– Ya me acordaré, ya -dice-. No habrás estudiado derecho, ¿verdad?
Ha estado leyendo un diario francés. Sigue mi mirada.
– Quiero ingresar en la diplomacia -dice-. Así que debo mantenerme informado. No tenemos nada sobre Geoinform. Seguramente no sea una sociedad anónima.
– ¿Es posible averiguar quién está en el consejo de administración?
De una estantería del otro lado de la oficina, saca un volumen que tiene el tamaño de un listín telefónico doble: Fundaciones Danesas de Green. Lo busca por mí. Hay tres personas en el consejo de Geoinform. Me apunto los nombres.
– ¿No puedo invitarla a almorzar?
– Tengo que ir a pasear al Parque de los Animales -le contesto.
– Podría acompañarla.
Señalo sus mocasines.
– Hay setenta y cinco centímetros de nieve allí.
– Podría comprarme unas botas de agua en el camino.
– Estás trabajando -digo-. Labrándote un camino en la diplomacia.
Asiente abatido.
– Quizá cuando la nieve se haya derretido -me dice-. En primavera.
– Si para entonces seguimos vivos -contesto.
Me dirijo al Parque de los Animales. Ha nevado toda la noche. He traído mis kamiks . Pasada la puerta del parque, me los pongo. Las suelas de los kamiks se desgastan con mucha facilidad. Cuando éramos niños, no nos dejaban bailar con los kamiks puestos si había arena en el suelo. Podías desgastarlos en una sola noche. Sin embargo, sobre la nieve y el hielo, donde la fricción es distinta, su resistencia es enorme. La nieve recién caída es ligera y fría. Me aparto todo lo que puedo de los senderos. Durante un día entero, camino lenta y pesadamente entre ramas negras que brillan de nieve. Sigo un rastro serpenteante de corzos hasta que descifro su ritmo. El repentino cojear del animal cada cien metros, su costumbre de orinar en pequeñas cantidades, un poco a la derecha de sus pasos. La regularidad con la que escarba un agujero con forma de corazón, que llega hasta la tierra oscura donde encontrará las hojas.
Transcurridas tres horas, lo encuentro. Un corzo. Blanco, alerta, interesado.
Me siento en una mesa apartada del café Peter Liep y pido una taza de chocolate caliente. Entonces dispongo el papel con los tres nombres delante de mí, sobre la mesa.
Katja Claussen
Ralf Seidenfaden
Toerk Hviid
Saco el sobre de Moritz con las copias de los recortes de periódicos. Estoy buscando uno en concreto.
El local se llena con un grupo de niños y adultos. Han dejado los esquís y los trineos fuera. Sus voces resuenan, llenas de alegría. Por el calor misterioso de la nieve.
El recorte es de un periódico editado en inglés. Quizás ésa sea la razón por la que me he fijado en él especialmente. Parte del titular ha desaparecido porque alguien lo ha recortado mal. Sin embargo, lo han anotado al lado con un bolígrafo de tinta verde. La fecha es 19 de marzo de 1992. «First Copenhagen Seminar on Neocatastrophism. Professor, MD, Johannes Loyen, member of the Royal Danish Academy of Science, is giving the opening lecture.»
Loyen está encaramado a un escenario, aparentemente sin manuscrito ni tribuna donde apoyarse. La sala es grande. A mis espaldas hay tres hombres sentados a una mesa semicircular.
«Behind him Ruben Giddens, Ove Nathan and Toerk Hviid, the…»
El texto ha sido recortado, la continuación de la línea no la han incluido. Sus máquinas componedoras no tenían la letra «ø» por lo que su nombre lo han escrito «Toerk» en vez de «Tørk». De esta manera, salta a la vista. Así es como he podido acordarme.
El sol se pone mientras vuelvo a casa. Mi corazón late a toda velocidad.
En el mismo instante en que abro la puerta de mi apartamento, suena el teléfono.
Tardo una eternidad en quitar la cinta adhesiva roja. Presiento que es el mecánico. Debe de haber intentado localizarme un montón de veces.
– Soy Andreas Licht.
La voz es débil, suena como si estuviera resfriado.
