Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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Nadie que haya vivido alguna vez rodeado de animales en un espacio holgado, puede soportar la visita a un zoológico. Pero en una ocasión llevé a Isaías al Museo de Historia Natural para enseñarle la sala de las focas que allí tienen.

A él le parecieron enfermas. Sin embargo, prestó mucha atención a la maqueta del uro. Volvimos a casa atravesando el parque Faelled.

– ¿Cuántos años decías que tiene? -me pregunta.

– Cuarenta mil años.

– Entonces seguramente morirá pronto.

– Sí, seguramente.

– Cuando tú te mueras, Smila, ¿me darás tu piel?

– De acuerdo -le contesto.

Atravesamos la plaza Trianglen. Es un otoño cálido y el aire está neblinoso.

– Smila, ¿por qué no nos vamos a Groenlandia?

Para mí no tiene sentido ocultar a los niños las verdades ineluctables. Es de suponer que deben criarse para llegar a soportar lo mismo que todos los demás nos vemos obligados a aguantar.

– No -le digo.

– De acuerdo.

Nunca le he prometido nada. No puedo prometerle nada. Nadie puede prometerle nada a nadie.

– Pero podemos leer cosas sobre Groenlandia.

Utiliza la primera persona del plural para la lectura, consciente de que, con su presencia, contribuye tanto o más que yo.

– ¿En qué libro?

– En los Elementos de Euclides…

Cuando llego a casa, se ha hecho de noche. El mecánico está metiendo su bicicleta en el sótano.

Es ancho de espaldas, como un oso, y si se estirara y levantara la cabeza, sería imponente. Sin embargo, mantiene la cabeza baja, quizá con la intención de excusarse por su altura, quizá para evitar los marcos de las puertas de este mundo.

Me cae bien. Siento cierta debilidad por los perdedores. Inválidos, extranjeros, el niño gordo de la clase, aquellos con quienes nunca nadie quiere bailar. Por ellos late mi corazón. Quizá porque siempre he sabido que, al fin y al cabo, no dejo de ser uno de ellos.

Isaías y el mecánico eran amigos. Desde antes de que Isaías aprendiera a hablar el danés. Estoy segura de que no han necesitado mucho las palabras. Un artesano que ha reconocido al otro. Dos personas que, cada uno a su manera, estaban solos en el mundo.

Cuando finalmente ha guardado su bicicleta en el sótano, voy tras él. Tengo un presentimiento acerca del sótano.

Le han adjudicado un trastero doble para que pueda utilizarlo como taller. El suelo es de cemento, el aire es cálido y seco y la estancia está iluminada por una luz eléctrica amarilla e intensa. El limitado espacio del trastero está abarrotado. Una mesa de trabajo se apoya en dos de las paredes. Ruedas y cámaras de aire de bicicletas penden de unos ganchos. Hay una caja de la lechería llena de potenciómetros defectuosos. Un panel de plástico para clavos y tornillos. Un tablero con pequeños alicates para los trabajos de electrónica. Otro tablero con llaves fijas. Nueve metros cuadrados de madera contrachapada con, lo que parece ser, todas las herramientas del mundo. Una hilera de sopletes. Cuatro estanterías con artículos de fontanería, latas de pintura, equipos de música desvencijados, juegos de llaves de tubo, electrodos de soldadura y la serie entera de herramientas eléctricas de la marca Metabo. Apoyadas contra la pared, dos grandes botellas para un soldador autógeno y dos pequeños sopletes cortadores. Además de una lavadora desguazada. Cubos con fungicida. Cuadros de bicicleta. Una bomba de aire que se acciona con el pie.

Son tantos los objetos que parecen esperar la más pequeña perturbación para crear un caos. A nivel estrictamente personal, creo que bastaría con enviarme allí sola para, por ejemplo, encender la luz y desatar tal desorden que, posteriormente, me sería imposible incluso encontrar el interruptor. Pero tal como está ahora, todo se mantiene en su sitio gracias al sentido del orden agudo y funcional de un hombre que quiere estar seguro de poder encontrar lo que necesita.

