Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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– ¿No fue -le pregunto mientras me calzo los zapatos- difícil para una mujer llegar a ser en los años cincuenta la responsable de la contabilidad de una gran compañía?

– El Señor ha sido clemente conmigo.

Pienso para mis adentros que el Señor ha tenido en Elsa Lübing un instrumento eficaz a través del cual canalizar su clemencia.

– ¿Qué le hace pensar que el niño fue perseguido por el tejado?

– Había nieve sobre el tejado desde el que cayó. Vi las huellas. Conozco y siento la nieve.

Su mirada cansada se pierde en el infinito. De repente, su decrepitud se ha hecho visible.

– La nieve es la imagen de la inestabilidad -dice-, según Job.

Me he puesto el abrigo. No soy una conocedora de la Biblia. Pero, de vez en cuando, se quedan pegados algunos fragmentos extraños de la sabiduría de la infancia en el papel cazamoscas del cerebro.

– Sí -le digo-. Y de la luz de la verdad. Como en el Apocalipsis: «Su cabeza y sus cabellos eran blancos como la nieve».

Parece atormentada cuando cierra la puerta detrás de mí. Smila Jaspersen. La querida invitada. La sembradora de luz y esperanza. Cuando ella se va, el cielo está azul y el buen humor la sigue por todas partes.

En el instante en que pongo el pie en la calle de las Garzas, el interfono cruje.

– ¿Sería tan amable de volver a subir?

Su voz está ronca, pero puede deberse a este teléfono subacuático.

Así que vuelvo a meterme en el ascensor. Y ella vuelve a recibirme en la puerta.

Pero nada es ya como antes, como dijo Jesucristo en algún lugar.

– Tengo una costumbre -me dice-. Consulto la Biblia al azar cuando tengo alguna duda. Para recibir consejo. Un pequeño juego entre Dios y yo, si quiere.

En cualquier otra persona esa costumbre podría haber parecido uno de esos pequeños trastornos funcionales que sufren los europeos cuando pasan demasiado tiempo a solas. Sin embargo, en ella no. Nunca está sola. Está casada con Jesucristo.

– Hace un momento, cuando usted ha cerrado la puerta, he consultado la Biblia al azar. Me he encontrado con la primera página del Apocalipsis. La que usted había mencionado: «Tengo las llaves de la Muerte y del Infierno».

Permanecemos unos instantes observándonos mutuamente.

– Las llaves de la Muerte y del Infierno. ¿Hasta dónde está usted dispuesta a llegar?

– Pruébeme.

Durante un instante, hay algo que sigue luchando en su interior.

– Hay un archivo doble, en el sótano, debajo del edificio del Strandboulevard. En el primero hay cuentas y correspondencia. A él tenemos acceso los apoderados, los contables, yo misma, de vez en cuando, los jefes de sección. El otro se encuentra detrás del primero. Allí se archivan los informes de las expediciones. Ciertos testigos de sondeo. Hay toda una pared llena de planos topográficos. Un soporte para coronas de perforación, testigos de sondeo del tamaño de un colmillo de narval. En principio, sólo es posible acceder a esta sala con el permiso expreso del consejo de administración o del director.

Se da la vuelta, dándome la espalda.

Percibo la solemnidad que este gesto conlleva: está a punto de cometer una de las infracciones más importantes de su vida, en la que, sin duda, ha habido pocas.

– Por supuesto no estoy autorizada a contarle que existe un sistema de llaves general para el edificio. O que la llave abloy que está colgada en la tabla corresponde a la puerta principal.

Giro la cabeza lentamente. A mi espalda cuelgan, de pequeñas perchas de latón, tres llaves. Una de ellas es una llave abloy.

– El edificio en sí carece de sistema de alarma. La llave del archivo que está en el sótano está colgada dentro de la caja fuerte del despacho. Se trata de una caja el-safe con un código de seis cifras, que corresponde a la fecha de mi nombramiento como jefa de contabilidad. El 17.05.57. Esta llave sirve tanto para la primera como para la segunda habitación del sótano.

Vuelve y se pone a mi lado. Adivino que esta proximidad que ahora compartimos es lo más cerca que ha estado de tocar a otra persona en toda su vida.

