Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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– El resto.

– En el cajón.

Reflexiona. Para llegar al escritorio deberá pasar por encima de mí.

Su desasosiego es más pronunciado que nunca pero, sin embargo, denota determinación. Una vez oí a Moritz contar que se puede vivir una larga y sana vida con la heroína. Si se tiene dinero. La sustancia en sí tiene un efecto casi conservante. Lo que acaba empujando a los drogadictos a la tumba, son las escaleras frías, las hepatitis, las mezclas impuras, el sida y el trabajo devastador y extenuante que requiere encontrar el dinero suficiente. Pero si te lo puedes permitir, puedes convivir con tu dependencia y desgastar tu salud. Dijo Moritz.

Me pareció entonces que exageraba. La exageración cínica, irónicamente distanciadora del profesional. La heroína es un suicidio. Para mí, no mejora porque se extienda a lo largo de veinticinco años. De todas formas, denota un profundo desprecio por la vida de uno mismo.

– Tú la sacas por mí.

Me pongo en cuclillas. Cuando intento apoyarme, la pierna derecha cede bajo mi peso y me caigo de rodillas. Hago que la caída sea más escandalosa y me levanto, asiéndome del lavabo. Del perchero descuelgo la toalla blanca con la que me seco la sangre de la cara. Entonces me doy la vuelta y, a la pata coja, doy un salto hacia el escritorio y los cajones. Todavía con la toalla en la mano, me dirijo hacia el armario.

– La llave está aquí dentro.

En la misma vuelta inicio el giro. Un arco de círculo que se adelanta hasta llegar al ojo de buey, se eleva hacia el techo y acelera en su descenso contra su tabique nasal.

Lo ve llegar y da un paso atrás. Pero sólo está preparado para recibir el latigazo de un trozo de tela. La bola en el interior del rizo de la toalla le golpea encima del corazón. Cae de rodillas. Entonces vuelvo a hacer girar la toalla. Le da tiempo a subir el brazo. El golpe le llega debajo del hombro y lo derriba sobre la cama. Ahora su mirada es asesina. Le golpeo con todas mis fuerzas, apuntando a su sien. Hace lo correcto, se adelanta al golpe, levanta el brazo de manera que la toalla se enrolle alrededor de su brazo y da un tirón. Yo me precipito contra él, cayendo un metro hacia delante. Entonces me golpea con el pasador, en un movimiento bajo y arrollador, dándome de pleno en el abdomen. Tengo la sensación de verme a mí misma desde fuera, empujada hacia atrás en el camarote y entiendo que lo que me golpea en la espalda es el escritorio. Se desliza por encima del catre. Siento que me he quedado sin cuerpo, y miro hacia abajo. Primero creo que corre un líquido blanco desde mi interior. Entonces me doy cuenta de que se trata de la toalla, que he arrastrado conmigo en la caída. Jakkeisen aparece por encima del borde de la cama. Recojo la bola del suelo, acorto la longitud de la toalla a la mitad, pongo mi mano derecha sobre la izquierda y tiro hacia arriba con los brazos extendidos.

Le doy debajo del mentón. Su cabeza se va hacia atrás de un tirón, el cuerpo le sigue, más lento, y cae arrojado contra la puerta. Por un instante, sus manos toquetean torpemente detrás de él, encontrando finalmente apoyo en el tirador de la puerta. Entonces se rinde, dejándose caer en el suelo.

Me quedo de pie inmóvil un momento. Entonces repto por los tres metros de entarimado, apoyándome en la cama, el armario y el lavabo, paralizada desde el ombligo hasta los pies. Recojo el pasador. De su bolsillo saco el pequeño tubo.

Tarda mucho en volver a estar presente. Espero, agarrada al pasador. Se palpa la boca y se escupe en las manos. Sale sangre con trozos más claros y consistentes.

– Me has destrozado la cara.

La mitad de uno de los dientes de la parte superior de la boca ha saltado. Se ve cuando habla. La furia se ha consumido en su interior. Parece un niño.

– Dame el tubo ese, por favor, Smila.

Lo saco y lo balanceo sobre mi muslo.

