Carmen Posadas - La cinta roja

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— No importa–porfiaba ella-, las noticias de sus muchos atractivos traspasan las fronteras. ¡Cómo será la cosa que hasta en Inglaterra se habla del asunto! Una prima mía que acaba de regresar a Francia con sus amos me lo ha dicho.

Entonces Frenelle me relató todas las maravillas que, según se contaba escaleras abajo, encerraba aquel palacio. Habló de cómo estaba situado en medio de un bosque a escasas cuatro o cinco millas del centro de París y con un parque diseñado por Le Nôtre por el que paseaban ciervos domesticados y bellos pavos reales. Habló, como si hubiera estado allí, de su espléndido vestíbulo con treinta y dos pilares dóricos. Del adyacente salón en forma octogonal en medio del cual había un gran estanque en el que miles de velas se reflejaban flotando en el agua. Habló también de los cuadros de maestros renacentistas que cuajaban las paredes y de las piezas de valor incalculable procedentes de Pompeya con todos sus tesoros. Pero lo que más impresionaba a todos, por lo visto, era lo que Frenelle llamaba la salle de beauté . A mí me entretenía sobremanera su charla frívola a la vez que me admiraba lo precisa y detallada que era la información que podía obtenerse escaleras abajo.

La salle de beauté ! — exclamaba Frenelle con los ojos en blanco y las manos juntas, como quien ensaya una plegaria pagana-. ¡Dicen que nunca se ha visto algo parecido! Se trata según creo de un gran adelanto moderno. Una habitación no muy grande en forma de media luna con el suelo en dos tonos de mármol amarillo. ¿Y qué crees que hay al fondo? Dos tinas excavadas en un gran bloque de granito gris de los Vosgos. Para hacer la toilette más agradable existe además una estufa de mármol verde que caldea el ambiente y, al fondo, dos chaises longues de terciopelo berenjena que se extienden ocultando la presencia de un habitáculo pequeño en el que se ha instalado un excusado con un mecanismo desconocido traído de Inglaterra que es un portento de la higiene.

Fue así, entre el traqueteo del coche y el sonido de la voz de Frenelle explicando lo que pronto se conocería en todo el mundo como un water closet o «wc» como me fui quedando dormida. Días más tarde, cuando Ouvrard me llevó por fin a conocer el tan mentado Raincy, pude comprobar que todo lo que había dicho Frenelle era cierto, punto por punto. Incluso en esta ocasión la información de escaleras abajo se había quedado corta, puesto que, andando el tiempo, la propiedad pasaría a los anales como una de las más bellas de su época. Debo decir también que, aparte de los indudables atractivos que una gran fortuna pueden procurar a una casa o propiedad, Raincy sería además un lugar que yo amaría. Allí habrían de nacer dos de los cuatro hijos que tuve con Ouvrard. «¡Cuatro hijos naturales! — se escandalizaría Napoleón al saberlo-: ¡Se ha ido a vivir con un mercachifle, con un depredador capaz de vender a su patria por treinta monedas y le ha dado cuatro bastardos!».

Sí, eso y mucho más diría andando el tiempo el futuro emperador y amo del mundo al conocer mi nueva liaison amoureuse , pero no adelantemos acontecimientos. Estamos aún en 1799, cuando ese gran hombre que a punto estaba de cambiar la faz de Europa decidió volver de Egipto de improviso para cambiar también la historia de Francia.

18 DE BRUMAIRE,

FIN DEL DIRECTORIO

Dicen los anales que nunca antes el país había caído tan bajo como en aquellos años de finales de los noventa. Entre fiestas, prodigalidades y escándalos, el Directorio había llegado a un punto de descrédito como Francia no había conocido jamás. Los aprovechados abundaban en una administración tan desorganizada que día a día se multiplicaba el número de sus funcionarios, mientras las finanzas llegaban al punto más bajo y la industria y la agricultura se hundían sin remedio. Para colmo, las noticias del frente también eran adversas; con Napoleón lejos de Europa, los ejércitos franceses sufrieron serias derrotas tanto en Alemania como en Italia.

