Éste junta sus cartas y las deja cuidadosamente encima de la mesa.
– Todavía no, Earl -dice. Alarga una mano hacia el cigarro y le da otra calada-. Suéltale.
Earl me deja en el suelo de espaldas a Tío Al. Hace un gesto poco convencido de estirarme la chaqueta.
– Acércate-dice Tío Al.
Le obedezco, feliz de quedar fuera del alcance de Earl.
– Creo que no tengo el placer de conocerte -dice expulsando un aro de humo-. ¿Cómo te llamas?
– Jacob Jankowski, señor.
– ¿Y qué cree Jacob Jankowski, te ruego que me respondas, que está haciendo en mi tren?
– Estoy buscando trabajo -contesto.
Tío Al no deja de mirarme mientras hace morosos aros de humo. Apoya una mano en la barriga y tamborilea con los dedos un ritmo lento sobre el chaleco.
– ¿Nunca has trabajado en un circo, Jacob?
– No, señor.
– ¿Alguna vez has ido a ver uno, Jacob?
– Sí, señor. Naturalmente.
– ¿Cuál?
– El de los Hermanos Ringling -digo. El rumor de un sonoro resuello me hace girar la cabeza. Earl tiene los ojos desencajados en señal de peligro-. Pero fue horrible. Sencillamente horrible -añado apresuradamente, volviendo la mirada hacia Tío Al.
– No me digas -dice Tío Al.
– Sí, señor.
– ¿Y has visto nuestro espectáculo, Jacob?
– Sí, señor -digo notando que el rubor se extiende por mi cara.
– ¿Y qué te ha parecido? -pregunta.
– Me ha parecido… deslumbrante.
– ¿Cuál es tu número favorito?
Manoteo desesperadamente, conjurando detalles de la nada.
– El de los caballos blancos y negros. Y la chica de las lentejuelas rosas.
– ¿Has oído eso, August? Al chico le gusta tu Marlena.
El hombre que se sienta enfrente de Tío Al se levanta y se gira… Es el de la carpa de las fieras, sólo que ahora no lleva la chistera. Su rostro cincelado es impasible, el pelo brillante por el fijador. También lleva bigote, pero, al contrario que el de Tío Al, el suyo sólo abarca la anchura de la boca.
– Bueno, ¿y qué es exactamente lo que te ves haciendo? -pregunta Tío Al. Se inclina un poco y levanta la copa de la mesa. Remueve en círculos su contenido y la vacía de un solo trago. Un camarero aparece de la nada y se la rellena.
– Haría cualquier cosa. Pero, si es posible, me gustaría trabajar con animales.
– Animales -dice él-. ¿Has oído eso, August? El zagal quiere trabajar con animales. Supongo que quieres llevarles agua a los elefantes.
Earl frunce el ceño.
– Pero, señor, no tenemos ningún…
– ¡Cierra el pico! -grita Tío Al poniéndose en pie de un salto. La manga se engancha con la copa de coñac y la tira a la alfombra. Se la queda mirando con los puños apretados y la cara cada vez más sombría. Luego, enseña los dientes y suelta un grito prolongado e inhumano mientras pisotea la copa una y otra vez.
Hay un momento de silencio roto sólo por el rítmico traqueteo de las traviesas que pasan por debajo de nosotros. Entonces, el camarero se agacha y empieza a recoger los trozos de cristal.
Tío Al respira profundamente y se vuelve hacia la ventana con las manos agarradas a la espalda. Cuando por fin se gira hacia nosotros, su cara vuelve a ser rosada. Una sonrisita baila en las comisuras de su boca.
– Te voy a contar cómo están las cosas, Jacob Jankowski -escupe mi nombre como si fuera algo desagradable-. Me he encontrado con los de tu clase mil veces. ¿Crees que no puedo ver tu interior como un libro abierto? ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Has tenido una peleíta con mami? ¿O acaso estás buscando una aventura entre semestre y semestre?
– No, señor, nada de eso.
– Me importa un bledo lo que sea; aunque te diera un trabajo en el circo no sobrevivirías. Ni una semana. Ni un solo día. El circo es una máquina bien engrasada y sólo lo consiguen los más duros. Pero tú no tienes ni idea de lo que es ser duro, ¿verdad, don Chico de Universidad?
