Sara Gruen - Agua para elefantes

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Todos hemos querido cambiar de vida, todos hemos querido huir alguna vez.
Cuando el joven Jacob pierde todo, su familia y su futuro, y el mundo entero parece al borde del abismo en los difíciles años treinta, se aventura en un circo ambulante para trabajar como veterinario. Transcurren años de penuria y crueldad, pero también de ensueño y plenitud, pues Jacob encuentra en el deslumbrante espectáculo de los hermanos Banzini la amistad, al amor de su vida y a la traviesa elefanta Rosie.
Han transcurrido ya muchos años, pero Jacob no se resigna a la postración que el destino le depara. Con renovada valentía nos revelará un secreto impactante y decidirá emprender nuevas andanzas, cueste lo que cueste.
Sara Gruen, con un estilo apasionado y vibrante, ha escrito una novela aclamada por millones de libreros y lectores. Romance, lucha, asesinato, tragedia y humor integran el cartel de esta gran función que conmueve y asombra por igual.

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Todos y cada uno de sus rasgos secos se endurecen.

– Tomaré las otras, pero ésta no -digo tirando la píldora de mi mano. Vuela por el aire y aterriza en el suelo. Me meto las demás en la boca-. ¿Dónde está el agua? -digo pronunciando mal las palabras, porque intento mantener las pastillas en el centro de la lengua.

Me pasa un vaso de plástico, recoge la pastilla del suelo y entra en el cuarto de baño. Oigo correr el agua. Luego, vuelve a aparecer.

– Señor Jankowski. Voy a buscar otro Elavil, y si no quiere tomárselo llamaré a la doctora Rashid para que le prescriba un inyectable. Se va a tomar el Elavil de una manera u otra. Cómo lo haga depende de usted.

Cuando me trae la pastilla, la trago. Y un cuarto de hora más tarde, una inyección. No de Elavil, de cualquier otra cosa, pero no me parece justo porque me he tomado la puñetera pastilla.

Al cabo de unos minutos soy un borrego devorador de gelatina. Bueno, por lo menos, un borrego. Pero, como sigo dándole vueltas al incidente que me causó esta desgracia, si alguien me trajera ahora un plato de gelatina agujereada y me dijera que me la comiera, lo haría.

¿Qué han hecho conmigo?

Me aferro a la rabia que siento con cada gramo de humanidad que queda en mi cuerpo ruinoso, pero no me sirve de nada. Se aleja de mí como una ola de la playa. Estoy reflexionando sobre este triste hecho cuando me doy cuenta de que las tinieblas del sueño trazan círculos alrededor de mi cabeza. Llevan allí un rato, acechando y acercándose más y más a cada vuelta. Abandono la rabia, que a estas alturas se ha convertido en un formalismo, y me hago una nota mental para recordar ponerme furioso otra vez por la mañana. Luego me dejo ir, porque la verdad es que no puedo luchar contra ellos.

SEIS

El tren chirría luchando contra la creciente resistencia de los frenos de - фото 6

El tren chirría, luchando contra la creciente resistencia de los frenos de aire. Al cabo de varios minutos, y tras un último y prolongado quejido, la gran bestia de hierro se detiene con un estremecimiento y resopla.

Kinko retira las mantas y se levanta. No mide más de metro veinte de altura, si llega. Se estira, bosteza y chasca los labios, luego se rasca la cabeza, las axilas y los testículos. La perra baila alrededor de sus pies, meneando furiosamente su cola cortada.

– Vamos, Queenie -dice cogiéndola en brazos-. ¿Quieres salir? ¿Queenie quiere salir? -planta un beso en la cabeza blanca y marrón del animal y cruza la pequeña habitación.

Yo le observo desde mi manta arrugada tirada en el rincón.

– ¿Kinko? -digo.

Si no fuera por la violencia con la que cierra la puerta, diría que no me ha oído.

Estamos en una vía lateral detrás del Escuadrón Volador, que, evidentemente, lleva algunas horas allí. La ciudad de lona ya se ha erigido, para deleite de la multitud de habitantes del pueblo que se pasea contemplándolo todo. Filas de chiquillos se sientan encima del Escuadrón Volador, observando la explanada con ojos brillantes. Sus padres están congregados debajo y señalan las diferentes maravillas que aparecen ante ellos.

Los trabajadores del tren principal se bajan de los coches cama, encienden cigarrillos y cruzan la explanada en dirección a la cantina. Su bandera azul y naranja ya ondea y la caldera eructa vapor a su lado, dando un alegre testimonio del desayuno que ofrece.

Los artistas van saliendo de los vagones de la cola del tren, claramente de mejor calidad. Existe una jerarquía evidente: cuanto más cerca de la cola, más impresionantes las estancias que contienen. El mismísimo Tío Al desciende del vagón anterior al furgón de cola. No puedo evitar reparar en que Kinko y yo somos los viajeros humanos que más cerca van de la locomotora.