En vano los directores intentaron modificar la composición del Directorio; unos salían, otros entraban, pero la situación era cada vez más crítica. Y mientras tanto, una extraña parálisis parecía haberse apoderado de Barras. Sólo se ocupaba ya de sus placeres y de amasar cada vez más dinero, mientras en el horizonte otro que no era él se perfilaba como el hombre fuerte del momento. Hablo de Sieyès, a quien ya conocemos por haberme acusado en tiempos de ser espía de los Borbones españoles; el mismo que cuando le preguntaron qué había hecho durante el Terror contestó cínicamente: « J'ai vécu ». Por aquel entonces, este sinuoso personaje se dio cuenta de que una operación drástica y brutal debía tener lugar para salvar a Francia y, sobre todo, para salvarse él. «Nada puede hacerse en medio de tanto enredo y tanta desorganización, necesitamos una cabeza y una espada». Eso le había dicho a sus colaboradores más cercanos. La cabeza, naturalmente, pensaba que iba a ser la suya, que consideraba privilegiada; la espada era su intención buscarla entre los generales que le eran afines. Su primera idea fue recurrir a un ardiente republicano de nombre Jouber, pero éste tuvo la mala fortuna de morir días más tarde en el frente. Pensó entonces en otros dos, pero mientras intentaba calibrar cuál sería el más conveniente (o acomodaticio a sus deseos) llegaron noticias de que Bonaparte acababa de desembarcar en Fréjus. A partir de ese momento puede decirse que la suerte estaba echada, y desde finales de octubre Sieyès, junto a Napoleón y su hermano Lucien, planearon los detalles del golpe que pasará a la historia como 18 de Brumaire, 9 de noviembre, de 1799.

Se dio la circunstancia de que ese día Ouvrard estaba invitado al palacio de Luxemburgo para un desayuno con Barras. Las relaciones entre nosotros tres, después de que me fuera a vivir con el primero, eran tan cordiales como no podía ser de otro modo en aquellos acomodaticios tiempos. Además, Ouvrard y Barras tenían negocios juntos, tanto privados como estatales, y eran frecuentes sus encuentros, lo que propició que Ouvrard viviera tan histórica jornada en el mismo escenario en que se desarrollaron los hechos.

— Fue todo muy extraño–me relató él varios días más tarde una vez consumado el golpe-. Para empezar, nada hacía presagiar que aquella fuera una mañana distinta de las demás. Cuando llegué a palacio comprobé, por ejemplo, que el servicio de desayuno estaba dispuesto para treinta personas por lo menos. Ya sabes, querida, cuánto le gustan a Barras estas «pequeñas reuniones» con lo que él llama un reducido grupo de amigos para hablar de negocios. Sin embargo, en cuanto subí las escaleras pude apercibirme de que reinaba una tensa calma. En el comedor, la mesa estaba preparada: los panecillos en sus cestas, el café humeante, pero todo el recinto parecía desierto, no se veía un alma. Las malas noticias corren veloces, tú bien lo sabes, de modo que es fácil adivinar la causa de tan temprana desbandada. Sin duda, el resto de los convidados, al saber lo que se preparaba, decidieron dar media vuelta y volver a sus casas para esperar allí acontecimientos.

— Y tú tendrías que haber hecho otro tanto–dije yo a Ouvrard-. ¿Qué necesidad había de exponerse así?

Él hizo un significativo gesto de vaivén con una mano descartando tal posibilidad.

— No sería yo mismo si hubiera salido corriendo como el resto, querida. Además, para entonces ya había comenzado a comprender qué estaba ocurriendo. Días atrás, el zorro de Sieyès, junto a otro de los directores, Ducos, se había puesto de acuerdo con Lucien Bonaparte, quien, mira tú qué casualidad, desde finales del mes pasado es presidente de la Asamblea de los Quinientos, para hacer correr el rumor de que se estaba preparando una conjura jacobina. Ésa fue la excusa que se dio para explicar por qué ese día el Consejo de Ancianos y el de los Quinientos habrían de reunirse lejos del palacio de Luxemburgo, en el castillo de Saint–Cloud, para ser exactos. Luego, el hecho de que al castillo acudiera un destacamento al mando del general Murat se justificó como «una medida de protección».

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