los problemas se resolvieran, la burocracia perdería poder y mucha gente honesta se quedaría sin empleo; en cambio, si empeoran, el Estado aumenta el presupuesto, contrata más gente y así disminuye el índice de cesantía y todos quedan contentos. El funcionario abusa de su pizca de poder, partiendo de la base que el público es su enemigo, sentimiento que es plenamente correspondido. Fue una sorpresa comprobar que en Estados Unidos basta tener una licencia de conducir para moverse por el país y la mayoría de los trámites se hace por correo. En Chile el
empleado de turno le exigirá al solicitante prueba de que nació, no está preso, pagó sus impuestos, se registró para votar y sigue vivo, porque aunque patalee para probar que no se ha muerto, igual debe presentar un «certificado de supervivencia». Cómo será el problema, que el gobierno ha creado una oficina para combatir la burocracia. Ahora los ciudadanos pueden reclamar por el mal trato y acusar a los funcionarios ineptos… en papel sellado con tres copias, por supuesto. Para cruzar recientemente la frontera con Argentina en un bus de turismo tuvimos que esperar una hora y media mientras nos revisaban los documentos. Atravesar el antiguo muro de Berlín era más fácil. Kafka era chileno.
Creo que esta obsesión nuestra por la legalidad es una especie de seguro contra la agresión que llevamos por dentro; sin el garrote de la ley, andaríamos a palos unos con otros. La experiencia nos ha enseñado que cuando perdemos los estribos somos capaces de cualquier barbaridad, por eso procuramos ser cautelosos, parapetándonos detrás de un fajo de papeles con sellos. Evitamos en lo posible el enfrentamiento, buscamos consenso y a la primera oportunidad que se presente sometemos la decisión a voto. Nos encanta votar. Si se juntan unos cuantos mocosos en el patio de la escuela a jugar al fútbol, lo primero que hacen es escribir un reglamento y votar por un presidente, un vocal y un tesorero. Esto no significa que seamos tolerantes, ni mucho menos: nos aferramos a nuestras ideas como maniáticos (soy un caso típico). La intolerancia se ve en todas partes, en la religión, la política, la cultura. Cualquiera que se atreva a disentir es apabullado con insultos o con el ridículo, en caso que no se pueda hacer callar con métodos más drásticos. En las costumbres somos conservadores y tradicionales, preferimos lo malo conocido que lo bueno por conocer, pero en todo lo demás andamos siempre a la caza de las novedades. Consideramos que todo lo proveniente del extranjero es naturalmente mejor que lo nuestro y debemos probarlo, desde la última perilla electrónica hasta los sistemas económicos o políticos. Pasamos buena parte del siglo XX experimentando diversas formas de revolución, hemos oscilado entre el marxismo y el capitalismo salvaje, pasando por cada una de las tonalidades intermedias. La esperanza de que un cambio de gobierno pueda mejorar nuestra suerte es como la esperanza de ganarse la lotería, no tiene fundamento racional. En el fondo sabemos bien que la vida no es fácil. El nuestro es un país de terremotos, cómo no vamos a ser fatalistas. Dadas las circunstancias, no
nos queda más remedio que ser también un poco estoicos, pero no hay necesidad de serlo con dignidad, podemos quejarnos a gusto. En el caso de mi familia, creo que éramos tan espartanos como estoicos. Según predicaba mi abuelo, la vida fácil produce cáncer, en cambio la incomodidad es saludable; recomendaba duchas frías, comida difícil de masticar, colchones apelotonados, asientos de tercera clase en los trenes y zapatones pesados. Su teoría de la incomodidad saludable fue reforzada por varios colegios británicos, donde el destino me colocó durante la mayor parte de mi infancia. Si una sobrevive a este tipo de educación, después agradece aun los más insignificantes placeres; soy de la clase de personas que murmuran una silenciosa plegaria cuando sale agua caliente por la llave. Espero que la existencia sea problemática y cuando no hay angustia o dolor por varios días, me preocupo, porque seguro significa que el cielo está preparándome una desgracia mayor. Sin embargo, no soy completamente neurótica, al contrario; en realidad, da gusto estar conmigo. No necesito mucho para ser feliz, por lo general basta un chorrito de agua caliente por la llave.
