Sara Gruen - Agua para elefantes

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Todos hemos querido cambiar de vida, todos hemos querido huir alguna vez.
Cuando el joven Jacob pierde todo, su familia y su futuro, y el mundo entero parece al borde del abismo en los difíciles años treinta, se aventura en un circo ambulante para trabajar como veterinario. Transcurren años de penuria y crueldad, pero también de ensueño y plenitud, pues Jacob encuentra en el deslumbrante espectáculo de los hermanos Banzini la amistad, al amor de su vida y a la traviesa elefanta Rosie.
Han transcurrido ya muchos años, pero Jacob no se resigna a la postración que el destino le depara. Con renovada valentía nos revelará un secreto impactante y decidirá emprender nuevas andanzas, cueste lo que cueste.
Sara Gruen, con un estilo apasionado y vibrante, ha escrito una novela aclamada por millones de libreros y lectores. Romance, lucha, asesinato, tragedia y humor integran el cartel de esta gran función que conmueve y asombra por igual.

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Paso los siguientes cuarenta y cinco minutos haciendo guardia delante de la - фото 5

Paso los siguientes cuarenta y cinco minutos haciendo guardia delante de la tienda camerino de Barbara mientras ella recibe a los caballeros que quieren visitarla. Sólo cinco están dispuestos a separarse de los dos dólares de rigor y guardan su puesto en la cola de mala gana. Entra el primero y, tras siete minutos de jadeos y resoplidos, sale de nuevo, peleándose con la bragueta. Se aleja con pasos inseguros y entra el siguiente.

Cuando ya se ha ido el último, Barbara aparece en la puerta. Está desnuda salvo por una bata de seda oriental que no se ha molestado en cerrar. Tiene el pelo revuelto, la boca manchada de carmín. Lleva un cigarrillo encendido en la mano.

– Se acabó, cariño -dice despidiéndome con un gesto. Hay whisky en su aliento y en sus ojos-. Esta noche no hay regalos.

Regreso a la carpa del placer para ayudar a apilar las sillas y a desmontar el escenario mientras Cecil cuenta el dinero. Al final, soy un dólar más rico y tengo todo el cuerpo rígido.

La gran carpa sigue en pie, reluciente como un coliseo fantasma y palpitando al ritmo de la música que toca la banda. Me quedo con la mirada fija en ella, hechizado por el sonido de las reacciones del público. Ríen, aplauden y silban. De vez en cuando se oye un suspiro colectivo o una salva de grititos nerviosos. Miro el reloj de bolsillo: son las diez menos cuarto.

Se me ocurre intentar ver lo que queda del espectáculo, pero me temo que si cruzo la explanada me secuestren para alguna otra tarea. Los peones, después de pasarse gran parte del día durmiendo en cualquier rincón que les viniera bien, están desmontando la gran ciudad de lona con la misma eficiencia con la que la levantaron. Las tiendas caen al suelo y los postes se desmontan. Caballos, carretas y hombres se mueven por la explanada llevándolo todo de nuevo hacia las vías del tren.

Me siento en el suelo y hundo la cabeza entre las rodillas recogidas.

– ¿Jacob? ¿Eres tú?

Levanto la mirada. Camel se inclina sobre mí entrecerrando los párpados.

– Caray, no sabía si eras tú -dice-. Estos ojos cansados ya no funcionan tan bien como antes.

Se deja caer a mi lado y saca una pequeña botella verde. Le quita el corcho y le da un trago.

– Me estoy haciendo demasiado viejo para esto, Jacob. Todos los días acabo con el cuerpo entero dolorido. Demonios, ahora mismo me duele todo y ni siquiera se ha acabado el día. El Escuadrón Volador probablemente no arranque hasta dentro de dos horas y volveremos a empezar todo este puñetero trajín cinco horas después. Ésta no es vida para un anciano.

Me pasa la botella.

– ¿Qué demonios es esto? -digo mirando sorprendido el líquido turbio.

– Extracto de jengibre -dice, y me lo arrebata.

– ¿Estás bebiendo extracto?

– Sí, ¿qué pasa?

Nos quedamos en silencio unos instantes.

– Maldita prohibición -dice Camel por fin-. Esta cosa sabía bien hasta que el gobierno decidió que no debía ser así. Cumple su cometido, pero sabe a rayos. Y es una putada, porque es lo único que consigue que estos ancianos huesos sigan en marcha. Estoy casi acabado. No sirvo para nada más que para taquillera, y supongo que soy demasiado feo para eso.

Le echo una mirada y decido que tiene razón.

