Sara Gruen - Agua para elefantes

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Todos hemos querido cambiar de vida, todos hemos querido huir alguna vez.
Cuando el joven Jacob pierde todo, su familia y su futuro, y el mundo entero parece al borde del abismo en los difíciles años treinta, se aventura en un circo ambulante para trabajar como veterinario. Transcurren años de penuria y crueldad, pero también de ensueño y plenitud, pues Jacob encuentra en el deslumbrante espectáculo de los hermanos Banzini la amistad, al amor de su vida y a la traviesa elefanta Rosie.
Han transcurrido ya muchos años, pero Jacob no se resigna a la postración que el destino le depara. Con renovada valentía nos revelará un secreto impactante y decidirá emprender nuevas andanzas, cueste lo que cueste.
Sara Gruen, con un estilo apasionado y vibrante, ha escrito una novela aclamada por millones de libreros y lectores. Romance, lucha, asesinato, tragedia y humor integran el cartel de esta gran función que conmueve y asombra por igual.

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La multitud, picada en el interés, se va haciendo más densa. Jimmy, Wade y yo nos mezclamos con las últimas filas.

– Y ahora -dice Cecil girándose de un lado a otro. Se lleva un dedo a los labios y hace un guiño grotesco: una mueca exagerada que le sube la comisura de la boca hacia el ojo. Levanta una mano para pedir silencio-. Y ahora…, pido perdón a las señoras, porque esto es sólo para los caballeros, ¡sólo para los caballeros! Como estamos en compañía de damas, y en aras de la delicadeza, tan sólo puedo decir esto una vez. Caballeros, si son ustedes norteamericanos de sangre caliente, si corre por sus venas sangre masculina, tenemos algo que no querrán perderse. Si siguen ustedes a aquel sujeto de allí, ese de allí, de ahí mismo, verán algo tan asombroso, tan impactante, que les garantizo que…

Se detiene, cierra los ojos y levanta una de las manos. Luego sacude la cabeza en un gesto de remordimiento.

– Pero no -continúa-. En aras de la decencia, y debido a que nos encontramos en presencia de damas, no puedo decir más que eso. No puedo decir nada más, caballeros. Salvo esto: ¡no se lo querrán perder! Simplemente, entréguenle sus cuartos de dólar a aquel sujeto de allí y él les llevará a verlo. Nunca se arrepentirán del cuarto que han gastado hoy aquí, y nunca olvidarán lo que van a ver. Se pasarán el resto de sus vidas hablando de esto, amigos. El resto de sus vidas.

Cecil se yergue y se ajusta el chaleco de cuadros tirando del bajo con ambas manos. Su rostro adopta una expresión deferente y hace un ostensible gesto hacia una entrada que se ve en la dirección contraria.

– Y, señoras, si son ustedes tan amables de venir por aquí, también tenemos maravillas y curiosidades idóneas para sus delicadas sensibilidades. Un caballero nunca olvidaría a las damas. Sobre todo a unas damas tan adorables como son ustedes -acto seguido, sonríe y cierra los ojos. Las mujeres miran nerviosas a los hombres que van desapareciendo.

Surge un forcejeo. Una mujer agarra con fuerza a su marido de una manga y le golpea con la otra mano. Él hace muecas y frunce el ceño mientras se agacha para evitar los golpes. Cuando por fin logra zafarse, se alisa las solapas y mira furioso a su mujer, que ahora está indignada. Cuando él se aleja para pagar su cuarto de dólar, alguien cacarea como una gallina. Una carcajada recorre la muchedumbre.

Las demás mujeres, tal vez porque no quieran dar un espectáculo, miran poco convencidas cómo sus maridos se separan de ellas para ponerse a la cola. Cecil se percata de esto y baja de la tarima. Todo él preocupación y atenciones galantes, las arrastra suavemente hacia asuntos más agradables.

Se toca el lóbulo de la oreja izquierda y yo empujo con cuidado hacia delante. Las mujeres se acercan más a Cecil y yo me siento como un perro pastor.

– Si vienen por aquí -continúa Cecil-, les mostraré a las damas algo que no han visto nunca. Algo tan inusual, tan extraordinario que nunca soñaron que pudiera existir, y sin embargo es una cosa de la que podrán hablar el domingo en la iglesia, o con el abuelo y la abuela durante la cena. Además, pueden traer a sus pequeños, es un entretenimiento puramente familiar. ¡Vean a un caballo que tiene la cabeza donde debería tener la cola! Y no les digo ninguna mentira, señoras. Una criatura viva con la cola donde debería tener la cabeza. Véanlo con sus propios ojos. Cuando se lo cuenten a sus hombres, puede que se arrepientan de no haberse quedado con las encantadoras señoras. Sí, sí, queridas mías. Seguro que se arrepienten.