– ¿Es usted creyente? -me pregunta.

– No sé si creo en su Dios.

– Da igual. ¿Cree en lo divino?

– Hay mañanas en las que ni tan siquiera soy capaz de creer en mí misma.

Ríe por segunda vez ese día. Entonces se da la vuelta y se dirige a su ventana panorámica.

Cuando llega al centro de la estancia, me meto la llave en el bolsillo. Con la punta de los dedos, me aseguro de que el forro de la señora Rohrmann, al menos en este bolsillo, no se haya roto.

Entonces me voy. Bajo por las escaleras. Si en verdad existe la Providencia divina, una de las preguntas más apremiantes sería en qué medida interviene directamente. Si, por ejemplo, es el propio Señor quien al haberme visto en la calle de las Garzas número 6 ha dicho «que haga aguas», y ha hecho aguas. Uno de sus propios ángeles.

Al doblar la esquina de la calle de la Paloma, tengo un bolígrafo en la mano. Me han entrado ganas de anotar una matrícula en el dorso de la mano. Sin embargo, no voy a tener ocasión de hacerlo. Cuando llego a la esquina, ya no hay ningún Volvo 840 estacionado.

10

– Polvo eres.

Ocurría que aparecían algunos halcones cuando cazábamos alcas. Primero sólo eran dos puntitos lejanos en el horizonte. Luego, de repente, era como si el monte se disolviera y se elevara en el cielo. Cuando un millón de alcas alzan el vuelo, el espacio se oscurece por un instante, como si el invierno hubiera vuelto de súbito.

Mi madre solía disparar sobre los halcones. Un halcón desciende en picado a doscientos kilómetros por hora. Y acertaba. Les disparaba con un proyectil niquelado de calibre pequeño. Nosotros se los traíamos. Una vez, la bala entró por un ojo y se incrustó en el otro y parecía como si el halcón muerto nos observara con una mirada brillante y perspicaz.

Un taxidermista de la base militar lo disecó. Los halcones son una especie totalmente protegida. En el mercado negro de Estados Unidos o Alemania, una cría de halcón puede venderse por cincuenta mil dólares. Nadie osó nunca sospechar que mi madre hubiera violado la veda.

No los vendía. Los regalaba. A mi padre; a uno de los etnógrafos que se puso en contacto con ella por ser mujer y cazadora a la vez; a uno de los oficiales de la base. Los halcones disecados eran un regalo al mismo tiempo cruel y deslumbrante. Hacía entrega de ellos con solemnidad y una generosidad aparentemente absoluta. Entonces solía dejar caer que le faltaban unas tijeras de sastre. Insinuaba que necesitaba con urgencia setenta y cinco metros de cuerda de nailon. Dejaba entrever que nosotros, sus hijos, agradeceríamos dos juegos de ropa interior térmica.

Siempre obtenía lo que pedía. Envolviendo a su invitado en una cruel red de cortesía comprometedora para ambas partes.

Me avergonzaba de ello aunque también la amara por el mismo motivo. Ésta era su respuesta a la cultura europea. Se abría hacia ella con una cortesía impregnada de pálida premeditación. Y se encerraba a su alrededor, envolviendo todo aquello que podía utilizar. Unas tijeras, una cuerda de nailon, los espermatozoides que llevaron a Moritz Jaspersen hasta su útero.

Por este motivo, Tule nunca llegará a ser un museo. Los etnógrafos han difundido la leyenda sobre la inocencia de Groenlandia del Norte. Un sueño que insiste en que el inuit siga siendo una sencilla efigie en una exposición etnográfica, de piernas arqueadas, bailando al son de los tambores, contando leyendas y perennemente sonriente. En definitiva, el inuit que los primeros exploradores creyeron encontrar al sur de Qaanaaq a finales del siglo pasado. A esos etnógrafos mi madre les dio un pájaro muerto. E hizo que ellos le compraran media tienda. Navegaba en una piragua que había sido construida según las técnicas del siglo xvii, antes de que desapareciera para siempre el arte de las piraguas de Groenlandia del Norte. Sin embargo, utilizaban un bidón de plástico sellado como flotador para cazar.

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