– ¿C-café?
El café es veneno. A pesar de ello, me entran unas ganas repentinas de revolcarme en el fango y le digo que sí, gracias.
Estoy en el vano de la puerta, observándole mientras hace el café. La cocina es toda blanca. Se ha puesto en el centro, como un jugador de bádminton en la pista, para no tener que desplazarse más de la cuenta, economizando sus movimientos. Tiene un pequeño molinillo de café eléctrico. En él muele primero una cantidad considerable de granos de café claritos y, después, otros que son pequeños, casi negros y relucientes como el cristal. Mezcla los granos molidos en un pequeño embudo de metal, lo monta en una cafetera exprés y la coloca sobre un fogón de gas.
En Groenlandia se adquieren unas costumbres cafeteras desastrosas. Yo suelo echar leche caliente directamente sobre el Nescafé. Y tampoco considero mis hábitos mejores que la práctica común de diluir el soluble en el agua caliente según sale del grifo.
Vierte una tercera parte de nata montada y dos terceras partes de leche entera en dos vasos largos con asa.
Echa el café de la cafetera, negro y espeso como el petróleo crudo. Entonces con el vapor de la máquina hace espuma en la leche y distribuye el café en los dos vasos.
Nos llevamos el café al sofá. Sé apreciar cuándo alguien me sirve algo bueno. En los vasos largos, la bebida es oscura como la madera vieja de roble y desprende un aroma abrumador, casi tropical.
– Te seguí -me dice.
El vaso está ardiendo. El café hirviendo. Normalmente, las bebidas calientes pierden temperatura al ser trasvasadas. Sin embargo, el vapor ha calentado los vasos con la leche hasta 100 grados.
– La puerta está abierta. Y yo entro, claro. ¿Quién iba a suponer qu-que tú estarías sen-sentada en la oscu-curidad esperándome?
Sorbo cuidadosamente la superficie de la bebida. Está tan fuerte, que los ojos se me llenan de agua y, de repente, noto mi corazón.
– Estuve meditando sobre lo que dijiste en el tejado. Sobre las huellas.
Tartamudea ligeramente. Pero de vez en cuando, el tartamudeo desaparece por completo.
– Éramos amigos. ¡Era tan pequeño! Sin embargo, éramos buenos amigos. No solíamos hablar mucho. Pero nos divertíamos. No sabes cuánto. Ha-hacía muecas. Metía la cabeza entre las manos. Cuando la volvía a levantar, parecía un mono, viejo y enfermo. Volvía a esconder la cabeza. La levantaba. Parece un conejo. Otra vez lo mismo, y aparecía el monstruo de Frankenstein. Yo acababa de rodillas, suplicándole que parara, que la risa no me dejaba respirar. Le dabas un trozo de madera y un escoplo. Dale un cuchillo y un trozo de esteatita. Sentado, peleándose y gruñendo como un oso. De vez en cuando decía algo, casi siempre en groenlandés. Hablaba consigo mismo. Estamos sentados trabajando. Cada uno con lo suyo, separados pero, sin embargo, juntos. Yo pienso en lo maravilloso que es que él sea de esta manera, teniendo la madre que tiene.
Hace una larga pausa con la esperanza de que yo le releve. Pero no acudo en su ayuda. Ambos sabemos que soy yo la que tiene derecho a recibir una explicación.
– Entonces una tarde estamos sentados en el sótano como de costumbre. Y llega Petersen, el portero. Tiene sus damajuanas de vino en la escalera, cerca del termostato. Viene a por su vino de albaricoque. Porque normalmente no suele estar en el sótano a esas horas. Allí está su voz grave. Y sus zuecos. Y entonces es cuando bajo la mirada y veo al niño. Está allí, totalmente encogido. Como un animal. Con el cuchillo que tú le regalaste en la mano. Todo su cuerpo está temblando. Tiene una pinta peligrosísima. Incluso después de asegurarse de que sólo era Petersen, siguió temblando. Lo pongo sobre mis rodillas. Por primera vez. No quiere irse a casa. Lo tra-traigo hasta aquí. Lo acuesto en el sofá. Estoy un rato pensando en llamarte, pero, francamente, ¿qué iba a decirte? No nos conocemos. Se queda a dormir en mi casa. Yo me quedo velando toda la noche en el sofá. Cada cuarto de hora se levanta como empujado por un resorte, temblando y llorando.
