Исабель Альенде - MI PAÍS INVENTADO
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En mi infancia y juventud viví en Bolivia y el Líbano, siguiendo el destino diplomático del «hombre moreno de bigotes» que tanto me anunciaron las gitanas. Aprendí algo de francés e inglés; también a ingerir comida de aspecto sospechoso sin hacer preguntas. Mi educación fue caótica, por decir lo menos, pero compensé las tremendas lagunas de información leyendo todo lo que caía en mis manos con una voracidad de piraña. Viajé en barcos, aviones, trenes y automóviles, siempre escribiendo cartas en las cuales comparaba lo que veía con mi única y eterna referencia: Chile. No me separaba de mi linterna, de la cual me serví para leer aun en las más adversas condiciones ni de mi cuaderno de anotar la vida.
Luego de pasar dos años en La Paz, partimos con camas y petacas rumbo al Líbano. Los años en Beirut fueron de aislamiento para mí, encerrada en la casa y en el colegio. ¡ Cómo echaba de menos a Chile! A una edad en que las muchachas bailaban rock'n'roll, yo leía y escribía cartas. Vine a enterarme de la existencia de Elvis Presley cuando ya estaba gordo. Me vestía con un severo traje gris para molestar a mi madre, quien siempre fue coqueta y elegante, mientras soñaba despierta con príncipes caídos de las estrellas que me rescataban de una existencia vulgar. Durante los recreos en el colegio me parapetaba detrás de un libro en el último rincón del patio, para esconder mi timidez.
La aventura del Líbano terminó bruscamente en 1958, cuando desembarcaron los marines norteamericanos de la Sexta Flota para intervenir en los violentos hechos políticos que poco después desgarraron a ese país. La guerra civil había comenzado meses antes, se oían balazos y gritos, había confusión en las calles y miedo en el aire. La ciudad estaba dividida en sectores religiosos, que se enfrentaban con rencores acumulados por siglos, mientras el ejército
intentaba mantener el orden. Uno a uno cerraron sus puertas los colegios, menos el mío, porque nuestra flemática directora decidió que la guerra no era de su incumbencia, puesto que no participaba Gran Bretaña. Por desgracia esta interesante situación duró poco: el tío Ramón, atemorizado ante el cariz que tomaba la revuelta, mandó a mi madre con el perro a España y a los niños de vuelta a Chile. Más tarde mi madre y él fueron destinados a Turquía, y nosotros nos quedamos en Santiago, mis hermanos internos en un colegio y yo con mi abuelo.
Llegué a Santiago a los quince años, desorientada porque llevaba varios años viviendo en el extranjero y me había desconectado de mis antiguas amistades y de los primos. Además tenía un extraño acento, lo cual es un problema en Chile, donde la gente se «ubica» en su clase social por la forma de hablar. Santiago de los años sesenta me parecía bastante provinciano, comparado, por ejemplo, con el esplendor de Beirut, que se jactaba de ser el París del Oriente Medio, pero eso no significaba que el ritmo fuera tranquilo, ni mucho menos, ya entonces los santiaguinos andaban con los nervios de punta. La vida era incómoda y difícil, la burocracia abrumadora, los horarios muy largos, pero yo llegué decidida a adoptar esa ciudad en mi corazón. Estaba cansada de despedirme de lugares y personas, deseaba plantar raíces y no salir más. Creo que me enamoré del país por las historias que me contaba mi abuelo y la forma en que juntos recorrimos el sur. Me enseñó historia y geografía, me mostró mapas, me obligó a leer autores nacionales, corregía mi gramática y mi ortografía. Carecía de paciencia como maestro, pero le sobraba severidad; mis errores lo ponían rojo de rabia, pero sí quedaba contento con mis tareas, me premiaba con un trozo de queso Camembert, que dejaba madurar en su armario; al abrir la puerta el olor a botas podridas de soldado inundaba el barrio.
Mi abuelo y yo nos aveníamos bien, porque a los dos nos gustaba estar callados. Podíamos pasar horas lado a lado, leyendo o mirando caer la lluvia en la ventana, sin sentir la necesidad de hablar por hablar. Creo que nos teníamos mutua simpatía y respeto. Escribo esta palabra–respeto–con cierta vacilación, porque mi abuelo era autoritario y machista, estaba acostumbrado a tratar a las mujeres como delicadas flores, pero la idea del respeto intelectual por ellas no se le pasaba por la mente. Yo era una mocosa hosca y rebelde de quince años, que discutía con él de igual a igual. Eso picaba su curiosidad. Sonreía divertido cuando yo alegaba en defensa de mi
derecho a tener la misma libertad y educación que mis hermanos, pero al menos me escuchaba. Vale la pena mencionar que la primera vez que oyó la palabra «machista» fue de mis labios. No sabía su significado y cuando se lo expliqué casi se muere de risa; la idea de que la autoridad masculina, tan natural como el aire que se respira, tuviera un nombre, le pareció un chiste muy ingenioso. Cuando empecé a cuestionar aquella autoridad, dejó de hacerle gracia, pero creo que entendía y tal vez admiraba mi deseo de ser como él, fuerte e independiente, y no una víctima de las circunstancias, como mi madre.
