Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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No voy a tener más remedio que forzar la reja. Tardo muchísimo tiempo. Y acabo lanzando las botas por encima de la alambrada. Me dejo buena parte de la piel de foca enganchada en el camino.

Sólo necesito echarle un vistazo a un mapa una vez y el paisaje surge y sobresale del papel. No es algo que haya aprendido. Naturalmente he tenido que adaptarme y aprender cierta nomenclatura, cierto sistema de signos. Las curvas de nivel punteadas en los planos topográficos del Instituto Geodésico. Las parábolas verdes y rojas en los planos del Ejército sobre las zonas cubiertas por el hielo. Las fotografías blanquinegras en forma de disco del radar de banda X. Imágenes multiespectrales del Landsat 3. Las tarjetas de sedimentación de color caramelo de los geólogos. Las fotografías térmicas rojas y azules. Pero, en el fondo, ha sido como aprender un nuevo alfabeto para, acto seguido, olvidarlo en cuanto se empieza a leer. El texto sobre el hielo.

Había un plano de la Sociedad Criolita Danmark en el libro del Instituto Geológico. Un plano catastral, una fotografía aérea y un plano del edificio. Ahora que me encuentro en el lugar, sé cómo era todo antes.

En la actualidad es un edificio en demolición. Oscuro como un agujero, con motas blancas donde la nieve se ha arremolinado en cúmulos.

He entrado por lo que antaño era la parte posterior de la nave en la que solía almacenarse la criolita en bruto. Quedan los pilares. Un campo de fútbol abandonado de hormigón helado. Busco las vías del ferrocarril. Y en ese mismo instante tropiezo con las traviesas. Los raíles de la vía por la que transportaban el mineral desde el muelle de la sociedad. La silueta que aparece en la oscuridad son los cobertizos de los albañiles, donde antes se encontraban la forja, la estación de máquinas y el taller de carpintería. Un sótano lleno de cascotes fue, en su día, el sótano de la cantina. La superficie de la fábrica está cortada por la calle de Svaneke. Al otro lado de la calle hay una hilera de bloques de viviendas, llenas de estrellas navideñas eléctricas, velas, un montón de madres, de padres y niños. Y debajo de sus ventanas, los dos edificios alargados donde se encuentran los laboratorios todavía sin demoler. ¿Será una metáfora de la relación de Dinamarca con su antigua colonia? ¿La desilusión, la resignación, el repliegue? ¿Y de la conservación de la última sujeción administrativa: el control de la política exterior, el subsuelo, los intereses militares?

Ante mis ojos, contra la luz del Strandboulevard, la casa parece un pequeño palacio.

Es un edificio angular. La entrada se encuentra al final de unas escaleras de granito en forma de abanico, que ascienden por el ala del Strandboulevard. Esta vez la llave sí encaja.

La puerta conduce a un pequeño vestíbulo cuadrado, de losas de mármol blancas y negras y una acústica con eco, no importa lo sigilosa que intente ser. Desde aquí, unas escaleras llevan a la oscuridad del sótano y otras, hacia arriba, al nivel desde donde Elsa Lübing hizo valer sus influencias durante cuarenta y cinco años.

Las escaleras suben hasta una puerta de doble hoja. Detrás de ésta se abre una sala grande que debe cubrir toda la superficie del ala. Hay ocho escritorios, seis ventanas que dan a la calle, archivos, teléfonos, ordenadores, dos fotocopiadoras, estanterías metálicas repletas de carpetas de plástico rojas y azules. En una pared, un mapa de Groenlandia. Sobre una mesa larga, una máquina de café y varias tazas. En la esquina, una caja fuerte eléctrica cuya pequeña pantalla resplandece en la habitación con la palabra «closed».

Al fondo distingo un escritorio un poco apartado de los demás que es un poco más grande. Han colocado un cristal sobre la mesa. Encima del tablero, alguien ha dejado un crucifijo. Nada de despacho privado para el jefe de contabilidad. Simplemente un escritorio en la sala común. Como en la primitiva Iglesia.

