Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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Sin embargo, entiendo el amor que puede llegar a sentirse por las hojas relucientes. Un día le compré un skinner de la marca Puma a Isaías. No me dio las gracias. Su rostro no mostró rastro de sorpresa. Sacó cuidadosamente del fieltro verde el puñal corto y de hoja ancha y, cinco minutos después, desapareció. Él sabía, y yo sabía, y él sabía que yo sabía que se había ido al sótano para, debajo de la mesa del mecánico, acurrucarse alrededor de su nueva adquisición y entender que el puñal era suyo.

Ahora está aquí, ante mí, en su vaina, en la caja de puros. Con un mango ancho y cuidadosamente lustrado de cuerno de ciervo. Hay cuatro cosas más en la caja. Una punta de un arpón del tipo que los niños de Groenlandia encuentran en los poblados abandonados y, aunque saben que deberían dejarlas para los arqueólogos, no obstante, recogen y llevan encima a todas partes. Una garra de oso, de la cual, como suele ocurrirme, no deja de maravillarme la dureza, su gran peso y su agudeza. Una cinta de casete sin caja pero envuelta en un folio de papel verde pálido cubierto de números. En su parte superior se ha escrito, con letras mayúsculas, la palabra «NIFLHEIM».

Además, hay una funda de tarjeta de autobús que sirve ahora como protección de una foto. Una foto en color, probablemente tomada con una cámara instamatic, durante el verano, y seguramente en el norte de Groenlandia, porque el hombre lleva sus tejanos por dentro de sus kamiks * Está sentado al sol, sobre una piedra. Tiene el torso desnudo y un gran reloj de submarinista en el brazo izquierdo. Ríe al fotógrafo y, en ese instante, es, con cada diente y cada arruga provocada por la risa, el padre de Isaías.

Se ha hecho tarde. Pero parece ser un tiempo en el que nosotros, los que mantenemos la maquinaria de la sociedad en marcha, hacemos un último esfuerzo antes de Navidad para ser merecedores de la gratificación que este año consiste en un pato congelado y un beso condescendiente detrás de la oreja dado por el director en persona.

Me decido a buscar el número de teléfono en el listín. El fiscal de Copenhague tiene sus oficinas en la calle de Jens Kofoed.

Todavía no sé exactamente qué le diré a Ravn. Quizá necesite únicamente explicarle que no me he dejado engañar, que no me he rendido. Tengo una necesidad loca por decirle: «¿Sabes qué, mi pequeño tesoro? Sólo quiero que sepas que mis ojos están constantemente posados sobre ti».

Estoy preparada para recibir cualquier respuesta.

Cualquiera, menos la que me dan.

– Aquí -me contesta una fría voz femenina- no trabaja nadie con ese nombre.

Tomo asiento. No hay más remedio que respirar hondo en el auricular con tal de ganar un poco de tiempo.

– ¿Con quién hablo? -pregunta la voz.

Estoy a punto de colgar el teléfono. Pero hay algo en la voz que me hace seguir. Hay algo de funcionariado en ella. Estrecho y curioso. De repente, me viene cierta inspiración de esa curiosidad.

– Con Smila -susurro intentando introducir azúcar hilado entre mi voz y la membrana del auricular-. De la Sauna Smila. El señor Ravn tiene hora para un masaje que, por lo visto, deseaba cambiar…

– Este tal Ravn ¿es pequeño y delgado?

– Como un tallo de flor, tesoro.

– ¿Con grandes abrigos?

– Como tiendas de campaña familiares.

Noto que su respiración se acelera. Sé positivamente que sus ojos están brillantes.

– Es el de la brigada especial de delitos monetarios -me dice.

Ahora es feliz. A su manera. Le he regalado el cuento de Navidad del año con el que podrá disfrutar a la hora del café y las pastas, junto con sus amigas del corazón, mañana por la mañana.

– Me has salvado el día -le replico-. Si alguna vez te apeteciera un masaje, ya sabes…

Cuelga el teléfono.

