Sara Gruen - Agua para elefantes

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Todos hemos querido cambiar de vida, todos hemos querido huir alguna vez.
Cuando el joven Jacob pierde todo, su familia y su futuro, y el mundo entero parece al borde del abismo en los difíciles años treinta, se aventura en un circo ambulante para trabajar como veterinario. Transcurren años de penuria y crueldad, pero también de ensueño y plenitud, pues Jacob encuentra en el deslumbrante espectáculo de los hermanos Banzini la amistad, al amor de su vida y a la traviesa elefanta Rosie.
Han transcurrido ya muchos años, pero Jacob no se resigna a la postración que el destino le depara. Con renovada valentía nos revelará un secreto impactante y decidirá emprender nuevas andanzas, cueste lo que cueste.
Sara Gruen, con un estilo apasionado y vibrante, ha escrito una novela aclamada por millones de libreros y lectores. Romance, lucha, asesinato, tragedia y humor integran el cartel de esta gran función que conmueve y asombra por igual.

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– No, señor. Oficialmente no.

Otro prolongado silencio. Entorna los ojos hasta que no son más que unas pequeñas ranuras.

– ¿Sabes tener la boca cerrada?

– Sí, señor.

Pega un largo trago de la botella y relaja los ojos.

– Vale, de acuerdo entonces -dice asintiendo lentamente.

Ya es de noche, y mientras los retorcidos están entreteniendo a un fascinado público en la gran carpa yo me encuentro al fondo de una tienda mucho más pequeña en la parte más alejada de la explanada, oculta tras una fila de carromatos de equipaje y accesible sólo por el boca a boca y previo pago de una entrada de cincuenta centavos. El interior está en penumbra, iluminado por una ristra de bombillas rojas que arrojan un resplandor cálido sobre la mujer que se quita la ropa metódicamente.

Mi trabajo consiste en mantener el orden y, de vez en cuando, dar unos golpes en la lona con un tubo de metal, con el fin de desanimar a los posibles mirones; o mejor dicho, de animar a los mirones a que pasen por la puerta y paguen los cincuenta centavos. También tengo que sofocar comportamientos como el que he presenciado antes, aunque no creo que el tipo que estaba tan furioso esta tarde tuviera aquí motivo de queja.

Hay doce filas de sillas plegables, todas ellas ocupadas. Pasa de mano en mano una botella de whisky ilegal de la que beben a ciegas porque ninguno quiere retirar los ojos del escenario.

La mujer es una escultural pelirroja con unas pestañas demasiado largas para ser auténticas y un lunar pintado cerca de sus labios carnosos. Sus piernas son largas, sus caderas redondeadas, su pecho despampanante. No lleva encima más que una braguita minúscula, un chal translúcido y brillante y un sujetador gloriosamente desbordado. Sacude los hombros marcando gelatinosamente el ritmo que le marca la pequeña banda de música que tiene a la derecha.

Da unos cuantos pasos, deslizándose por el escenario sobre sus chinelas adornadas con plumas. El tambor redobla y ella se detiene abriendo la boca con un gesto de falsa sorpresa. Echa la cabeza hacia atrás exhibiendo el cuello y bajando las manos para ponerlas alrededor de las copas del sujetador. Se inclina hacia delante y las estruja hasta que la carne sale entre sus dedos.

Examino las paredes laterales. Las puntas de un par de zapatos asoman por el borde de la lona. Me acerco muy pegado a la pared. Una vez junto a los zapatos, levanto el trozo de tubería y doy un golpe en la lona. Se oye un gruñido y los zapatos desaparecen. Me quedo un rato con el oído pegado a la costura, y luego regreso a mi sitio.

La pelirroja se mueve al ritmo de la música acariciando el chal con las uñas pintadas. El chal lleva hilos de oro o de plata entretejidos y brilla cuando lo desliza adelante y atrás por encima de los hombros. De repente, adelanta la cintura, echa la cabeza hacia atrás y agita todo el cuerpo.

Los hombres aúllan. Dos o tres se levantan y agitan los puños en señal de ánimo. Observo a Cecil, cuya mirada de acero me dice que esté al quite.

La mujer se yergue, da la vuelta y se dirige decidida al centro del escenario. Se pasa el chal entre las piernas, frotándose lentamente contra él. Del público se elevan gruñidos. Se gira de manera que nos mira a nosotros y sigue pasándose el chal, adelante y atrás, tirando tanto de él que se adivina la hendidura de su vulva.

– ¡Quítatelo, nena! ¡Quítatelo todo!