– Le sugiero que venga a verme inmediatamente.
Experimento una llamarada de irritación. Somos unos cuantos los que nunca aprenderemos a recibir órdenes.
– ¿Tiene que ser hoy?
Se oye un ruido ahogado, como si procurara ocultarme su risita.
– Está interesada, ¿no es cierto?
Ha colgado.
Estoy de pie en la entrada con el abrigo puesto. En medio de la oscuridad porque todavía no he tenido tiempo de encender la luz. ¿De dónde ha sacado mi número de teléfono?
Odio las prisas. Tengo otros planes para la jornada.
Dejo los kamiks en la entrada y vuelvo a adentrarme en el atardecer de Copenhague.
Al pasar ante la puerta del mecánico, me detengo. Estoy tentada de llevarlo conmigo. Sin embargo, interpreto este sentimiento como una debilidad.
En el bolsillo llevo un rotulador, pero ningún papel. Sobre un billete de cincuenta coronas escribo: «Puerto Sur, Svajerbryggen, atracadero 126. Volveré más tarde. Smila».
Esta nota constituye un compromiso, entre la necesidad que siento de protección y la certeza de que aquellos planes que puedes mantener en secreto son también los que mejor puedes llevar a cabo.
Tomo un taxi hasta la fábrica del puerto Sur. Acaso sea la paranoia del mecánico hacia los teléfonos lo que se está reproduciendo en mí, pero no quiero dejar una pista demasiado clara.
Desde la fábrica, hay un cuarto de hora a pie.
A estas horas, incluso las máquinas están durmiendo. La ciudad parece lejana. Pero en las calles desiertas que atravieso, encuentro un ligero vislumbre de sus luces. Sobre el cielo negro azulado, algunos cohetes dispersos trazan de vez en cuando una estela candente de luz y luego explotan. El lejano estallido me llega retardado. Es la noche de fin de año.
Las calles están sin alumbrar. Contra el cielo más claro, las grúas son siluetas inmóviles. Todo está cerrado, apagado, abandonado.
El muelle de Svajer es una superficie en la oscuridad. La nieve fresca sobre el hielo concentra la poca luz que hay en el espacio, resplandeciendo con debilidad. Antes que yo, sólo ha pasado un coche solitario por aquí. Camino sobre sus rodadas.
El letrero sigue cubierto de plástico blanco, con el pequeño rasgón que hice ayer. Han quitado toda la nieve del muelle, de la pasarela y de parte de la cubierta. Alguien ha movido un par de cajas con el fin de dejar un espacio para un palet repleto de bidones rojos. Salvo la nieve, los bidones y la oscuridad, todo permanece tal como lo dejé ayer.
No hay luces a bordo.
Mientras cruzo la pasarela, me acuerdo de las rodadas del coche solitario. El dibujo de los neumáticos dibujan un ligero deslizamiento hacia atrás. La rodada que he estado siguiendo se dirigía al puerto. No he encontrado ninguna en sentido opuesto. No hay más caminos que lleven al muelle de Svajer que el que he estado siguiendo yo misma. Sin embargo, no hay rastro del coche.
La puerta barnizada está cerrada, aunque no tenga la llave echada. Dentro, hay una luz tenue.
Sé que el esquimal de fibra de vidrio estará allí. La luz proviene de algún lugar detrás de la mampara.
Hay una pequeña lámpara de mesa sobre el escritorio. Detrás de la mesa, está sentado el profesor y el director del museo, Andreas Licht, con la cabeza ligeramente ladeada y sonriéndome ampliamente.
Su sonrisa no se borra de su rostro, ni siquiera cuando doy la vuelta a la mesa.
Se ha agarrado con ambas manos a la silla por debajo del asiento. Como para mantenerse erguido.
Al acercarme, observo que le han desgarrado los labios, separándolos de los dientes. Tampoco se ha agarrado a la silla. En realidad, sus manos están atadas con finos cables de hilo de cobre. Lo toco. Está caliente. Pongo los dedos sobre su cuello. No tiene pulso. Su corazón ha dejado de latir. Al menos, eso me parece.
Читать дальше