Carmen Posadas - La cinta roja
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— Una que a vosotros, en el palacio de Luxemburgo, os dejaba por tanto más que desprotegidos–apunté yo.
— En efecto, la idea era precisamente ésa, dejarnos lo más desamparados posible. Pero debo decir que el golpe de fuerza se llevó a cabo del modo más civilizado. Una vez conocida nuestra situación de indefensión, lo que hicieron los emisarios de los conjurados fue ir a los aposentos de Barras.
— ¿Tú estabas con él en ese momento?
— Sí, y pude presenciarlo todo. Desde la ventana vimos cómo, después de un redoble de tambores, uno de los generales involucrados en la conjura entró en el patio por la puerta principal en compañía de una brigada ligera. Minutos más tarde, en el silencio más absoluto, Barras y yo comenzamos a oír los pasos que subían hacia sus habitaciones. Entonces hicieron su entrada los demás. Me refiero al almirante Bruix y a Talleyrand, que, en medio de un significativo silencio y en nombre de Napoleón, entregaron al director su acta de renuncia para que la firmara.
— ¡Talleyrand! — exclamé yo-. Obispo, revolucionario, ministro y ahora conjurado contra Barras, ¡qué traición!
— Sí, querida, ya conoces a tu amigo. A pesar de su cojera, siempre ha sabido saltar con donaire de un barco a otro antes de los naufragios. Deberías haber visto su expresión de severa censura cuando le entregó a Barras aquel documento.
— ¿Y qué hizo Paul? — pregunté sin poder evitar una punzada de dolor por aquel hombre al que tanto había amado.
— Es extraño–respondió Ouvrard-. Yo diría que parecía resignado a su suerte. ¿Sabes qué ocurrió a continuación? Tras firmar su renuncia, se acercó a la ventana, miró hacia la Rue Tournon, que se veía ennegrecida por las miles de cabezas de la muchedumbre que acompañaba a las tropas gritando vivas a Napoleón y se pasó un pañuelo cuajado de puntillas por la frente. «Gritaremos, pero será en vano–dijo-, no hay eco ya para nuestras voces».
— ¿Y qué crees que va a pasar ahora, Gabriel? Si Talleyrand ha traicionado a Barras, la deslealtad es aún más grande en el caso de Napoleón. Al fin y al cabo es a Paul a quien debe su carrera, fue él quien lo puso al frente de las tropas para sofocar la insurrección realista del 13 de Vendémiaire y también quien lo nombró general en jefe del ejército en Italia, una traición en toda regla.
— ¿Y qué es la política sino una larga y muchas veces acertada sucesión de traiciones? — respondió Ouvrard con un encogimiento de hombros, no sé si de resignación o tal vez de hastío; eran tantos los cambios que estábamos acostumbrados a vivir que ya ninguno nos sorprendía demasiado.
— ¿Y qué va a pasar ahora?
— Aún no te lo he contado todo. Sin duda se trata del fin del Directorio. Al día siguiente después de muchas vicisitudes y más de veinticuatro horas de intrigas y reuniones, los diputados decidieron nombrar tres cónsules. Dos son antiguos directores: el siempre acomodaticio Roger Ducos y por supuesto tu «amigo» Sieyès, que por fin ve cumplido su deseo de dar a Francia «una cabeza y una espada».
— La espada será la de Napoleón, me imagino…
— Y la cabeza, muy a pesar de ese viejo zorro de Sieyès, sospecho que también será la de Bonaparte, ma belle .
LA PENÚLTIMA MASCARADA
— ¿No crees que deberíamos dar una gran fiesta en su honor? — le dije a Ouvrard apenas un par de días más tarde cuando las noticias de lo ocurrido comenzaban a dar paso en las calles a una alegría casi tan grande como la que había acogido la muerte del Incorruptible. Tan similar me parecía el ambiente con el de Thermidor que se me antojaba natural comportarme del mismo modo que entonces: dar rienda suelta a la alegría, convocar a muchos amigos, celebrar la imparable ascensión de Napoleón Bonaparte, ahora convertido en el hombre más poderoso de Francia.
— Podríamos organizar un baile en Raincy–añadí ilusionada-. ¡Uno de máscaras, por ejemplo! Escribiré sin tardanza a Josefina para planear juntas los detalles.
