Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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Su voz es llorosa. Ha olvidado dónde está. Se agarra a mi brazo con fuerza.

– ¡La guerra es terrible!

Nos contempla, recuerda súbitamente que representamos a las fuerzas armadas y, por un instante, se agolpan varios planos en su conciencia. Entonces vuelve al presente, alegre y sensual. Sonríe al mecánico.

– Mi alférez volvió a casa. Yo estaba dispuesta a seguirle. Sin embargo, un día me llamaron del despacho de Ottini. Me hizo una oferta. Al día siguiente fui trasladada a Blankeneese. A orillas del Elba. Allí los ingleses habían tomado posesión de los grandes chalets. Trabajábamos en uno de ellos. Éramos cuarenta personas en la casa. Sobre todo, ingleses y americanos. Veinte de ellos trabajaban en la planta de arriba en la escucha de la red telefónica. En la planta de abajo, éramos varios grupos de trabajo separados. Naturalmente, nunca nos dijeron lo que hacían los demás. En Rahlstedt también habíamos estado sometidos al secreto profesional. Pero, aun así, solíamos hablar entre nosotros. Nos enseñábamos las cartas divertidas. En Blankeneese era totalmente distinto. Allí fue donde conocí a Johannes Loyen. Durante los primeros tiempos, sólo estaba yo y dos más. Un matemático inglés y un profesor belga en sistemas de anotaciones coreográficas. Trabajábamos con cartas y conversaciones telefónicas en clave. Sobre todo, con cartas.

Se ríe.

– Creo que, llegado un momento, nos pusieron a prueba, dándonos asuntos que carecían de importancia. A menudo, rompíamos las claves de dos cartas en un día. Normalmente, solían ser cartas de amor. Fue en julio cuando llegué allí por primera vez. A partir de agosto las cosas cambiaron. Las cartas eran otras. Varias de ellas estaban escritas por las mismas personas. También nos asignaron un nuevo censor, un alemán que había trabajado para Van Gehlen. Nunca llegué a entenderlo. Que los americanos y los ingleses adoptaran parte del servicio de inteligencia alemán. Pero era un hombre dulce y amable. Nunca es del todo posible notarle este tipo de cosas a la gente, ¿no es cierto? También decían que Himmler tocaba el violín. Se llamaba Holtzer, y parecía disponer de conocimientos especiales sobre el asunto en el que trabajábamos. Porque eso llegué a entenderlo con el tiempo. Que teníamos un asunto entre manos. A pesar de todo, siguieron consultándome ciertos giros y términos específicos. Paulatinamente, empezó a esbozarse una imagen.

Hemos vuelto a desaparecer de su conciencia. Está en Hamburgo, a orillas del Elba, en agosto del 46.

– Hubo una palabra que me ocultaron insistentemente. Era Niflheim . Un buen día, la busqué en el diccionario. Significa «el mundo de las tinieblas». Es la parte postrera del Hel, el reino de la muerte. A finales de agosto debieron de estrechar el cerco del sector que estaban rastreando porque, desde ese momento, empezamos a recibir correspondencia intercambiada únicamente entre cuatro personas. Nunca vimos los sobres. Sólo llegamos a conocer los nombres, nunca las direcciones. Cuando empezamos, disponíamos de ocho cartas. Llegaban dos a la semana. La clave era, en cierta manera, chapucera. Parecía haberse elaborado a toda prisa. Y, sin embargo, fue complicado romperla, porque no estaba construida sobre la base del idioma normal, sino sobre una serie de metáforas preacordadas. Simulaba tratar del transporte y la venta de artículos diversos. Por esas fechas, Johannes, el doctor Loyen, se incorporó a nuestro grupo. Estaba en Alemania en calidad de médico forense con el fin de participar en la liquidación de los campos de concentración.

Entorna los ojos y eso le da un aire de colegiala.

– Un hombre muy apuesto. Y muy vanidoso. Eso ya puede decírselo de mi parte, señor capitán.

El mecánico asiente con la cabeza y estruja su servilleta entre las manos.

