– Y, sin embargo, los icebergs constituyen un problema menor. Al fin y al cabo, es la idea que todo el mundo tiene de los mares polares. Peor todavía es la placa de hielo; un banco de hielo flotante a lo largo de la costa este, que dobla el cabo Farewell en noviembre y se extiende hasta pasado Godthaab.
He conseguido sacar el tapón de una sola pieza de la segunda botella de vino. Sirvo a Kützow. Bebe mientras contempla distraído la etiqueta. Es la graduación del alcohol lo que le interesa.
– Donde se acaba el banco de hielo, comienza el hielo del oeste. Creado en el golfo de Baffin y prensado en el estrecho de Davis, donde se funde con el hielo de invierno. Todo junto forma un campo de hielo con el que nos encontraremos cerca de los bancos de pesca al norte de Holsteinsborg.
Los viajes intensifican todos los sentimientos humanos. Cuando levantábamos el campamento en Qaanaaq para irnos de caza, de visita o para ir a Qeqertat, brotaban como en una explosión los enamoramientos latentes, las amistades, la animosidad. En el aire, entre Lukas y sus dos pasajeros y patrones impera una aversión intensa y recíproca.
Miro a Lukas. No ha dicho ni hecho nada. A pesar de ello, exige, sin palabras, que lo mires. Vuelvo a tener la sensación vaga e inquietante de haber presenciado una función que ha sido puesta en escena para mí y que no he entendido.
– ¿Dónde está Toerk? -pregunta.
– Trabajando -contesta la mujer.
Quien vuele desde Europa hasta Tule sentirá, cuando salga del avión, que ha entrado en un congelador con sobrepresión, pues un frío helado comprimirá sus pulmones con una presión de varias atmósferas. Si vuelas en la dirección opuesta, creerás, en cambio, que, al llegar a Europa, has aterrizado en una sauna finlandesa. Pero un barco que navega hacia Groenlandia, no navega en dirección norte sino hacia el oeste. El cabo Farvel se encuentra en el mismo paralelo que Oslo. El frío no sobreviene hasta que no doblas y navegas en dirección norte. El viento que se ha levantado a lo largo del día es rudo y húmedo pero, sin embargo, no es más frío que una tormenta en Cattegat. En cambio, las marejadas son los movimientos profundos y largos del Atlántico Norte.
La cubierta está inundada de agua. La escotilla de la bodega de proa está cerrada. La mido con mis pasos. Mide cinco metros por seis. No siempre ha tenido las mismas medidas. En ambos extremos hay un borde blanco recién pintado de tres cuartos de metro. Y sobre la cubierta, un cordón de soldadura. La entrada ha sido ensanchada recientemente con por lo menos un metro en cada lado.
Para Europa, el mal simboliza lo desconocido, y el hecho de navegar constituye en sí el viaje y la aventura. Es una idea que no se corresponde en nada con la realidad. La navegación es el movimiento que se aproxima más a la inmovilidad. Experimentar que te mueves requiere recaladas, requiere que existan puntos fijos en el horizonte y protuberancias de hielo desapareciendo bajo los patines de tu trineo y la visión de las montañas por encima del napariaq , el soporte que lleva detrás el trineo, las formaciones de hielo que surgen, que superas y que se sumergen en el horizonte.
Todo esto le falta al mar. Un barco parece inmóvil, parece que sea una plataforma fija de acero, encuadrada en un horizonte redondeado, invariable, sobre el que planea un tiempo invernal, gris y helado y emplazada sobre un abismo móvil pero, sin embargo, siempre uniforme. Sacudido por el esfuerzo monótono de la máquina, el barco cabecea en vano en un mismo punto.
O tal vez sea yo la que se ha hecho demasiado mayor para viajar.
Junto con la niebla que nos viene de fuera, me llega la depresión.
Para poder viajar, se necesita un hogar desde el que partir y al que retornar. En caso contrario, te conviertes en un refugiado, un errante de las montañas, un qivittoq . Justo en esta época del año, los qivittoqs de Groenlandia del Norte se reúnen en los barracones de chapa ondulada en Qaanaaq.
