Sara Gruen - Agua para elefantes

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Todos hemos querido cambiar de vida, todos hemos querido huir alguna vez.
Cuando el joven Jacob pierde todo, su familia y su futuro, y el mundo entero parece al borde del abismo en los difíciles años treinta, se aventura en un circo ambulante para trabajar como veterinario. Transcurren años de penuria y crueldad, pero también de ensueño y plenitud, pues Jacob encuentra en el deslumbrante espectáculo de los hermanos Banzini la amistad, al amor de su vida y a la traviesa elefanta Rosie.
Han transcurrido ya muchos años, pero Jacob no se resigna a la postración que el destino le depara. Con renovada valentía nos revelará un secreto impactante y decidirá emprender nuevas andanzas, cueste lo que cueste.
Sara Gruen, con un estilo apasionado y vibrante, ha escrito una novela aclamada por millones de libreros y lectores. Romance, lucha, asesinato, tragedia y humor integran el cartel de esta gran función que conmueve y asombra por igual.

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– Eso me recuerda -me dice Camel por encima del hombro- que, pase lo que pase, no debes mencionar el Ringling delante de Tío Al.

– ¿Por qué no?

– Tú no lo menciones.

Camel sale corriendo detrás de Tío Al y se cruza en su camino.

– Eh…, aquí está usted -dice con una voz artificial y meliflua-. Me preguntaba si podríamos hablar un instante, señor.

– Ahora no, chico. Ahora no -brama Al marcando el paso de la oca como los nazis que se ven en los noticiarios granulosos de los cines. Camel renquea inestable detrás de él, asomando la cabeza por un lado primero, perdiendo el paso y corriendo luego para asomarla por el otro, como un cachorrillo ignorado.

– No le quitaré más que un minuto, señor. Sólo quería saber si alguno de los departamentos está necesitado de personal.

– Vaya, ¿estamos pensando en cambiar de carrera?

La voz de Camel sube como una sirena.

– Oh, no, señor. Yo no. Yo estoy feliz donde estoy. Sí, señor. Yo estoy feliz como una perdiz -se ríe nerviosamente.

La distancia entre ellos aumenta. Camel se tambalea y se para.

– ¿Señor? -grita en la distancia que crece entre ellos-. ¿Señor?

Tío Al desaparece tragado por la gente, los caballos y las carretas.

– Maldita sea. ¡Maldita sea! -exclama Camel arrancándose el sombrero de la cabeza y tirándolo al suelo.

– No pasa nada, Camel -digo-. Te agradezco que lo hayas intentado.

– No, sí pasa algo -grita él.

– Camel, yo…

– Tú cierra la boca. No quiero oír lo que vas a decir. Eres un buen chico y no me voy a quedar tan tranquilo viendo cómo te largas de aquí porque un gordo gruñón no tiene tiempo. De eso nada. O sea que ten un poco de respeto por tus mayores y no me des problemas.

Los ojos le arden.

Me agacho, recojo su sombrero y le sacudo el polvo. Luego se lo ofrezco.

Tras un instante de duda, lo toma de mi mano.

– Bueno, de acuerdo -dice a regañadientes-. Supongo que no pasa nada.

Camel me lleva a un carromato y me dice que espere fuera. Me apoyo en una de las inmensas ruedas con los radios pintados y paso el rato sacándome mugre de debajo de las uñas y masticando largas briznas de hierba. En un momento dado, la cabeza se me vence hacia delante, a punto de quedarme dormido.

Camel reaparece al cabo de una hora, tambaleándose, con una botella en una mano y un cigarrillo de picadura en la otra. Lleva los párpados a media asta.

– Este de aquí es Earl -balbucea señalando con un brazo hacia dentro -. Él se va a ocupar de ti.

Un hombre calvo baja los escalones del carromato. Es enorme, tiene el cuello más ancho que la cabeza. Tatuajes verdosos medio borrados le recorren los dedos y suben por sus brazos peludos. Me ofrece la mano.

– ¿Cómo está usted? -dice.

– ¿Cómo está usted? -repito perplejo. Me giro hacia Camel, que se aleja en zigzag por la hierba en dirección al Escuadrón Volador. También va cantando. Horriblemente.

Earl se hace bocina con una mano sobre la boca.

– ¡Calla, Camel! ¡Y súbete a ese tren antes de que se vaya sin ti!

Camel cae de rodillas.

– Ay, Dios -dice Earl-. Espera un poco. Vuelvo dentro de un minuto.

Se acerca al viejo y lo recoge del suelo con la misma facilidad que si fuera un niño. Camel deja que sus brazos, piernas y cabeza cuelguen sobre los brazos de Earl. Ríe y suspira.