El lugar es un mundo doble. En la parte superior están la mesa de trabajo, las herramientas y la silla alta de despacho. Debajo de la mesa, se repite el universo en un tamaño reducido a la mitad. Una pequeña tabla de xilógeno con una pequeña sierra de marquetería, un destornillador y un escoplo. Un pequeño taburete. Un banco de trabajo. Una pequeña prensa de tornillo. Una caja de cervezas. Una caja de puros con quizá treinta chapas de Humbrol. Las cosas de Isaías. He estado aquí una vez antes, mientras ellos trabajaban. El mecánico sentado en la silla, inclinado sobre una lupa sujetada por un soporte, Isaías en el suelo, en pantalón corto, ajeno a este mundo. Había estaño y resina de epoxi en el aire. Y algo más, algo más fuerte: una concentración total que les hacía olvidarse de sí mismos. Permanecí allí de pie durante quizá diez minutos. En ningún momento levantaron la mirada.

Isaías no estaba preparado para el invierno danés. Sólo ocasionalmente Juliana se sobreponía a sí misma y lo vestía con la ropa necesaria. Cuando ya hacía medio año que lo conocía, Isaías sufrió una otitis aguda que le duró dos meses. Cuando salió de la estupefacción provocada por la penicilina, estaba casi sordo. Desde entonces, siempre me ponía frente a él durante nuestras lecturas para que pudiera seguir los movimientos de mis labios. En el mecánico encontró a una persona con quien poder hablar sin necesidad de utilizar las palabras.

Hace días que llevo algo en el bolsillo de mi abrigo porque he estado esperando este encuentro. Ahora se lo muestro.

– ¿Qué es esto?

Es la ventosa que he cogido de la habitación de Isaías.

– Una ventosa. Los vidrieros la utilizan para transportar grandes cristales.

Saco las cosas de la caja de cerveza. Hay varios trozos de madera tallada. Un arpón, un hacha. Un barco tallado en una madera dura, heterogénea, tal vez madera de peral. Es un umiaq * Ha sido pulido previamente por fuera y vaciado con una gubia. Un trabajo largo, laborioso y minucioso. Además, un coche con perfiles de aluminio curvados y pegados con cola, sacados de una lámina finísima. Trozos de vidrio bruto, coloreado, que han sido previamente fundidos y estirados sobre una llama de gas. Varias monturas de gafas. Un walkman . La tapa ha desaparecido pero ha sido artificiosamente reparada y sustituida por una placa de plexiglás sujetada por pequeñas bisagras atornilladas. También hay un pequeño estuche de plástico cosido a mano. Muestra signos de tratarse de un proyecto común entre un niño y un adulto. También encuentro un montón de casetes.

– ¿Dónde está su cuchillo?

Se encoge de hombros. Poco después se aleja con pasos lentos. Es el amiguito de cien kilos de todo el mundo y, también, uña y carne con el portero. Tiene la llave de los sótanos y puede entrar y salir cómo y cuándo le plazca.

Cojo el pequeño taburete y me siento al lado de la puerta, desde donde puedo abarcar toda la habitación con la vista.

En el internado teníamos cada uno un armario de treinta por cincuenta centímetros. Con cerradura. Y para ésta, el propietario tenía una llave. Todos los demás la abrían con un peine de acero.

Existe una concepción muy extendida según la cual los niños son transparentes y la verdad de su ser más profundo se filtra por sus poros. Es totalmente erróneo. No hay nadie que sea tan encubridor como un niño y, por otro lado, no hay nadie que lo necesite tanto como un niño. Viene a ser su respuesta a un mundo que constantemente se acerca a él con un abrelatas, pretendiendo abrirlo y ver lo que tiene dentro, con el fin de valorar si sería mejor sustituir el contenido por una conserva más corriente y vulgar.

La primera necesidad que se me desarrolló en el internado, además del hambre permanente, que nunca era saciada por completo, fue la necesidad de paz y tranquilidad. Nunca hay paz en un dormitorio, y el deseo es, en consecuencia, aplazado. Se convierte en la necesidad del escondite, del cuarto secreto.

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