Me llevo mi taza de té a la ventana. Dinamarca es un país maravilloso. Y la policía es especialmente maravillosa. Y sorprendente. Acompañan a la Guardia del Rey hasta el castillo de Amalienborg. Ayudan a los patitos despistados que han perdido a sus mamás a cruzar la calle. Y cuando un niño se cae desde un tejado, primero llega la policía uniformada. Y después, la policía judicial. Y finalmente, el fiscal para delitos monetarios manda a sus representantes. Es tranquilizador.

Desconecto el teléfono. Por hoy ya he hablado más que suficiente. He logrado que el mecánico me hiciera una especie de clavija para que también pueda desconectar el timbre de la puerta.

Entonces me siento en el sofá. Primero me llegan imágenes del día transcurrido. Dejo que desaparezcan. Y entonces me vienen recuerdos de cuando era pequeñita, ora ligeramente depresivos, ora dulcemente eufóricos. Dejo que éstos también desaparezcan tras los otros. Entonces viene la calma. En medio de ésta, pongo un disco. Entonces me pongo a llorar. No es por nada, ni por nadie, por lo que lloro. La vida que llevo, de alguna manera, me la he buscado yo y no la deseo distinta. Lloro porque en el universo hay algo tan bello como Kremer interpretando el concierto para violín de Brahms.

9

Está demostrado científicamente que, bien mirado, el hombre sólo puede sentirse seguro de que existe aquello que él mismo ha experimentado. En este caso, debe de haber muy poca gente que se sienta enteramente segura de que la calle de Godthaab existe a las cinco de la mañana. Al menos, las ventanas están oscuras y vacías, las calles desiertas y la línea 2 vacía, excepción hecha del conductor y yo misma.

Hay algo especial en las cinco de la mañana. Es como si el sueño tocara fondo a esa hora. La parábola de los ciclos REM se da la vuelta y empieza a levantar a los durmientes hacia la consciencia de que esto ya no puede ser. A esas horas, los adultos están tan desprotegidos como los bebés. Es la hora en que los grandes animales carnívoros cazan, cuando la policía exige el pago de las multas de aparcamiento a los morosos.

Y cuando yo tomo la línea 2 hasta Broenshoej, hasta la calle Kabbeleje, al borde del pantano de Utterslev, con el fin de hacerle una visita al médico forense Lagermann. Como la marca de regaliz.

Ha reconocido mi voz en el teléfono antes de que me diera tiempo a presentarme, y me suelta la hora de la cita: a las seis y media. ¿Lo podrá hacer?

O sea que llego un poco antes de las seis. Las personas mantienen la integridad de sus vidas mediante el tiempo. Si lo cambias, aunque sólo sea un poco, suele ocurrir casi siempre algo que da qué pensar.

La calle Kabbeleje está oscura. Las casas están a oscuras. El pantano al final de la calle está oscuro. Hace un frío intenso, la acera es de color gris perla por la escarcha, y los coches aparcados están cubiertos con una pelusa blanca y centelleante. Será curioso ver la cara dormida del médico forense.

Frente a mí, una casa alumbrada. No sólo alumbrada, sino iluminada, con siluetas que se mueven al otro lado de las ventanas como si se hubiera celebrado un baile de la Corte desde ayer por la tarde y todavía no hubiera terminado. Llamo a la puerta. Smila, el hada madrina, la última invitada antes del amanecer.

Cinco personas abren la puerta, las cinco al mismo tiempo, y permanecen apretujadas en el vano de la entrada. Cinco niños que van de la talla pequeña hasta la mediana. Y dentro hay más. Están vestidos para un ataque, con botas de esquiar y mochila, para tener las manos libres y poder dar guantazos libremente. Son de piel blanca como la nieve, sus caras están cubiertas de pecas, bajo sus gorras el pelo es rojo cobrizo y están rodeados de un aura de vandalismo hiperactivo.

En medio de todos ellos hay una mujer que tiene su mismo color de piel y de pelo, pero la altura, los hombros y la espalda, como los de un jugador de fútbol americano. Detrás de ella aparece el patólogo.

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