Casi conseguí ser como mi abuelo, pero la naturaleza me traicionó: me salieron senos–apenas un par de ciruelas sobre las costillas–y mi plan se fue al diablo. La explosión de las hormonas fue un desastre para mí. En cuestión de semanas me convertí en una chiquilla acomplejada, con la cabeza caliente de sueños románticos, cuya principal preocupación era atraer al sexo opuesto, tarea nada fácil, porque carecía del más mínimo encanto y andaba casi siempre furiosa. No podía disimular mi desprecio por la mayoría de los muchachos que conocía, porque me parecía evidente que yo era más lista. (Me costó varios años aprender a hacerme la tonta para que los hombres se sintieran superiores. ¡ Hay que ver cuánto trabajo requiere eso!) Pasé esos años desgarrada entre las ideas feministas que bullían en mi mente, sin que lograra expresarlas de una manera articulada, porque todavía nadie había oído hablar de algo así en mi medio, y el deseo de ser como las demás muchachas de mi edad, de ser aceptada, deseada, conquistada, protegida. A mi pobre abuelo le tocó lidiar con la adolescente más desgraciada de la historia de la humanidad. Nada que el pobre viejo dijera podía consolarme. No es que dijera mucho. A veces mascullaba que para ser mujer yo no estaba mal, pero eso no cambiaba el hecho de que él prefería que yo fuera hombre, en cuyo caso me habría enseñado a usar sus herramientas. Al menos consiguió deshacerse de mi traje gris mediante el método simple de quemarlo en el patio. Armé un escándalo, pero en el fondo me sentí agradecida, aunque estaba segura de que con aquel mamarracho gris o sin él ningún hombre me miraría jamás. Sin embargo, pocos días más tarde sucedió un milagro: se me declaró el primer muchacho, Miguel Frías. Estaba tan desesperada, que me aferré a él como un cangrejo y no lo solté más. Cinco años más tarde nos casamos, tuvimos dos hijos y permanecimos juntos durante veinticinco años. Pero no debo adelantarme…
Para entonces mi abuelo había abandonado el luto y se había vuelto a casar con una matrona de aspecto imperial por cuyas venas corría sangre de aquellos colonos alemanes llegados de la Selva Negra a poblar el sur durante el siglo XIX. Por comparación, nosotros parecíamos salvajes y nos comportábamos como tales. La segunda esposa de mi abuelo era una valkiria imponente, alta, blanca y rubia, dotada de proa oronda y popa memorable. Debió soportar que su marido murmurara dormido el nombre de su primera mujer y lidiar con su familia política, que nunca la aceptó del todo y en muchas ocasiones le hizo la vida imposible. Lamento que así fuera, porque sin ella la vejez del patriarca habría sido muy solitaria. Era excelente dueña de casa y cocinera; también era mandona, laboriosa, ahorrativa e incapaz de entender el torcido sentido del humor de nuestra familia. Bajo su reinado se desterraron de la cocina los eternos frijoles, lentejas y garbanzos; ella preparaba delicados platos que sus hijastros tapaban con salsa picante antes de probarlos. También bordaba primorosas toallas que ellos solían emplear para quitarse el barro de los zapatos. Imagino que los almuerzos dominicales con esos bárbaros deben haber sido un insufrible tormento para ella, pero los mantuvo en vigencia durante décadas para demostrarnos que, hiciéramos lo que hiciéramos, jamás podríamos vencerla. En aquella lucha de voluntades, ella ganó de lejos. Esta digna dama no participaba en la complicidad entre mi abuelo y yo, pero nos acompañaba por las noches, cuando escuchábamos una radionovela de terror con la luz apagada, ella tejiendo de memoria, indiferente, él y yo muertos de miedo y de risa. El viejo se había reconciliado con los medios de comunicación y tenía un radio antediluviano que él mismo debía componer día por medio. Con ayuda de un «maestro» había instalado una antena y también unos cables conectados a una parrilla metálica, con la intención de captar comunicaciones de los extraterrestres, en vista de que mi abuela ya no estaba a mano para convocarlos en sus sesiones.
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