– ¡Jacob!

Me doy la vuelta. August se dirige hacia mí a grandes zancadas con una camisa limpia y la cara bien afeitada. Su pelo brillante muestra la huella reciente de un peine.

– ¿Qué tal estamos esta mañana, muchacho? -pregunta.

– Muy bien -respondo-. Un poco cansado.

– ¿Te ha dado algún problema el duendecillo ese?

– No -le digo-. Se ha portado bien.

– Bien, bien -junta las manos con una palmada-. Entonces, ¿vamos a echarle un vistazo a ese caballo? Dudo que sea nada serio. Marlena los mima demasiado. Ah, mira, ahí está la damisela en cuestión. Ven aquí, cariño -dice en voz alta-. Quiero presentarte a Jacob. Es admirador tuyo.

Noto que el rubor se extiende por mi cara.

Marlena se detiene junto a él y me dedica una sonrisa mientras August se vuelve hacia el vagón de los caballos.

– Es un placer conocerle -dice alargando su mano. De cerca todavía se parece más a Catherine: rasgos delicados, pálida como la porcelana, con una nube de pecas sobre el puente de la nariz. Brillantes ojos azules y el pelo de un color lo bastante oscuro como para no poder ser calificado de rubio.

– El placer es mío -digo dolorosamente consciente de que no me he afeitado desde hace dos días, que la ropa me huele a estiércol y que éste no es el único olor desagradable que emana de mi cuerpo.

Ella inclina la cabeza ligeramente.

– Dígame, ¿no le vi a usted ayer? ¿En la carpa de las fieras?

– No lo creo -digo mintiendo por instinto.

– Claro que sí. Justo antes del espectáculo. Cuando la jaula del chimpancé se cerró de golpe.

Observo a August, pero él sigue mirando para otro lado. Marlena sigue la dirección de mis ojos y parece entender.

– Usted no es de Boston, ¿verdad? -pregunta en voz más baja.

– No. Nunca he estado allí.

– Ah -dice ella-. Es que me resulta algo familiar. ¡En fin! -continúa con alegría-. Auggie dice que es usted veterinario -al oír su nombre, August se da la vuelta.

– No -digo-. Bueno, no exactamente.

– Es demasiado modesto -dice August-. ¡Pete! ¡Oye, Pete!

Hay un grupo de hombres delante de la puerta del vagón de los caballos, colocando una rampa con barandillas a los lados. Uno, alto y con pelo oscuro, se gira.

– ¿Sí, jefe? -dice.

– Baja a los demás y tráenos a Silver Star, ¿quieres? -Ahora mismo.

Once caballos después -cinco blancos y seis negros-, Pete entra una vez más al vagón. Sale al cabo de un momento.

– Silver Star no quiere moverse, jefe.

– Oblígale -dice August.

– Ah, no, de eso nada -dice Marlena lanzándole a August una mirada asesina. Luego sube la rampa y desaparece dentro del vagón.

August y yo esperamos fuera, escuchando cariñosos ruegos y chasquidos de lengua. Al cabo de unos minutos, Marlena reaparece en la puerta con el caballo árabe de crines plateadas.

Ella va delante, susurrando y haciendo ruiditos con la lengua. Él levanta la cabeza y retrocede. Acaba por seguirla rampa abajo, meneando la cabeza a cada paso. Al final de la rampa tira para atrás con tal violencia que casi se sienta sobre las ancas.

– Jesús, Marlena… Creí que habías dicho que estaba un poco flojo -dice August.

Marlena está demudada.

– Y lo estaba. Ayer no se le veía así de mal. Lleva unos cuantos días algo débil, pero nada parecido a esto.

Sigue haciendo chasquidos y tirando de él, hasta que el caballo pisa la gravilla. Tiene el lomo arqueado y apoya todo el peso que puede en las patas traseras. El corazón me da un vuelco. Es la típica forma de andar sobre huevos.

– ¿Qué crees que puede ser? -me pregunta August.

– Dadme un minuto -digo, a pesar de que ya estoy seguro al noventa y nueve por cien-. ¿Tenéis una pinza de tentar?

– No. Pero hay una en la herrería. ¿Quieres que mande a Pete?

– Todavía no. Puede que no la necesite.

Me agacho junto al flanco delantero izquierdo del caballo y deslizo la mano hacia abajo por la pata, desde el brazuelo hasta la cuartilla. Ni se mueve. Luego paso la mano por la parte delantera del casco. Está muy caliente. Coloco el pulgar y el índice en la parte de atrás de la cuartilla. Tiene el pulso arterial desbocado.

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