Исабель Альенде - MI PAÍS INVENTADO

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CONFUSOS AÑOS DE JUVENTUD

En mi infancia y juventud percibía a mi madre como una víctima y decidí muy temprano que no quería seguir sus pasos. Me parecía

que haber nacido mujer era una evidente mala suerte; mucho más fácil resultaba ser hombre. Eso me llevó a convertirme en feminista mucho antes de haber oído la palabra. El deseo de ser independiente y de que nadie me mande es tan antiguo, que no recuerdo ni un solo momento sin que guiara mis decisiones. Al mirar hacia el pasado, comprendo que a mi madre le tocó un destino difícil y en realidad lo enfrentó con gran valor, pero entonces la juzgué débil, porque dependía de los hombres a su alrededor, como su padre y su hermano Pablo, quienes controlaban el dinero y daban las órdenes. Las únicas veces que le hacían caso era cuando estaba enferma, de manera que lo estaba a menudo. Después se juntó con el tío Ramón, hombre de magníficas cualidades, pero tan machista como mi abuelo, mis tíos y el resto de los chilenos en general. Me sentía asfixiada, presa en un sistema rígido, tal como lo estábamos todos, especialmente las mujeres que me rodeaban. No se podía dar un paso fuera de las normas, debía comportarme como los demás, fundirme en el anonimato o enfrentar el ridículo. Se suponía que yo debía graduarme de la secundaria, mantener a mi novio con las riendas cortas, casarme antes de los veinticinco — después ya no había caso–y tener hijos rápidamente para que nadie pensara que usaba anticonceptivos. A propósito de eso, debo aclarar que ya se había inventado la famosa píldora responsable de la revolución sexual, pero en Chile se hablaba de ella en susurros; la Iglesia la había prohibido y sólo se conseguía mediante un médico amigo de pensamiento liberal, siempre que se pudiera exhibir un certificado de matrimonio. Las solteras estaban fritas, porque pocos hombres chilenos tienen la cortesía de usar un condón. En las guías turísticas deberían recomendar a las visitantes que lleven siempre uno en la cartera, porque no les faltarán oportunidades de usarlo. Para el chileno la seducción de cualquier mujer en edad reproductora es una tarea que cumple a conciencia. Aunque por lo general mis compatriotas bailan pésimo, hablan muy bonito; fueron los primeros en descubrir que el punto G está en las orejas femeninas y buscarlo más abajo es una pérdida de tiempo. Una de las experiencias más terapéuticas para cualquier mujer deprimida es pasar delante de una construcción y comprobar cómo se detiene el trabajo y de los andamios se descuelgan varios obreros a lisonjearla. Esta actividad ha alcanzado nivel de arte y existe un concurso anual para premiar los mejores piropos según su categoría: clásicos, creativos, eróticos, cómicos y poéticos.

Me enseñaron desde niña a ser discreta y fingir virtud. Digo fingir, porque aquello que se hace para callarlo no importa, mientras no se

sepa. En Chile sufrimos de una forma particular de hipocresía: nos escandalizamos ante cualquier tropiezo del prójimo, mientras cometemos pecados bárbaros en privado. La franqueza nos choca un poco, somos disimulados, preferimos hablar con eufemismos (amamantar es «darle papa a la guagua»; tortura es «apremios ilegítimos»). Hacemos alarde de ser muy emancipados, pero soportamos estoicamente el silencio en torno a los temas que se consideran tabú y no se discuten, desde la corrupción (que llamamos «enriquecimiento ilícito») hasta la censura del cine, por mencionar sólo dos. Antes no se podía exhibir El violinista Sobre el Tejado; ahora no muestran La Última Tentación de Cristo, porque los curas se oponen y los fundamentalistas católicos pueden poner una bomba en el cine. Dieron El Último Tango en París cuando Marlon Brando ya estaba convertido en un viejo obeso y la margarina había pasado de moda. El tabú más fuerte, sobre todo para las mujeres, sigue siendo el tabú sexual.