Detengo un momento la narración, pues me parece importante señalar que durante la expedición de Napoleón a Egipto, Josefina y yo habíamos continuado viéndonos con tanta o más frecuencia que antes. Y nuestra amistad se había visto enriquecida además con la presencia de Ouvrard, puesto que Gabriel acababa de rendir a la futura emperatriz un favor de gran importancia para ella. Durante la ausencia de Bonaparte y fiel a su forma de ser tan pródiga en lo que a lujos y comodidades se refiere, Josefina le había echado el ojo a un pequeño palacete en Malmaison. La propiedad no era barata y desde el principio ella tuvo ciertas dificultades para reunir los treinta y siete mil francos que requería el primer depósito, y no digamos para hacer frente a los ciento sesenta mil que valía la propiedad. Pero, por fin, Josefina había logrado hacerse con unos quince mil francos, según ella gracias al generoso préstamo que le había hecho uno de sus criados (¿?), y el resto procedía de sus ahorros, pero aun así le faltaban veintidós mil para completar la cifra; de ahí que ella decidiera recurrir a Ouvrard, quien le concedió de mil amores un préstamo. Muy bien; ahora Napoleón estaba de vuelta en París convertido en cónsul, Josefina tenía su bella propiedad, y todos éramos grandes y viejos amigos, ¿acaso no era más que lógico organizar una fiesta en su honor?, me decía yo. Una en la que hubiera bailes y música–popular, bien entendu –porque la otra, la música seria, Bonaparte la consideraba «el menos molesto de los ruidos».
— ¿Sabías tú que le petit gringalet se pirra por los bailes de máscaras? — le dije a Ouvrard al tiempo que tomaba pluma y papel para escribir a Rose-. Ahí donde lo ves, tan circunspecto, le encanta disfrazarse, ya verás cómo vamos a divertirnos.
— No lo hagas, Teresa–dijo Gabriel deteniendo mi mano cuando ya me disponía a sentarme a la tarea-, resulta más prudente aguardar un tiempo y ver cómo se comporta él con nosotros.
— ¿Y cómo crees que se va a comportar? Él siempre se jacta de su buena memoria, de modo que no creo que haya olvidado, por ejemplo, el hecho de que le brindara mi casa cuando nadie sabía quién era; ni cómo lo ayudé en su momento a conseguir un uniforme decente; ni menos aún que fue en mi casa donde conoció a Josefina. En cuanto a ti, Gabriel, también te debe bastante. ¿No es suficiente razón para seguir disfrutando de su amistad el préstamo que le hiciste a Josefina para comprar Malmaison?
— Precisamente… — dijo Ouvrard, y se detuvo. Gabriel era hombre de gran prudencia. Más aún, era el tipo de persona que jamás habla mal de otros y menos todavía de la índole de la relación que con él o ella hubiera mantenido. Por eso nunca llegué a saber qué ocultaba tras esa única palabra que pronunció: «Precisamente». Quizá él hubiera oído alguna vez ese sabio refrán español que dice «Nunca pidas a quien pidió… » y pensara que el general no iba a agradecer ni mi antigua ayuda ni mucho menos el préstamo que le había hecho a su notoriamente manirrota esposa. Pero hay otra explicación posible a su cautela. Tal vez ésta se debiera a asuntos más «galantes», digamos; más típicos de aquella época ligera de moral que se llamó el Directorio. Me refiero al hecho de que entonces, quien más quien menos, todos habíamos visitado en alguna ocasión las camas de la mayoría de nuestros amigos y conocidos. ¿Entre la no precisamente escuálida lista de amantes de Josefina se encontraría también Ouvrard y noticia de esos viejos amores habrían llegado a oídos de Napoleón? Y si así fuera, ¿tanto habría cambiado Napoleón en lo que a fidelidad conyugal se refiere?
— Napoleón es corso, Teresa–dijo Ouvrard como único comentario, y yo no supe exactamente a qué se refería con esas palabras. Puede que al hecho de que, en otras épocas menos prósperas de su vida, Napoleón había tenido que transigir con cosas que ahora, convertido en cónsul de Francia, no estaba dispuesto a tolerar. O quién sabe, quizá se refiriera a cierto rasgo del carácter de Napoleón del que yo misma había sido testigo cuando solicité ayuda para Tallien. «Yo nunca olvido», eso me había dicho Napoleón Bonaparte con una extraña sonrisa.
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