Me mira furioso, como retándome a contestar.
– Y ahora, vete al carajo -dice echándome con un gesto-. Earl, acompáñale a la puerta. Espera hasta que veas una luz roja antes de tirarle… No quiero tener un disgusto por hacerle pupa al niño de mamá.
– Espera un momento, Al -dice August. Sonríe, claramente divertido-. ¿Es eso cierto? ¿Eres estudiante universitario?
Me siento como un ratón con el que juegan los gatos.
– Lo era.
– ¿Y qué estudiabas? ¿Alguna de las bellas artes, por casualidad? -los ojos le brillan llenos de ironía-. ¿Danzas folclóricas rumanas? ¿Crítica literaria aristotélica? ¿O tal vez, señor Jankowski, haya terminado un curso de interpretación de acordeón?
– Estudiaba Veterinaria.
Su actitud cambia de repente y por completo.
– ¿En la facultad de Veterinaria? ¿Eres veterinario?
– No exactamente.
– ¿Qué quieres decir con «no exactamente»?
– No llegué a hacer los exámenes finales.
– ¿Por qué no?
– Porque no.
– ¿Y eran los exámenes finales del último curso?
– Sí.
– ¿En qué universidad?
– Cornell.
August y Tío Al intercambian miradas.
– Marlena me dijo que Silver Star estaba mal -dice August-. Quería que le dijera al oteador que pidiera hora a un veterinario. No parecía entender que el oteador se había ido precisamente a otear. De ahí su nombre.
– ¿Qué insinúas? -dice Tío Al.
– Deja que el chaval le eche un vistazo por la mañana.
– ¿Y dónde propones que le metamos esta noche? Ya somos más de los que cabemos -agarra el puro del cenicero y le da unos golpecitos en el borde -. Supongo que podríamos mandarle a los vagones de plataforma.
– Yo pensaba más bien en el vagón de los animales de pista -dice August.
Tío Al frunce el ceño.
– ¿Qué? ¿Con los caballos de Marlena?
– Sí.
– ¿Te refieres a la parte en la que iban antes las cabras? ¿No es ahí donde duerme el mierdecilla ese…? ¿Cómo se llama? -dice restallando los dedos-. ¿Pestinko? ¿Kinko? El payaso del perro…
– Precisamente -sonríe August.
August me acompaña a lo largo de los vagones de literas masculinos hasta que salimos a una pequeña plataforma que da a la trasera de un vagón de ganado.
– ¿Tienes buen equilibrio, Jacob? -inquiere burlonamente.
– Eso creo -contesto.
– Bien -dice. Y sin pensárselo más, se echa hacia delante, agarra algo que hay en el lateral del vagón y escala ágilmente hasta el techo.
– ¡Dios santo! -exclamo mirando asustado primero al lugar por donde ha desaparecido August y bajando luego la vista a los enganches que unen los dos coches. El tren toma una curva. Extiendo los brazos para mantener el equilibrio, respirando con fuerza.
– ¡Venga, sube! -grita una voz desde arriba.
– ¿Cómo demonios has hecho eso? ¿Dónde te has agarrado?
– Hay una escalerilla. En el lateral. Estírate y búscala con la mano. La encontrarás.
– ¿Y si no doy con ella?
– Supongo que entonces tendremos que despedirnos, ¿no?
Me acerco al borde con precaución. Veo justo el extremo de una fina escalerilla de hierro.
La recorro con los ojos y me seco las manos en los pantalones. Acto seguido, me inclino hacia delante.
La mano derecha encuentra la escalerilla. Me aferro ciegamente con la izquierda hasta que siento la otra mano bien firme. Encajo los pies en un peldaño y me agarro con fuerza, intentando recuperar el aliento.
– ¡ Venga, sube de una vez!
Miro hacia arriba. August me observa desde allí, sonriente, con el pelo flotando al viento.
Escalo hasta el techo. Él se desplaza, y cuando me siento a su lado me pone una mano en el hombro.
– Date la vuelta. Quiero que veas una cosa.
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