Me pregunto, como tantas otras veces, cómo he venido a parar aquí. No puedo soportar la culpa yo sola, es una carga demasiado pesada; sin duda también he debido de tener muy mala suerte; de alguna manera, el universo debe de haberse apartado de mí. Cuando mi entorno se aparta de mí dándome la espalda, yo me encojo sobre mí misma como un mejillón vivo que rocían con limón. Soy absolutamente incapaz de ofrecer la otra mejilla, no puedo responder a la hostilidad con un exceso de confianza.
En una ocasión pegué a Isaías: le había contado que de niños, cuando el hielo se abría en el golfo de Siorapaluk, muy adentro, solíamos saltar de témpano en témpano a sabiendas de que, si resbalabas, te escurrías por debajo del hielo y entonces la corriente te llevaría hacia el fondo, hacia Nerrivik, la madre del mar, desde donde ya nunca podrías volver. Al día siguiente quiso esperarme fuera del supermercado Brugsen, cerca de la estatua del groenlandés que hay en la plaza. Cuando volví a salir, había desaparecido y al cruzar el puente, lo vi abajo, sobre el hielo. Un hielo recién formado y muy fino, que la corriente estaba desintegrando por su parte inferior. No grité, no pude gritar, sino que me acerqué al urinario que hay en el muelle y, desde allí, lo llamé con voz dulce. Y él vino hacia mí, vacilante y con pasitos cautelosos sobre el hielo y, cuando ya estaba sobre los adoquines del muelle, le pegué. Supongo que el golpe, de la manera que puede serlo la violencia, fue uno de mis sentimientos hacia él. Apenas podía mantenerse en pie.
– Me has pegado -dijo paseando la vista a su alrededor, acaso buscando, entre lágrimas, un arma con la que rajarme.
Entonces, con un solo, pero sin embargo, enorme movimiento, retornó a las reservas inagotables de su naturaleza.
– Naammassereerpoq , supongo que podré acostumbrarme -dijo.
Yo carezco de esa profundidad. Tal vez sea una de las razones por las que las cosas me han ido de esta manera.
No se oye ningún ruido, pero sé que hay un hombre a mis espaldas. Entonces veo a Verlaine, que se apoya contra la regala y sigue mi mirada dirigida al mar. Se quita su guante de trabajo y extrae un puñado de arroz de su bolsillo.
– Yo creía que los groenlandeses eran paticortos y follaban como cerdos y que únicamente trabajaban cuando tenían hambre. La única vez que estuve allí arriba, transportábamos petróleo hasta un pueblo en algún lugar del norte. Bombeábamos el petróleo directamente en las cisternas que había en la playa. Un día llegó un hombrecito en una barca y disparó su fusil mientras gritaba. Entonces todos se fueron corriendo hacia sus cabañas y volvieron con sus rifles. Algunos se hicieron a la mar en sus botes mientras que otros se pusieron a disparar directamente desde la playa. Si no hubiera estado alerta, la presión hubiera hecho saltar las mangueras. Por lo visto, todo el alboroto se debió a que había pasado un banco de peces de algún tipo.
– ¿En qué estación del año fue?
– Tal vez en julio o a comienzos de agosto.
– Beluga -digo-. Una ballena pequeña. Entonces fue en uno de los poblados al sur de Upernavik.
– Telegrafiamos a la compañía mercantil diciéndoles que habían abandonado el trabajo y que habían salido a pescar. Nos contestaron que solía ocurrir varias veces al año. Ocurre cuando tratas con gentes primitivas. Cuando tienen el estómago lleno, no le encuentran el sentido al trabajo.
Asiento con la cabeza.
– Dicen en Groenlandia -le contesto- que los filipinos son una nación de pequeños chulos vagos, que únicamente sirven en la mar porque no es necesario pagarles más de un dólar la hora, pero que hay que cebarlos con montones de arroz hervido constantemente, para que no te apuñalen por la espalda.
– Es cierto -contesta.
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