Algunas familias emancipadas mandaban a sus hijas a la universidad, pero no era el caso de la mía. Mi familia se consideraba intelectual, pero en realidad éramos unos bárbaros medievales. Se esperaba que mis hermanos fueran profesionales–en lo posible abogados, médicos o ingenieros, las demás ocupaciones eran de segundo orden-, pero que yo me conformara con un trabajo más bien decorativo, hasta que el matrimonio y la maternidad me absorbieran por completo. En esos años las mujeres profesionales provenían en su mayoría de la clase media, que es la firme columna vertebral del país. Eso ha cambiado y hoy el nivel de educación de las mujeres es incluso superior al de los hombres.

Yo no era mala estudiante, pero como ya tenía novio a nadie se le ocurrió que podía obtener una profesión y a mí tampoco. Terminé la secundaria a los dieciséis años, tan confundida e inmadura que no supe cuál era el paso siguiente, aunque siempre tuve claro que debía trabajar, porque no hay feminismo que valga sin independencia económica. Como decía mi abuelo: quien paga la cuenta es quien manda. Me empleé como secretaria en una organización de las Naciones Unidas, donde copiaba estadísticas forestales en grandes hojas cuadriculadas. En los ratos de ocio no bordaba mi ajuar, sino que leía novelas de autores latinoamericanos y peleaba a brazo partido con cuanto varón se cruzaba en mi camino, empezando por mi abuelo y el buen tío Ramón. Mi rebelión contra el sistema patriarcal se exacerbó al salir al mercado de trabajo y comprobar las desventajas de ser mujer.

¿Y qué hay de la escritura? Supongo que secretamente deseaba dedicarme a la literatura, pero jamás me atreví a poner en palabras tan pretencioso proyecto, porque habría desatado una avalancha de carcajadas a mi alrededor. Nadie tenía interés en lo que pudiera decir, mucho menos escribir. No conocía autoras notables, fuera de dos o tres solteronas inglesas del siglo XIX y la poeta nacional, Gabriela Mistral, pero ella parecía hombre. Los escritores eran caballeros maduros, solemnes, remotos y en su mayoría muertos. Personalmente no conocía a ninguno, salvo ese tío mío que recorría el barrio tocando el organillo, que había publicado un libro sobre sus experiencias místicas en India. En el sótano se amontonaban centenares de ejemplares de aquella gruesa novela, seguramente comprados por mi abuelo para retirarlos de circulación, que mis hermanos y yo usamos durante la infancia para construir fuertes. No, definitivamente la literatura no era un camino razonable en un país como Chile, donde el desprecio intelectual por las mujeres aún era absoluto. Mediante una guerra sin cuartel, las mujeres hemos logrado ganar el respeto de nuestros trogloditas en ciertas áreas, pero, apenas nos descuidamos, el machismo levanta de nuevo su peluda cabeza.

Me gané la vida como secretaria por un tiempo, me casé con Miguel, el novio de siempre, y de inmediato quedé embarazada de mi primera hija, Paula. A pesar de mis teorías feministas, fui una típica esposa chilena, abnegada y servicial como una geisha, de esas que infantilizan al marido con premeditación y alevosía. Baste decir, como ejemplo, que tenía tres trabajos, manejaba la casa, me hacía cargo de los niños y corría como atleta el día entero para cumplir con el cúmulo de responsabilidades que me había echado encima, incluyendo una visita diaria a mi abuelo, pero por la noche esperaba a mi marido con la aceituna de su martini entre los dientes y le preparaba la ropa que se pondría en la mañana siguiente. En mis ratos libres le lustraba los zapatos y le cortaba el pelo y las uñas, como una Elvira cualquiera.

Pronto conseguí un traslado dentro de la oficina y empecé a trabajar en el departamento de información, donde debía redactar informes y mantenerme en contacto con la prensa, lo cual era más entretenido que contar árboles. Debo admitir que no elegí el periodismo, andaba distraída y éste me atrapó de un zarpazo; fue amor a primera vista, una pasión súbita que determinó buena parte de mi existencia. En esa época se inauguró la televisión en Chile, con dos canales en blanco y negro que dependían de las universidades.

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