Los hombres se están alborotando; más de la mitad están de pie. Cecil me hace una señal con la mano para que me adelante. Yo me acerco a las filas de sillas plegables.

El chal cae al suelo y la mujer vuelve a girarse. Se sacude el pelo para que los rizos le caigan entre los omoplatos y levanta las manos de manera que se unen sobre el cierre del sujetador. Una aclamación asciende sobre la multitud. Hace una pausa para mirarles por encima del hombro y guiña un ojo, bajando los tirantes por los hombros con aire coqueto. Luego deja caer el sujetador al suelo y se da la vuelta cubriéndose los pechos con las manos. Un rugido de protesta surge de los hombres.

– ¡Eh, venga, bombón, enséñanos lo que tienes!

Ella niega con la cabeza haciendo un casto puchero.

– ¡Oh, venga ya! ¡He pagado cincuenta centavos!

Sacude la cabeza con la mirada pudorosamente clavada en el suelo. De repente, abre los ojos y la boca y retira las manos.

Sus majestuosos globos se desploman. Se detienen en seco antes de balancearse suavemente, a pesar de que ella está del todo quieta.

Se oye un resuello colectivo, un momento de silencio extasiado antes de que los hombres aúllen encantados.

– ¡Esa es mi chica!

– ¡Señor, ten piedad!

– ¡Toma ya!

Ella se acaricia, levanta y masajea los pechos, pasa los pezones por entre los dedos. Mira lascivamente a los hombres mientras se pasa la lengua por el labio superior.

El tambor inicia un redoble. Ella se agarra con firmeza las puntas endurecidas entre el pulgar y el índice y tira de un pecho de manera que el pezón mira hacia el techo. Al redistribuirse su peso, cambia de forma perceptible. Cuando lo suelta cae bruscamente, casi con violencia. Agarra el otro pezón y lo levanta de la misma manera. Alterna uno y otro, cada vez a mayor velocidad. Arriba, abajo, arriba, abajo… Cuando el tambor acaba el redoble y empieza a sonar el trombón, sus brazos se mueven a tal velocidad que se ven borrosos, y su carne se convierte en una masa ondulante y movediza.

Los hombres braman, dejando patente su aprobación.

– ¡Ah, sí!

– ¡Delicioso, nena! ¡Delicioso!

– ¡Bendito sea Dios!

Empieza un nuevo redoble. La mujer se dobla por la cintura y sus gloriosas tetas cuelgan pesadas, bajas, por lo menos treinta centímetros, más anchas y redondeadas por abajo, como si cada una de ellas contuviera un pomelo.

Hace girar sus hombros, primero uno, luego el otro, de manera que sus pechos se mueven en direcciones opuestas. A medida que aumenta la velocidad, describen círculos más y más grandes a la vez que cobran impulso. Al poco rato, ambas coinciden en el centro con una sonora palmada.

Jesús. Podría haber un tumulto en la carpa y yo ni me enteraría. No me queda ni una gota de sangre en la cabeza.

La mujer se yergue y hace una reverencia. Cuando se vuelve a levantar sube uno de los pechos hasta su cara y pasa la lengua alrededor del pezón. Luego se lo mete en la boca y lo sorbe. Se queda así, chupando impúdicamente su propio pecho mientras los hombres agitan sus sombreros, levantan los puños y gritan como animales. La mujer lo suelta, le da a su lustroso pezón un último pellizco y les lanza un beso a los hombres. Se agacha el tiempo justo para recoger el chal translúcido y desaparece con un brazo levantado, de manera que el chal vuela detrás de ella como una oriflama deslumbrante.

– Muy bien, muchachos -dice Cecil iniciando el aplauso mientras sube al escenario-. ¡Vamos a darle una gran ovación a nuestra Barbara!

Los hombres silban y vitorean, aplaudiendo con las manos levantadas por encima de sus cabezas.

– Sí, ¿a que es increíble? Menuda señora. Y es vuestro día de suerte, chicos, porque, sólo por esta noche, va a aceptar que la visite un número limitado de caballeros después del espectáculo. Es un auténtico honor, amigos. Es una joya, nuestra Barbara. Una verdadera joya.

Los hombres se agolpan junto a la puerta, dándose palmadas en la espalda, intercambiando ya recuerdos.

– ¿Has visto esas tetas?

– Macho, qué tortura. Lo que no daría por jugar con ellas un ratito.

Me alegro de que mi intervención no haya sido necesaria, porque estoy haciendo un gran esfuerzo por mantener la compostura. Es la primera vez que veo una mujer desnuda y no creo que vuelva a ser el mismo nunca.

CUATRO

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