A estas alturas me encuentro rodeado. Los hombres han desaparecido y yo me dejo arrastrar por la corriente de creyentes y de señoras, de muchachitos y del resto de norteamericanos sin sangre caliente.

El caballo con la cola donde debería estar la cabeza es exactamente eso: un caballo que han colocado en un establo con la cola sobre el cubo de la comida.

– Ah, menuda tontería -dice una señora.

– ¡Bueno, vaya cosa! -exclama otra, pero la mayoría reacciona con una risa de alivio porque, si esto es el caballo con la cola donde debería tener la cabeza, tampoco el espectáculo de los hombres será gran cosa.

Fuera de la carpa se oye un alboroto.

– ¡Malditos hijos de puta! ¡Por supuesto que quiero que me devuelvan el dinero! ¿Creen que voy a pagar un cuarto de dólar para ver un maldito par de ligueros? ¿No hablaban de norteamericanos de sangre caliente? Bueno, ¡pues éste sí que es de sangre caliente! ¡Quiero que me devuelvan mi jodido dinero!

– Perdone, señora -digo, metiendo el hombro entre las dos mujeres que van delante de mí.

– ¡Eh, oiga! ¿Qué prisa tiene?

– Disculpen. Lo siento mucho -digo abriéndome paso.

Cecil está discutiendo con un sujeto de cara enrojecida. Éste da un paso adelante, apoya las manos en el pecho de Cecil y le da un empujón. La gente se separa y Cecil cae contra el faldón de rayas de su tarima. Los espectadores se arremolinan y se ponen de puntillas para ver mejor.

Paso entre ellos como una flecha en el mismo momento en que el otro sujeto se lanza sobre él y lanza un golpe. Tiene el puño a un centímetro de Cecil cuando lo agarro por el aire y le retuerzo el brazo por la espalda. Le echo el otro por el cuello y tiro de él hacia atrás. Se revuelve y me agarra con fuerza. Yo aprieto más fuerte hasta que mis tendones se clavan en su tráquea, y así le llevo, medio a rastras, medio a la carrera, hasta el centro del paseo. Allí le tiro al suelo. Se queda ahí tirado, envuelto en una nube de polvo, resollando y frotándose el cuello.

Al cabo de unos segundos, pasan a mi lado como una exhalación dos hombres trajeados, le levantan por los brazos y se lo llevan en volandas, sin dejar de toser, en dirección a la ciudad. Se inclinan hacia él, le dan palmaditas en la espalda y le susurran palabras de ánimo. Le colocan bien el sombrero que, milagrosamente, ha permanecido en su sitio.

– Buen trabajo -dice Wade dándome una palmada en el hombro-. Bien hecho. Volvamos. Ésos se ocuparán de él a partir de ahora.

– ¿Quiénes son? -digo examinando la franja de largos arañazos perlados de sangre en mi antebrazo.

– Seguridad. Ellos le calmarán y le quitarán el enfado. Así no se agarrará ningún sofoco -se vuelve para dirigirse a los presentes y da una sonora y única palmada, frotándose luego las manos-. Muy bien, amigos. Todo está en orden. No hay nada más que ver.

La muchedumbre se resiste a irse. Cuando el hombre y su escolta desaparecen por fin detrás de un edificio de ladrillo rojo, comienzan a dispersarse, pero sin dejar de volver la mirada curiosos, temiendo perderse algo.

Jimmy se abre paso entre los rezagados.

– Oye -me dice-, Cecil quiere verte.

Me precede hasta el otro extremo. Cecil está sentado en el borde de una silla plegable. Tiene las piernas y los pies, enfundados en polainas, estirados. La cara, roja y húmeda, y se abanica con un programa. Con la mano libre se palpa varios de los bolsillos y la mete al fin en el chaleco. Saca una botella plana y cuadrada, separa los labios y le quita el tapón de corcho con los dientes. Lo escupe a un lado y empina la botella. Luego se percata de mi presencia.

Me mira fijamente un instante, con la botella apoyada en los labios. La baja de nuevo y la deja reposar sobre su redonda barriga. Repiquetea con los dedos sobre ella mientras me estudia.

– Te has defendido muy bien ahí fuera -dice por fin.

– Gracias, señor.

– ¿Dónde aprendiste eso?

– No sé. Jugando al fútbol. En la escuela. Luchando con el clásico toro que se resistía a separarse de sus testículos.

Me mira un momento más, sigue tamborileando con los dedos, los labios fruncidos.

– ¿Ya te ha encontrado Camel un puesto en el circo?

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