Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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Repaso todas las paredes. En medio, arriba y abajo de cada pared, hay una rejilla de cincuenta por cincuenta centímetros.

La plataforma sobre la que nos encontramos sobresale medio metro de la pared. En el lado izquierdo hay una especie de panel de instrumentos. Enmarca cuatro luces, un interruptor, un medidor que está marcado con «oxyg. 0/00», otro análogo, marcado con «air atm.», un termostato con una escala que va desde +20° hasta -60° C, así como un higrómetro.

Vuelvo a colgar la linterna en su sitio. Salimos y yo cierro la puerta. A la izquierda hay una portezuela blanca. Lo intento, pero la llave de Jakkeisen no la puede abrir. No es tan importante. Sé, más o menos, lo que hay detrás de ella. Un panel como el de dentro del tanque. Además de otros mandos de control.

Volvemos, Jakkeisen va delante. Su energía está decreciendo. Está a punto de consumirse.

Lo dejo esperando en su camarote mientras voy a por sus piezas de ajedrez. No me encuentro con nadie. Mi despertador indica que son las 3:30. Me siento envejecida.

Me meto en la bañera. Cuando salgo del baño, me lo encuentro en la puerta. Pletórico de fuerzas. Con un viso sereno en todo su joven y fino rostro.

– Smila -susurra-, ¿qué te parece un polvo rápido?

– Jakkeisen -le digo-. Dime una cosa. Ese Peder Most, ¿también era un drogata?

6

Meto la cabeza en la secadora de ropa y entierro las manos en los trapos de cocina, todavía ardientes. Inmediata y sensiblemente, la piel de la cara y de las manos empieza a resecarse.

Si no tienes casa, siempre estarás buscando las analogías, la similitud, los pequeños aromas y colores y tactos que te hagan recordar un lugar en el que antaño te habías sentido en casa, en el que, alguna vez, te habías sosegado, te habías sentido en paz contigo misma. En una secadora, el aire es como el de un desierto. En el desierto una vez me sentí como en casa.

Cruzamos una planicie en el fondo de un valle y, a nuestro alrededor, había una estepa, llana y yerta, y encima, un tórrido sol. Como si un dios despiadadamente curioso hubiera dirigido su microscopio y su lámpara de laboratorio hacia nosotros, únicos seres vivos en un mundo, por lo demás, extinto. Atravesamos dunas y superamos sartenes de sal, a través de un infierno de color ocre y gris ceniza, pero, a pesar de todo, conmovedoramente bello. Al final del día nos sobrevino una tormenta de polvo, tuvimos que echarnos al suelo apretándonos unos contra otros y taparnos los rostros con pañuelos. No nos quedaba agua y uno de los participantes de la expedición, un hombre joven, sufrió un acceso de fiebre y empezó a gritar que se estaba muriendo de sed. Cuando la tormenta finalmente se alejó, la franja de arena que se había levantado con el viento estuvo suspendida en el aire durante un instante, entre nosotros y el sol. Brillaba, desde dentro, como si hubiera abrazado al sol, como si un enorme enjambre de abejas incandescente se elevara en el espacio celeste junto con el sol. Me sentí despejada y feliz, sin que hubiera ningún motivo aparente.

Aquello ocurrió a las diez y media de la noche, la luz abrasadora era el sol de medianoche y el lugar, el valle de Schuckerdt, en el noreste de Groenlandia. Un desierto ártico en el que el sol polar, en un verano muy corto, llega a calentar las rocas hasta los 35 °C, creando un paisaje plagado de mosquitos, de lechos de ríos desecados y pedregales titilantes de calor. Tardamos dos días en cruzarlo y, desde entonces, he deseado con cierta frecuencia volver. Mi hermano tomó parte en la expedición en calidad de cazador. Fue el último viaje largo que hicimos juntos. Nos sentíamos como niños, como si aquel día en que Moritz me obligó a ir a Dinamarca nunca hubiera existido, como si nunca hubiéramos sufrido una separación de doce años. En este momento, cuando me encuentro delante de la máquina, me aferro a este injusto recuerdo de mi juventud, cuya dulzura ya nunca podré compartir con nadie. Lo malo de la muerte no es que modifique el futuro, sino que nos deje solos con nuestros recuerdos.

