– ¿De qué murió el padre de Isaías?
– Intoxicación alimentaria. ¿Está muy interesada en el pasado, señorita Jaspersen?
Es ahora cuando debo decidir si la cebo con una historia coloreada o si debo intentar el camino arduo de la verdad. Sobre la mesita está la Biblia. Uno de los catequistas groenlandeses en la escuela dominical de la misión de los Hermanos moravos estaba interesado en los Rollos del Mar Muerto. Estoy pensando en su voz cuando decía: «Y dijo Jesús: No mentiréis». Dejo que este pensamiento sea una advertencia.
– Creo que alguien lo asustó, que alguien lo persiguió por aquel tejado desde el que cayó.
Su equilibrio no se desestabiliza ni por un segundo. Durante los últimos días me he movido entre gentes que consideran aquello que a mí más me extraña con la mayor tranquilidad del mundo.
– El diablo tiene infinidad de formas.
– Es justamente una de esas formas la que yo busco.
– La venganza pertenece al Señor.
– Ese tipo de justicia es a demasiado largo plazo para mí.
– Creo haber entendido que, a corto plazo, disponemos de la policía.
– Han cerrado el caso.
– ¿Té? -exclama-. Todavía no le he ofrecido nada.
De camino a la cocina se da la vuelta al llegar a la puerta.
– ¿Conoce la parábola de los talentos? Habla sobre la lealtad. Existe una fidelidad tanto hacia lo terrenal como hacia lo celestial. Fui funcionaria de la Sociedad Criolita durante treinta y cinco años. ¿Lo entiende?
– Cada dos o tres años, la Sociedad Criolita pertrechaba una expedición geológica a Groenlandia.
Tomamos té. En una vajilla Trankebar y servido en una tetera de Georg Jensen. Tras un examen más detenido, el gusto de Elsa Lübing parece más sencillo que humilde.
– La expedición del verano del 91 a Gela Alta en la Costa Oeste costó 1.870.747,50 coronas, la mitad de las cuales se pagó en coronas danesas, mientras que la mitad restante se pagó en Kap York Dollars, la moneda propia de la sociedad, que recibió su nombre del almacén de Knud Rasmussen en Tule en 1910. Esto es todo lo que puedo decir.
Me siento con cuidado. Le pedí a la señora Rohrmann de la calle de Ordrup que me cosiera un forro de seda en mis pantalones de badana. Me lo ha hecho de mal grado. Dice que las costuras hacen pliegues y se descosen. Pero yo insisto. Mi existencia reposa en estas pequeñas alegrías. Quiero disfrutar de la frescura de la seda y del calor juntos contra mis muslos. El precio que por ello debo pagar es tener que sentarme con cuidado. Es el movimiento hacia delante y hacia atrás contra la capa exterior lo que deteriora las costuras. Éste es, en definitiva, mi pequeño problema durante esta conversación. La señora Lübing tiene uno más grande. Está escrito, más o menos, que no hay que hacer del corazón una guarida de ladrones, y eso ella lo sabe. Y eso llega a ejercer cierta presión sobre su conciencia.
– Llegué a la Sociedad Criolita en el 47. Cuando el empresario Virl me dijo el 17 de agosto: «Percibirá doscientas cuarenta coronas al mes, tendrá el almuerzo gratis y dispondrá de tres semanas de vacaciones», no supe qué decir. Pero por dentro pensé: «Entonces es cierto. Mira los pájaros en el cielo. Ellos no siembran. ¿Por qué entonces no iba él a cuidar de ti?». En la firma Groen & Witzke, en la Nueva Plaza del Rey, donde había trabajado, me pagaban ciento ochenta y siete coronas al mes.
El teléfono está en la entrada. Hay dos cosas que comentar al respecto. Que está desconectado y que no hay ningún bloc de notas al lado, ningún listín telefónico, ningún lápiz. Me he fijado al llegar. Ahora empiezo a entender lo que hace con los números de teléfono sueltos que los demás apuntamos en la pared y en el dorso de la mano o que dejamos caer en el olvido. Ella los introduce en su increíble memoria.