Earl deja a Camel en el umbral de uno de los vagones, habla con alguien que está dentro y regresa.

– Esa mierda va a matar al viejo -murmura mientras pasa por delante de mí-. Si no se pudre las entrañas, se caerá del puñetero tren. Yo el alcohol ni lo toco -dice mirándome por encima de su hombro.

Yo sigo clavado en el mismo sitio en el que me dejó.

Me mira con sorpresa.

– ¿Vienes o qué?

Cuando arranca la última sección del convoy, me encuentro en un vagón dormitorio, apretujado junto a otro tipo debajo de una litera. Él es el auténtico dueño del espacio, pero le han convencido de que me deje echarme una o dos horas a cambio de mi único dólar. Aun así no deja de gruñir y yo me abrazo las rodillas para ocupar el mínimo espacio posible.

El olor a ropa y cuerpos sin lavar es opresivo. Las literas, de tres niveles, acogen por lo menos a un hombre, a veces a dos, lo mismo que los espacios de debajo. El fulano que ocupa el espacio inferior de las literas de enfrente golpea una fina manta gris, intentando en vano formar una almohada con ella.

Una voz se eleva por encima del ruido:

Ojcze nasz kt ó rys jest w niebie, swiec sie imie Twoje, przyjdz kr ó lestwo Twoje…

– Bendito sea Dios -dice mi anfitrión. Luego saca la cabeza por el pasillo-: ¡Habla en inglés, puto polaco! -y vuelve a acomodarse debajo de la litera sacudiendo la cabeza-. Algunos de estos tipos acaban de bajarse del puto barco.

– … i nie w ó dz nasz na pokuszenie ale nas zbaw ode zlego. Amen.

Me arrebujo contra la pared y cierro los ojos.

– Amén -digo en un susurro.

El tren traquetea. Las luces parpadean un par de veces y se apagan. En algún lugar por delante de nosotros un silbato suena estridente. Nos ponemos en marcha y las luces vuelven a encenderse. Estoy más cansado de lo que se puede expresar con palabras y mi cabeza, sin resistencia, golpea contra la pared.

Me despierto al cabo de un rato y me encuentro con un par de gruesas botas de trabajo delante de la cara.

– ¿Ya estás listo?

Sacudo la cabeza intentando recuperar la conciencia.

Oigo crujir y restallar tendones. Luego veo una rodilla. Luego, la cara de Earl.

– ¿Todavía estás ahí abajo? -dice escudriñando bajo las literas.

– Sí. Lo siento.

Salgo a rastras y me pongo de pie como puedo.

– Aleluya -dice mi anfitrión estirándose.

Pierdol sie -digo yo.

Una carcajada sofocada sale de una litera a unos metros de distancia.

– Vamos -dice Earl-. Al ha bebido lo suficiente para estar relajado, pero no tanto como para ponerse desagradable. Creo que ésta es tu oportunidad.

Me lleva a través de otros dos vagones de literas. Cuando llegamos a la plataforma del final nos encontramos con la trasera de un vagón muy diferente. A través de la ventana puedo ver maderas barnizadas y barrocos apliques de luz.

Earl se vuelve hacia mí.

– ¿Estás preparado?

– Claro -contesto.

Pero no lo estoy. Me engancha por el cogote y me aplasta la cara contra el marco de la puerta. Abre la puerta corredera con la otra mano y me empuja dentro. Trastabillo hacia delante con las manos desplegadas. Una barra de latón detiene mi avance y me enderezo, volviéndome para mirar asombrado a Earl. Luego veo a todos los demás.

– ¿Qué es esto? -pregunta Tío Al desde las profundidades de un sillón de orejas. Está sentado a la mesa con otros tres hombres, blandiendo un grueso cigarro puro entre los dedos índice y pulgar de una mano y cinco cartas desplegadas en la otra. Una copa de coñac descansa sobre la mesa, enfrente de él. Inmediatamente detrás de ésta, un gran montón de fichas de póquer.

– Se ha subido al tren, señor. Le he pillado merodeando por un vagón de literas.

– No me digas -responde Tío Al. Da una calada perezosa a su puro y lo deja en el borde de un cenicero próximo. Se recuesta examinando las cartas y dejando que el humo le salga por las comisuras de la boca-. Veo tus tres y subo a cinco -dice inclinándose hacia delante y añadiendo un puñado de fichas al montón del centro.

– ¿Quiere que le muestre la salida? -dice Earl. Se acerca y me levanta del suelo por las solapas. Me tenso y le pongo las manos alrededor de las muñecas con la intención de aferrarme a ellas si quiere volver a tirarme. Traslado la mirada desde Tío Al a la parte inferior de la cara de Earl, que es lo único que puedo ver, y otra vez a Tío Al.

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