– Estaba amargado de que no fuera él, sino los odontólogos forenses las grandes estrellas durante las identificaciones, también en relación con los procesos de Nürenberg. La idea era que trabajara con nosotros como asesor en asuntos médicos. Sin embargo, no hizo falta. Coincidió con que descubrí que Niflheim debía ser el nombre de una expedición a Groenlandia. Loyen sabía algo sobre Groenlandia. Quizá porque estuvo allí. Nunca lo dijo. Pero hablaba muy bien el alemán. Llegó a funcionar al mismo nivel que nosotros. A finales de septiembre logramos romperla. Fui yo quien descifró la clave. En una carta se mencionaba, a modo de pronóstico, el precio de las judías en la semana correspondiente. Unas cifras que subían un poco cada día y que culminaban el viernes. Busqué la semana en cuestión en mi calendario de viaje, que me había enviado mi madre. El viernes era luna llena. En varias ocasiones había participado en la Admirals Cup del Canal de la Mancha con el gran Colin Archer de papá. Me pareció que los números se asemejaban a los movimientos de la marea. Lo verificamos en los almanaques de la Armada inglesa. Se trataba de la marea alta y la marea baja en el Elba. A partir de allí, todo fue muy fácil. Tardamos tres semanas en descifrar hacia atrás las cartas recibidas. Hablaban sobre la manera de conseguir un barco. Y de llegar hasta Groenlandia en él. La Operación Niflheim.

– ¿Qué buscaban? -le pregunto.

Sacude la cabeza.

– Nunca me lo dijeron. Tampoco creo que los demás lo supieran. Las cartas trataban sobre la compra del barco, algo que resultaba bastante complicado por culpa del estado de excepción. También sobre la posibilidad de navegar hasta Kiel y atravesar las aguas territoriales danesas. Sobre la localización de las rutas sembradas de minas. Sobre la vigilancia inglesa del Elba y el canal de Kiel. Los que escribían las cartas sabían todos de qué se trataba. Y supongo que ésa fue la razón por la que nunca lo mencionaron.

Los tres nos reclinamos simultáneamente en nuestros asientos. Volvemos a la confitería La Brioche d'Or, volvemos al aroma del café, al presente, al Satin Doll.

– Me tomaría un trozo de tarta -dice Benedicte Clahn.

Se lo ha merecido. Le traen la tarta y parece que sea verano. Con nata tan fresca y tierna y de un blanco amarillento que te hace dudar si no tienen una vaca en la trastienda.

Espero a que la haya catado. A las personas nos cuesta mantener la guardia mientras acarician nuestros sentidos.

– ¿Ha hablado alguna vez de todo esto, en otro contexto?

Está a punto de negarlo indignada. Pero entonces, sus recuerdos resucitados y la confianza que tiene en nosotros y, quizás, el sabor de las frambuesas, provocan una reacción en ella.

– Me he criado con la discreción como algo que había que dar por sentado -contesta.

Asentimos tranquilizándola.

– Quizá Johannes Loyen y yo hayamos hablado del tema en una o dos ocasiones. Pero de esto hace ya más de veinte años.

– ¿Puede haber sido en el 66?

Me mira incrédula. Durante unos instantes me encuentro en la zona de peligro. Entonces decide consigo misma que, sin lugar a dudas, hemos estado hablando de ello con Loyen.

– Johannes Loyen trabajó para una compañía que tenía que organizar un viaje a Groenlandia. Quiso que nos reuniéramos y que juntos intentáramos reconstruir parte de la información contenida en las cartas del 46. Se trataba, sobre todo, de descripciones de rutas, en su mayor parte, sobre las condiciones de fondeado. Sin embargo, no lo logramos. Aunque le dedicamos muchas horas. Creo incluso que recibí una remuneración por ello.

– Y de nuevo en el 90 o 91, ¿no es cierto?

Se muerde el labio.

– Helen, su esposa, es muy celosa -dice.

– ¿Qué interés tenía él en todo ello?

Sacude la cabeza.

– El caso es que nunca me ha contado nada. ¿Han intentado preguntárselo ustedes mismos?

– No hemos tenido ocasión todavía -contesto-. Pero todo llegará.

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