– Desde entonces, nadie ha tenido motivo alguno de queja en cuanto a la generosidad o la sinceridad de la sociedad. Y las que han podido surgir, han sido enmendadas. Cuando yo llegué, había seis cantinas. Una para los trabajadores, otra para el personal de oficinas, otra para los técnicos, otra para los jefes de sección, el jefe de contabilidad y los contables, otra para los colaboradores científicos en los edificios de los laboratorios y otra para el director y el consejo de administración. Pero esto fue modificado.
– ¿Acaso hizo valer su influencia? -le espeto.
– Como ya sabrá, teníamos a varios políticos en el consejo. En ese momento teníamos además, entre otros, a Steincke. Puesto que de lo que yo era testigo entonces era totalmente contrario a mi conciencia, fui a verle. Fue el 17 de mayo de 1957, a las cuatro de la tarde, el mismo día en que fui nombrada jefa de contabilidad. Le dije: «No sé nada sobre el socialismo, señor Steincke. Pero lo que sí entiendo es que tiene ciertos rasgos comunes con la conducta de la Iglesia primitiva. Ellos daban lo que tenían a los pobres y vivían juntos como hermanos y hermanas. ¿Cómo pueden conciliarse estas ideas, señor Steincke, con las seis cantinas?». Me contestó con la Biblia. Me dijo que hay que darle a Dios lo que es de Dios pero también al César lo que es del César. Sin embargo, unos años después, sólo quedaba la cantina grande.
Al servir el té, utiliza un colador pequeño con el propósito de evitar que caigan las hojas en las tazas. Un trocito de algodón en el pitorro de la tetera evita que gotee sobre la mesa. En su interior está pasando algo similar. Lo que le fastidia ahora mismo es la falta de costumbre que tiene en filtrar aquello que no debe gotear sobre mí.
– En realidad somos o, mejor dicho, éramos, en parte, una empresa estatal. No semiestatal, como la Sociedad Criolita Oresund. Sin embargo, el Estado estaba representado en el consejo de administración y poseía el 33,33% de las acciones. Las cuentas eran, por otra parte, muy accesibles, puesto que se hacían copias de todo sobre papel de copia antiguo -sonríe-, que recordaba mucho al famoso papel higiénico, número 00. Parte de las cuentas eran revisadas por el Departamento Auditor, la institución que a partir del 1 de enero de 1976 pasó a llamarse Auditoría General del Reino. El problema residía en la cooperación con las empresas privadas: la Sociedad Anónima Sueca de Diamantes, Greenex y, con el tiempo, Investigaciones Geológicas de Groenlandia. Los contratos de trabajo a media jornada y a horas. Eso creó situaciones un tanto complicadas. Porque también existía una jerarquía dentro de la compañía. Es necesaria en cualquier empresa. Había partes de las cuentas a las que ni tan siquiera yo tenía acceso. Yo tenía mis cuentas encuadernadas en piel de topo gris, con letras impresas en rojo. Las tenemos en una caja fuerte en el archivo. Sin embargo, también se llevaba una contabilidad menor que era confidencial. Es inevitable. No puede ser de otra manera en una gran empresa.
– «Las tenemos en el archivo.» Habla usted en presente.
– Me retiré hace dos años. Desde entonces he estado vinculada a la sociedad como asesora especial de contabilidad.
Vuelvo a intentarlo por última vez.
– Las cuentas de la expedición del verano del 91, ¿hubo algo especial en relación con ellas?
Por unos instantes llego a creer que estoy a punto de alcanzarla. Entonces los filtros vuelven a su sitio.
– No estoy segura de mi memoria.
Vuelvo a apretar las tuercas por última vez. Lo cual es una indiscreción destinada, de antemano, a fracasar.
– ¿Podría ver el archivo?
Se limita a negármelo con un gesto de la cabeza.
Mi madre solía fumar en una pipa hecha de un viejo cartucho de bala. Nunca mentía. Sin embargo, cuando había alguna verdad que quería ocultar, vaciaba la pipa y se metía los residuos en la boca diciendo mamartoq , delicioso, y simulando que era incapaz de hablar. Saber callar también puede considerarse un arte.
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