– ¿No hay ninguna otra cosa que pudieras hacer? ¿Tal vez entre bastidores?

– Taquillera es la última parada.

– ¿Qué harás cuando ya no puedas valerte por ti mismo?

– Supongo que me espera una cita con Blackie. Oye -dice volviéndose hacia mí esperanzado-, ¿tienes un cigarrillo?

– No. Lo siento.

– Ya lo suponía.

Nos quedamos callados, observando cómo las cuadrillas llevan el equipamiento, los animales y las lonas al tren. Los artistas que van saliendo por la parte de atrás de la gran carpa desaparecen en las carpas de camerinos y salen otra vez con ropa de calle. Se quedan formando grupos, riendo y charlando, algunos de ellos quitándose todavía el maquillaje. Incluso sin sus trajes de escena llaman la atención. Los desaliñados peones se mueven a su alrededor ocupando el mismo universo, pero pareciera que en otra dimensión. No se mezclan.

Camel interrumpe mi ensoñación.

– ¿Eres universitario?

– Sí, señor. -Eso me parecía.

Me ofrece la botella de nuevo, pero niego con la cabeza.

– ¿Acabaste tus estudios?

– No -digo.

– ¿Por qué no?

No respondo.

– ¿Cuántos años tienes, Jacob?

– Veintitrés.

– Tengo un chico de tu edad.

La música ha terminado y los parroquianos empiezan a salir poco a poco de la gran carpa. Se paran, perplejos, preguntándose qué ha pasado con la de las fieras por la que han entrado. A medida que van saliendo por la puerta principal, un ejército de operarios entran por detrás y desmontan asientos, graderíos y piezas de la pista que amontonan ruidosamente en carretillas de madera. La gran carpa empieza a desmantelarse antes incluso de que el público acabe de salir.

Camel tose aparatosamente, con un esfuerzo que sacude todo su cuerpo. Le miro para ver si necesita un golpe en la espalda, pero levanta una mano para detenerme. Sorbe, carraspea y escupe. Luego vacía la botella. Se limpia la boca con el dorso de la mano y clava la mirada en mí, observándome de arriba abajo.

– Escucha -me dice-. No es que intente meterme en tus cosas, pero sé que no llevas mucho tiempo en la carretera. Estás demasiado limpio, llevas ropa demasiado buena y no tienes ni una sola pertenencia. En la carretera se van acumulando cosas… Puede que cosas no muy buenas, pero las llevas contigo quieras o no. Ya sé que no tengo derecho a decir nada, pero un chico como tú no debería estar en la calle. Yo he vivido así y no es vida -su brazo descansa sobre las rodillas flexionadas y tiene la cara vuelta hacia mí-. Si existe una vida a la que puedas volver, creo que eso es lo que tendrías que hacer.

Pasan unos instantes antes de que pueda responder. Cuando lo hago, mi voz se quiebra:

– No existe.

Me observa un rato más y luego asiente con la cabeza.

– Siento muchísimo oír eso.

El público se dispersa, desplazándose por la explanada en dirección a la zona de aparcamiento y más allá, hacia los límites de la ciudad. Detrás de la gran carpa, la silueta de un globo se eleva hacia el cielo, seguida de un prolongado grito de júbilo de los niños. Se oyen risas, motores de coches, voces altas por la emoción.

– ¿Puedes creer que se doblara de esa manera?

– Creía que me iba a morir de risa cuando al payaso se le han caído los pantalones.

– ¿Dónde está Jimmy? Hank, ¿Jimmy está contigo?

Camel se pone de pie de repente.

– ¡Ah! Ahí está. Ya está ahí ese viejo H de P.

– ¿Quién?

– ¡Tío Al! ¡Vamos! Tenemos que meterte en el circo.

Sale cojeando más deprisa de lo que yo hubiera creído posible. Me levanto y le sigo.

Es imposible no reconocer a Tío Al. Lleva las palabras «jefe de pista» escritas por todas partes, desde la levita color escarlata y los pantalones de montar blancos hasta el sombrero de copa y el bigote rizado con cera. Cruza la explanada con paso firme, como el director de una banda de música de desfile, con su generosa panza precediéndole y dando órdenes con una voz atronadora. Se detiene para dejar que pase delante de él la jaula del león y luego sigue su camino hasta un grupo de hombres que batallan con un rollo de lona. Sin perder el paso, le da un pescozón en un lado de la cabeza a uno de ellos. Éste suelta un quejido y se gira frotándose la oreja, pero Tío Al ya se ha ido con su corte de acólitos.

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