Carmen Posadas - La cinta roja

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Germaine, que nunca se había repuesto de aquel pequeño pero muy público desaire infligido por Bonaparte años atrás en casa de Talleyrand, no tenía la menor simpatía por el héroe del momento. De él decía que «su talla era innoble; su alegría, vulgar; su cortesía–cuando la tenía-, torpe; su modo, grosero y rudo, sobre todo con las mujeres». De ahí también que, cuando hablaba de Josefina, se empeñara en llamarla por su antiguo nombre y a él por ese mote, gringalet , cuyo significado, alfeñique, muy poco encajaba realmente con el actual Napoleón Bonaparte.

— No, ma chére –continuó Germaine en el mismo tono cáustico-, Josefina ya no es la misma ni conmigo; ni tampoco contigo, siento decirte. Tú no te das cuenta porque estás aquí encerrada jugando a mater amantisima y mater dulcisima , pero nuestra amiga ha cambiado mucho. En realidad, no podría ser de otro modo después de que él a punto haya estado de divorciarse a causa de su petite gaffe , pobre Rose.

Todos por aquel entonces, incluso los tan alejados de los salones de París como yo, sabíamos de la petite gaffe de Josefina. Los comentarios corrían de boca en boca y se repetían en voz baja adornada por sonrisas. Había ocurrido que, al regresar Napoleón a Francia para convertirse en Primer Cónsul, se produjo un desgraciado desencuentro entre los esposos Bonaparte. Napoleón, que ya en Egipto había sido informado por su camarada Junot del tipo de vida alegre que Josefina llevaba en París de la mano, según él, de «su inefable amiga Teresa Cabarrús», estaba pensando seriamente en divorciarse de la ingrata e infiel a su regreso a Francia. Al saber esto, Josefina no se inquietó en absoluto. «En cuanto me vea se lanzará a mis brazos», me confió ella en una de las innumerables notas que nos enviábamos de forma periódica cuando nuestras ocupaciones nos impedían el placer de estar juntas. Tan segura estaba que, al tener noticias de la inminente llegada de Napoleón a las costas francesas, se puso en ruta hacia Lyon con ánimo de salir a su encuentro y acabar con todas sus suspicacias. Pero quiso la mala suerte que ella eligiera la ruta de Borgoña mientras Napoleón, que había desembarcado antes de lo previsto, tomara la del Borbonesado. Así sucedió que, al llegar Bonaparte a París, encontró su casa de la Rue de la Victoire sin rastro de Josefina. «¡Me engaña una vez más, siempre me ha engañado! — se dijo entonces el encelado general-. ¡Exterminaré a toda esa raza de mequetrefes y corruptos que la rodean! ¡No quedará ni uno, lo juro!».

Según testigos, así se expresaba Napoleón a grandes gritos recorriendo a zancadas el salón de su casa mientras en la calle, como en la escena de una de esas comedietas frívolas y un punto ridículas que pueden verse en los teatrillos del Palais Royal, Josefina aporreaba la puerta suplicando que la dejara entrar y explicarse. Durante toda una noche ella suplica, grita, llora y se desespera, pero el futuro emperador se muestra inflexible. Pasan las horas, Josefina a punto está de rendirse rota por la fatiga y decidida a aceptar su destino cuando de pronto una de las criadas le da una idea salvadora: «Haced venir a vuestros hijos», le dice. Y he aquí que se obró el milagro. Napoleón, que siempre había sentido enorme cariño por Eugéne y Hortense, como bien lo demostraría más adelante prodigándoles todo tipo de honores, consintió por fin en perdonar a su madre. Los esposos cayeron entonces el uno en brazos del otro y aquellos que deseaban (léase la familia de Bonaparte) que todo lo sucedido fuera el comienzo del fin de una relación poco conveniente para el general, se sorprenderían muy desfavorablemente al encontrar, a la mañana siguiente, a los felices esposos abrazados en la cama.

He aquí pues la petite gaffe de Josefina. Hay que decir que todo lo que acabo de narrar había tenido lugar muy poco antes del 18 de Brumaire. A partir de esa fecha, la vida de los esposos Bonaparte comenzó a cambiar. Abandonaron la casa de la Rue de la Victoire para instalarse primero en el Petit Luxembourg y de allí pasaron a las Tullerías, el palacio que antes había pertenecido, qué ironía, al decapitado Luis XVI.

— No sé a qué te refieres–le dije a Germaine de Staël, que durante todo este tiempo había estado esperando mi respuesta sobre un posible alejamiento entre Josefina y yo tras el triunfo de su marido-. Si no he sabido nada de ella es porque debe de estar muy ocupada con tantas mudanzas. Y no me refiero sólo a las de domicilio, sino a las de toda índole. Mucho ha cambiado su vida en tan poco tiempo, Germaine, pero todo sigue igual entre nosotras.

— ¿Estás segura? — preguntó madame de Staël nada convencida de que así fuera.

— Naturalmente, ayer mismo recibí un regalo suyo para la pequeña Clemence. ¿Te gustaría verlo?