Se ha dicho mucho que somos envidiosos, que nos molesta el triunfo ajeno. Es cierto, pero la explicación no es envidia sino sentido común: el éxito es anormal. El ser humano está biológicamente constituido para el fracaso, prueba de ello es que tiene piernas y no ruedas, codos en lugar de alas y metabolismo en vez de baterías. ¿Para qué soñar con el éxito si podemos vegetar tranquilamente en nuestros fracasos? ¿Para qué hacer hoy lo que se puede hacer mañana? ¿O hacerlo bien si se puede hacer a medias? Detestamos que un compatriota surja por encima de los demás, salvo cuando lo hace en otro país, en cuyo caso el afortunado se convierte en una especie de héroe nacional. El triunfador local, sin embargo, cae pésimo; pronto hay tácito acuerdo para bajarle los humos. A este otro deporte lo llamamos «chaqueteo»: coger al prójimo por la chaqueta y tirar hacia abajo. A pesar del «chaqueteo» y de la mediocridad ambiental, de vez en cuando alguien logra asomar la cabeza por encima del agua. Nuestro pueblo ha producido hombres y mujeres excepcionales: dos premios Nobel, Pablo Neruda y Gabriela Mistral, los cantautores Víctor Jara y Violeta Parra, el pianista Claudio Arrau, el pintor Roberto Matta, el novelista José Donoso, por mencionar sólo algunos que recuerdo.
A los chilenos nos complacen los funerales, porque el muerto ya no puede hacernos competencia ni «pelarnos» por las espaldas. No sólo vamos en masa a los entierros, donde hay que estar de pie por
horas oyendo por lo menos quince discursos, sino que también celebramos los aniversarios del finado. Otra de nuestras entretenciones es contar y oír cuentos, mientras más macabros y tristes, mejor; en eso, y en el gusto por el trago, nos parecemos a los irlandeses. Somos adictos a las telenovelas, porque las desgracias de sus protagonistas nos ofrecen una buena disculpa para llorar por las penas propias. Me crié oyendo dramáticos seriales de radio en la cocina, a pesar de que mi abuelo había prohibido el radio, porque lo consideraba un instrumento diabólico que propaga chismes y vulgaridades. Los niños y las empleadas padecíamos con el interminable serial El derecho de nacer, que duró varios años, según recuerdo. Las vidas de los personajes de la telenovela son mucho más importantes que las de nuestra familia, a pesar de que el argumento no siempre es fácil de seguir. Por ejemplo: el galán seduce a una mujer y la deja en estado interesante; luego se casa por venganza con una chica coja y también la deja «esperando guagua», como decimos en Chile, pero enseguida sale escapando a Italia a juntarse con su primera esposa. Creo que esto se llama trigamia. Entretanto la coja se opera la pierna, va a la peluquería, hereda una fortuna, se convierte en ejecutiva de una gran empresa y atrae a nuevos pretendientes. Cuando el galán regresa de Italia y ve aquella hembra rica y con dos piernas del mismo largo, se arrepiente de su felonía. Y entonces comienzan los problemas del libretista para desenredar aquel moño de vieja en que se ha convertido la historia. Debe hacer un aborto a la primera seducida, para que no queden bastardos dando vueltas por el canal de televisión, y matar a la infortunada italiana, para que el galán–que se supone que es el bueno de la teleserie–quede oportunamente viudo. Esto permite a la ex coja casarse de blanco, a pesar de que luce una tremenda barriga, y dentro de un tiempo mínimo dará a luz un varoncito, por supuesto. Nadie trabaja, viven de sus pasiones, y las mujeres andan con pestañas postizas y vestidas de cóctel desde la mañana. A lo largo de esta tragedia casi todos acaban hospitalizados; hay partos, accidentes, violaciones, drogados, jóvenes que escapan de la casa o de la cárcel, ciegos, locos, ricos que se vuelven pobres y pobres que se hacen ricos. Se sufre mucho. Al día siguiente de un capítulo particularmente dramático los teléfonos de todo el país están ocupados con los pormenores; mis amigas me llaman a cobro revertido desde Santiago a California para comentarlo. Lo único que puede competir con el capítulo final de una telenovela es una visita del Papa, pero eso ha ocurrido una sola vez en nuestra historia y es muy probable que no se repita.
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