– Quiero ver la bodega de proa -le respondo.

El túnel empieza en la sala de máquinas. Desde el suelo de tablas bajan unas escalerillas entre las vigas de acero de la bancada del motor. Al final de las escalerillas, una puerta estanca contra incendios da paso a un estrecho pasillo que a duras penas tiene la altura necesaria para poder estar erguido y una anchura de escasamente un metro.

Está cerrada, pero Jakkeisen la abre.

– Allí, al otro lado de la máquina, debajo de los compartimentos estancos del castillo de proa, corre un túnel como éste que llega hasta los tanques laterales.

En mi camarote ha vertido una raya corta y gruesa sobre mi espejo de bolsillo y la ha aspirado directamente por una de las fosas nasales. Eso lo ha transformado en un guía soberbio y seguro. Aunque cecea a través del diente roto.

Apenas puedo apoyarme sobre el pie derecho. Está hinchado como si hubiera sufrido una dislocación grave. Le sigo a una cierta distancia. He hincado el pequeño destornillador de estrella en un tapón de corcho y lo he metido en la cintura de los pantalones.

Enciende la luz. Cada cinco metros hay una bombilla desnuda recubierta con una tela alámbrica.

– Mide veinticinco metros. Corre hasta donde empieza el castillo de proa. Encima hay un entrepuente con una capacidad de treinta y cuatro mil quinientos pies cúbicos, y encima de éste, hay otro de veintitrés mil pies cúbicos.

A lo largo de los lados del túnel, las cuadernas forman un entramado tupido. Allí pone su mano.

– Veinte pulgadas. Entre las cuadernas. El doble de lo habitual para un barco de cuatro mil toneladas. Planchas de un grosor de una pulgada y media en la proa. Estas medidas otorgan una resistencia local veinte veces superior a la requerida por las compañías de seguros y por la inspección de buques para homologar un rompehielos. Por eso sabía que nos dirigíamos hacia el hielo.

– ¿Cómo sabes tantas cosas sobre barcos, Jakkeisen?

Se incorpora. Todo encanto y efusión.

– Conoces a Peder Most, ¿no? Yo soy Peder Most. Nací en Svendborg como él. Soy pelirrojo. Y pertenezco a la era antigua. Cuando los barcos eran de madera y los marineros de acero. Ahora es al revés.

Pasa una mano por sus rizos rojos para darles un porte fresco de mar.

– También soy tan esbelto como él. He recibido varias ofertas para trabajar de modelo. En Hong Kong dos tipos firmaron un contrato conmigo. Estaban en el negocio. Se habían percatado desde lejos de mi porte. Debía presentarme a la primera sesión fotográfica al día siguiente. Entonces estaba embarcado como camarero. No me daba tiempo a acabar de lavar los platos, ¿sabes? Por lo tanto, eché toda la cubertería y la vajilla por el ojo de buey. Cuando llegué a su hotel, desgraciadamente ya se habían marchado. El patrón me descontó cinco mil coronas de mi paga para costear al submarinista que recuperó la vajilla del fondo del puerto.

– El mundo es injusto.

– Lo es, no sabes cuánto. Por eso sólo soy marinero. He navegado durante los últimos siete años. He estado a punto de entrar en la Escuela Náutica muchas veces. Pero siempre había algo que me lo impedía en el último momento. Aun así, lo sé todo sobre barcos.

– De la caja que tiramos ayer al agua, no entendiste nada, ¿verdad?

Entorna los ojos.

– ¿Entonces es cierto lo que dice Verlaine?

Aguardo.

Hace un gesto envolvente con la mano.

– Podría llegar a ser un hombre valiosísimo para la policía. Podrían incorporarme en la brigada de estupefacientes. Conozco al dedillo todo ese mundo, ¿sabes?

Sobre nuestras cabezas corre una tubería de agua. Cada diez metros han instalado llaves de salida de extintores contra incendios. Cada llave está provista de una bombilla roja. De su bolsillo saca un pañuelo y lo deposita con un movimiento experimentado alrededor de la llave. Entonces enciende un cigarrillo.

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