Era cierto que Josefina me había mandado el más encantador sonajero de plata para mi hija, pero también lo era que rara vez contestaba mis cartas. Incluso el regalo no iba acompañado siquiera de unas breves líneas, sino de un formal «con mis mejores deseos» garabateado a toda prisa y sin firma. Nada de esto le conté a Germaine, como es natural, pero aun así ella continuó insistiendo.

— La culpa de todo la tiene esa sarta de provincianos cejijuntos que con gusto le colocarían un cinturón de castidad a la pobre Rose, y aún está por verse que no lo hagan. Me refiero a la camarilla de los Bonaparte, capitaneados por Letizia, su madre, a la que algunos ya comienzan a llamar Madame Mére por lo mucho que manda y enreda. Si nuestro flamante Primer Cónsul está decidido a convertir a Francia en un país «moral», Letizia está decidida a reformar a toda costa a la pobre Rose. No me extrañaría saber que la tiene vigilada, por no decir secuestrada; ya sabes cómo se hacen esas cosas cuando toda la familia vive bajo el mismo techo.

***

Esta explicación de la falta de noticias de Josefina me pareció no sólo verosímil, sino incluso tranquilizadora respecto de su silencio. Además, yo sabía que, incluso antes de su partida a Egipto, Napoleón había encargado a su hermano José que controlase los gastos de su mujer y que, a partir de ese momento, la gran familia de Napoleón, con su madre a la cabeza, había comenzado a cerrar su cerco en torno a ella. Y es que a los Bonaparte nunca les gustó Josefina. Provenientes de una familia de baja nobleza corsa, consideraban a Rose una casquivana, una frívola que enseñaba demasiada carne en las fiestas y demasiada poca vergüenza con sus amantes. Y si Napoleón en sus primeras cartas decía no importarle la infidelidad de su esposa, las cosas habían cambiado mucho desde entonces, puesto que ni él era ya le petit gringalet , como se empeñaba en llamarle madame de Staël, ni los Bonaparte una familia más, sino toda una tribu y muy influyente. Sí, ahora lo comprendía todo. Esa vieja y astuta de Letizia había tejido alrededor de ella una muy poco sutil telaraña, y ésa era sin duda la razón del silencio de mi buena amiga.

PARÍS Y LOS NUEVOS AIRES

Pasaron varias semanas y las calles de París comenzaron a acusar también el rumbo de estos nuevos y corsos, digamos, vientos. Si después del 9 de Thermidor los sans–culottes y las tricoteuses habían dejado paso a muscadins , incroyables y merveilleuses , ahora éstos se veían desplazados por nuevos amos de calles y bulevares relacionados a su vez con la situación política, y en este caso, con el arte de la guerra. Y es que mientras Napoleón sumaba nuevos éxitos bélicos, mientras todos aprendíamos nombres que ya quedarían para siempre en la historia como Marengo, Jena y Austerlitz, las calles de París se llenaban de militares con uniformes a cual más bizarro. Ellos eran ahora las figuras destacadas del panorama social, las que atraían todas las miradas: las femeninas por su apostura, y las masculinas porque ya se sabe cuánto gusta a los varones todo lo que incumbe al dios de la guerra. Aun así y por fortuna, no todo eran aires marciales en las calles de nuestra ciudad. Al menos al principio, y a pesar de las severas miradas de los Bonaparte (de Napoleón y, sobre todo, de su madre), que intentaban que la sociedad parisina se pareciera cada vez más a una pequeña reunión de probos campesinos corsos, el París galante continuaba con sus fiestas. A mí me sorprendía un tanto no estar invitada a todas ellas como antaño, y en especial a las oficiales que como Primer Cónsul organizaba Napoleón en su residencia. Pero no había que alarmarse. Era evidente que mi buena amiga Josefina estaba teniendo ciertas dificultades para neutralizar la influencia de su belle famille , maravilloso eufemismo con el que los franceses llaman a lo que los españoles con mucho más tino conocemos por «familia política». Pero sólo era cuestión de tiempo, me decía yo. Conociendo a Rose, no cabía la menor duda de que con unos cuantos pucheros y un par de lagrimitas, lograría ablandar en mi favor y en el de Ouvrard el corazón de Bonaparte. En cuanto a él, también me resultaba sumamente fácil disculpar que no nos invitara por el momento. Como ya he señalado antes, Gabriel era el más próspero de todos los abastecedores del ejército de aquellos tiempos y a Napoleón nunca le dolieron prendas en proclamar lo que pensaba de ellos: «Mercachifles–decía-, capaces son de vender a nuestros gloriosos ejércitos cualquier mercancía defectuosa con tal de lograr su provecho». Ouvrard, igualmente, tampoco tenía de Bonaparte una opinión muy favorable que digamos. Según él, el nuevo cónsul «no conocía otra forma de extraer dinero que a través de impuestos y conquistas militares». Así las cosas, se comprende que no fueran precisamente los más rendidos amigos el uno del otro, pero a pesar de sus diferencias ambos estaban condenados a entenderse, puesto que sólo Ouvrard era capaz de proveer en muy poco tiempo y con diligencia todo aquello que un ejército en plena expansión podía necesitar, y Bonaparte lo sabía.

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