Arranco el destornillador de su tapón de corcho y desgarro el saco de basura grande y negro.

Fue antesdeayer cuando Jakkeisen me mostró la bodega. Desde ayer, no me desprendo del destornillador.

Ese día, alrededor de las doce del mediodía, volví de la lavandería a mi camarote para cambiarme de ropa.

Tal vez mi vida, en conjunto, pueda considerarse desastrosa. Pero siempre mantengo el orden más estricto con mi ropa. He traído perchas con pinzas para mis pantalones, perchas hinchables para mis blusas, y siempre doblo mis jerséis de una manera especial. La ropa de cada uno se mantiene como nueva e inconfundiblemente propia si se plancha, se dobla, se cuelga, se cepilla, se amontona y se pone en su sitio convenientemente.

En la parte superior de mi armario encuentro una camiseta que no está doblada como debería estarlo. Reviso todo el montón. Alguien lo ha tocado.

En el comedor me siento al lado de Jakkeisen. No lo he visto desde la noche anterior. Deja de comer por un instante. Entonces vuelve a inclinarse sobre su plato.

– ¿Has sido tú -le pregunto en voz baja- quien ha registrado mi camarote?

En sus ojos aparece un temor tenue, semejante a una ligera fiebre. Sacude la cabeza. Debería comer, pero he perdido el apetito. Cuando esa misma tarde entro a trabajar en la lavandería, después del almuerzo, ya he colocado dos finas tiras de cinta adhesiva en mi puerta.

Cuando vuelvo a mi camarote antes de la cena, las tiras están reventadas. Desde entonces no me he desprendido del destornillador. Posiblemente no sea una respuesta racional. Sin embargo, las personas intentamos fortalecer nuestra moral a través de tantos objetos insólitos que supongo que un destornillador de estrella no puede ser peor que tantos otros objetos raros.

Del saco cae al suelo un montón de ropa de caballero. Camisetas de tirantes, camisas, calcetines, tejanos, calzoncillos, un par de recios pantalones de trabajo.

Lo que ahora tengo entre las manos es la primera porción de ropa para lavar que me han dado de la cubierta de botes, la parte del barco cerrada con llave.

Un poco de ropa de mujer. Una chaqueta de lana, calcetines, medias, una falda de algodón, toallas con la etiqueta de «Damasquinos Jutlandia», son de rizo grueso y llevan entretejidos el nombre de Katja Claussen. No ha dejado nada más para lavar. La entiendo perfectamente. Como mujer, no le gusta que gente extraña vea su ropa sucia, ni tampoco que la tengan entre sus manos. Si yo no fuera la única encargada de la lavandería, lavaría mi ropa en el lavabo de mi camarote y la colgaría sobre una silla.

Entonces me traen un nuevo montón de ropa de hombre. Camisetas, camisas, sudaderas, pantalones de algodón. En él me llama la atención tres cosas. Que es nueva, que es cara y que es de la talla 46.

– Jaspersen.

Los pequeños teléfonos negros de pasta sintética que hay en todas los camarotes del Kronos y que pueden activarse desde el puente y, de esta manera, permiten que el oficial de guardia pueda, cuando le plazca, interrumpirte y darte órdenes, son para mí, al menos en este momento, la materialización culminante del desarrollo tecnológico, mezquinamente terrorista, ingenioso y monstruoso de los últimos cuarenta años.

– Haga el favor de servir el café en el puente.

No me gusta nada que me vigilen. Odio tener que seguir un horario. Tengo alergia a los registros coordinados. Detesto los controles de pasaportes y las partidas de nacimiento. La escolaridad obligatoria, el deber de informar, las pensiones alimenticias, las indemnizaciones, el secreto profesional, toda esta monstruosidad ampulosa y podrida de medidas y exigencias de control estatales que caen sobre nuestras cabezas en cuanto llegamos a Dinamarca y que yo aparto de mi conciencia diariamente, pero que, sin embargo, pueden salirte al paso en cualquier momento, materializados en, por ejemplo, un pequeño teléfono negro.

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