No es ningún orador. En estos cinco minutos, me ha dicho más cosas que en el último año y medio. Se ha descubierto tanto que me es imposible mirarle directamente y fijo la mirada en el café. Se ha creado una superficie de pequeñas burbujas claras que atrapan la luz, refractándola en rojo y violeta.
– Desde ese día me viene la idea de que tiene miedo de algo. Eso que dices de las huellas no deja de darme vueltas en la cabeza. Y decido vigilarle un poco. Tú y el Barón os entendéis, o, mejor dicho, os entendíais mutuamente.
Isaías había llegado a Dinamarca un mes antes de que yo me mudara al piso. Juliana le había comprado un par de zapatos de charol. Los zapatos de charol se consideran finos en Groenlandia. No conseguía meter sus pies en forma de abanico en los zapatos estrechos. Pero Juliana había conseguido encontrar un par con forma ortopédica. Desde entonces, el mecánico llamaba a Isaías «el Barón». Cuando un apodo se le queda colgado a alguien es porque ha alcanzado una verdad más profunda. En este caso se trataba de la dignidad y el aplomo de Isaías. Que tenía que ver con su capacidad para ser autosuficiente. Había muy poco que necesitara recibir del mundo exterior para poder sentirse satisfecho.
– Por pura casualidad te he visto subir al piso de Juliana y marcharte. Te he seguido sigilosamente con el Morris. He visto cómo has dado de comer al perro. Cómo has saltado al otro lado de la verja. Entonces yo abrí la otra.
Así de fácil y sencilla es la explicación. Él escucha algo, ve un poco, me sigue, abre una verja, recibe un golpe contundente en la cabeza y, aquí estamos, sentados en el sofá. Ningún misterio, nada nuevo e inquietante bajo el sol.
Me lanza una sonrisa torcida. Yo se la devuelvo. Nos quedamos así sentados, tomando café y sonriéndonos. Ambos sabemos que yo sé que él miente.
Le hablo de Elsa Lübing. De la Sociedad Criolita Danmark. Del informe que tenemos sobre la mesa, delante de nosotros, en una bolsa de plástico.
Le hablo de Ravn. Que no trabaja exactamente donde se suponía que trabajaba, sino en otro sitio.
Él permanece sentado, con la mirada clavada en el suelo, mientras yo continúo hablando. Encorvado, inmóvil.
Está oculto, está en el límite de la conciencia. Pero ambos nos percatamos de que estamos participando de un trueque. De que estamos intercambiando, con una desconfianza mutua y profunda, aquella información que nos vemos obligados a dar para poder recibir otra a cambio.
– Y también está el a-abogado.
Del exterior del puerto llega la luz, como si hubiera estado durmiendo en los canales, bajo los puentes, desde donde ahora, vacilante, se yergue sobre el hielo que empieza a brillar. En Tule, la luz volvía en septiembre. Durante semanas, antes de que pudiéramos ver el sol, mientras estaba muy por debajo de las montañas y vivíamos en la oscuridad, sus rayos caían sobre Pearl Island, a cien kilómetros de la costa, haciéndola arder como un cristal de nácar rosado. Entonces estaba segura, a pesar de lo que dijeran los adultos, de que el sol había estado hibernando, durmiendo en el mar, y que entonces estaba a punto de despertar.
– Todo empezó cuando vi el coche, un BMW rojo, en la calle Strand.
– ¿Sí? -digo.
Creo que los coches de la calle Strand cambian cada día.
– Sí, era la segunda vez. Venía a recoger al Barón. Cuando éste volvía, no había quien le hablara.
– No -digo.
A las personas lentas hay que darles todo el tiempo del mundo.
– Entonces un día abro el coche y miro en la guantera. Yo llevaba una herramienta. Abogado. Se llamaba Ving.
– Puede que te equivocaras de coche.
– Flores. Son como las flores. Cuando se es jardinero. Yo veo un coche una o dos veces y me acuerdo. Como tú misma con la nieve. Como tú, cuando estábamos allí en el tejado.
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