Me siento en su silla de respaldo alto. Para intentar entender cómo debe de haberse sentido al permanecer sentada, durante cuarenta y cinco años, entre impresos bancarios y gomas de borrar, mientras una parte de su conciencia sobresalía en una dimensión espiritual en la que ardía con fuerza una luz que la hacía encogerse amablemente de hombros ante el amor terrenal. Ese amor que para todos nosotros es una mezcla de la catedral de Nuuk y la posibilidad de una tercera guerra mundial.

Poco después me levanto sin haber logrado encontrar una respuesta.

Las ventanas tienen las persianas echadas. La luz amarilla, que entra en forma de rayas desde el Strandboulevard, inunda suavemente la habitación. Introduzco la fecha en que la nombraron jefa de contabilidad. El 17 de mayo de 1957. La puerta de la caja fuerte se abre hacia fuera con un zumbido. No tiene ninguna manivela, sólo una ranura en la que agarrarse y contra la que empujar.

Sobre estrechos estantes metálicos están las cuentas de la Sociedad Criolita desde 1885, año en el que se separó de la Sociedad Oresund por concesión estatal. Quizás unos seis libros por año. Cientos de folios encuadernados en piel de topo gris con letras impresas en rojo. Un fragmento de la historia. Sobre la inversión política y económica más importante y provechosa llevada a cabo en Groenlandia.

Saco un tomo rotulado con el año 1991 y paso las páginas al azar. «Salarios», «pensiones», «limpieza», «gastos de viaje», «beneficios de los accionistas», «pagos al Laboratorio Químico de Struer».

En la pared interior derecha de la caja fuerte cuelga una hilera de llaves. Encuentro la que está marcada con «archivo».

Al cerrar la puerta de la caja fuerte, los números del display desaparecen uno detrás de otro y, cuando abandono la sala, adentrándome en la oscuridad, vuelve a aparecer la palabra «closed».

La primera habitación del archivo ocupa la totalidad del sótano de una de las alas del edificio. Es una cámara repleta de estanterías de madera, cantidades interminables de papel para borradores con cubiertas de papel de embalar y rebosante de aquel aire que siempre está latente en los grandes desiertos de papel: aire cansino y falto de humedad.

La otra habitación es perpendicular a la primera. Tiene el mismo número de estanterías pero, además, unos armarios con archivadores de planos topográficos, un archivo colgante con cientos de planos, algunos metidos en tubos de latón, y una construcción de madera, cerrada con llave, que parece un ataúd de diez metros de largo. Debe de ser ahí donde duermen los testigos de sondeo.

La sala tiene en lo alto dos ventanas que dan al Strandboulevard, y cuatro que dan al solar donde antes se levantaba la fábrica. Es el momento para el trabajo preparatorio de las bolsas de plástico. He pensado cubrir los cristales de las ventanas para así poder encender la luz.

Hay chicas que pintan ellas mismas sus atractivas buhardillas, tapizan sus muebles o limpian con chorro de arena sus fachadas.

Yo siempre he llamado a un especialista. O he esperado al año siguiente.

Las ventanas son muy grandes, con barras de hierro que cubren los cristales por dentro. Tardo tres cuartos de hora en oscurecer los seis ventanales.

Una vez acabada esta tarea, no me atrevo, sin embargo, a encender la luz eléctrica y me conformo con la linterna que he traído.

Es imprescindible que impere un orden de lo más estricto en un archivo. Los archivos son, en definitiva, la cristalización del deseo de mantener el pasado ordenado. Para que jóvenes dinámicos y atareados puedan llegar, deslizándose, encontrar un asunto concreto, un testigo de sondeo en especial y volver a salir con pasos ligeros, con justamente aquel fragmento del pasado que buscaban.

Sin embargo, este archivo deja bastante que desear. No hay ni un solo cartelito en los estantes. No hay números, ni fechas, ni letras en el lomo de las carpetas que contienen el material archivado. Y, al meter la mano un par de veces al azar, saco Coal petrographic analyses on seams from Atâ (low group profiles), Nûgssuaq, West Greenland y Sobre el uso de la criolita en bruto transformada para la fabricación de bombillas eléctricas así como Delimitaciones en relación con la parcelación de 1862 .

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