Carmen Posadas - La cinta roja

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Sea como fuere, después de esta conversación con Ouvrard en la que fue más lo omitido que lo dicho, decidí no dar fiesta alguna y esperar unas semanas para ver en qué tipo de ciudad se convertía París bajo la nueva situación política. Además, por esas fechas tenía yo un nuevo y gran motivo de felicidad que llenaba mi vida, excluyendo otros afanes. Me refiero al nacimiento del primero de los cuatro hijos que tendría con Ouvrard. Fue niña y la llamamos Clemence Isaure Teresa. Tenía el pelo rubio y ensortijado como su padre y los ojos muy negros como yo, y pronto se convirtió en el juguete favorito de mis otros dos hijos, el siempre tímido y circunspecto Théodore, que pronto cumpliría once años, y la pequeña Rose Thermidor, de cinco. Recuerdo además que muy poco después de este feliz acontecimiento tuvieron lugar otros dos que fueron también motivo de alegría. El primero de ellos tuvo por protagonista al que todavía era mi marido, Jean–Lambert Tallien, quien continuaba enviándome cartas llenas de dulces y añorantes palabras como si nuestros destinos siguieran unidos. Por una de ellas supe que después del regreso de Napoleón a Francia, él se había quedado una temporada más en Egipto ocupado en pequeñas tareas. Al fin, decidió emprender la vuelta a casa con intención, según él, de recuperar mi cariño, pero con tan mala (o como más tarde se verá, buena) fortuna que cayó prisionero de los ingleses. Éstos lo llevaron a Londres y, ante su sorpresa, allí fue recibido con afecto y admiración «por parte de muchas y muy principales personas», según rezaba su carta.

Sí, vida mía, me han acogido como el héroe de Thermidor, aquel que acabó con los jacobinos. Y hasta tal punto me dispensan todo tipo de amabilidades que con ello han logrado mitigar, al menos en parte, el dolor de estar lejos de ti y de la pequeña Rose Thermidor. Te ruego, amor mío, que colmes a la pequeña de besos por mí. Yo, por mi parte, no sueño más que con abrazaros, pero creo que permaneceré aquí un tiempo más.

Quién sabe, quizá este nuevo golpe de suerte sirva para que esta vez sí y de verdad renazca de mis cenizas. ¿No sería maravilloso? Rezo para que así sea y pueda volver entonces y recuperarte.

La noticia de su rehabilitación, al menos en Inglaterra, me llenó de alegría. Su estancia allí, lejos de París, era más que conveniente tanto para él como para mí.

La segunda causa de alegría de la que antes hablaba tiene como protagonista a Ouvrard y dice mucho de su forma de ser. Gabriel, tal como ocurre a menudo con aquellos que son capaces de labrar con su esfuerzo una temprana y gran fortuna, no tenía el menor inconveniente en derrocharla con sus amigos, y más aún conmigo. Uno de los defectos de carácter que, según él, tenía su primera esposa era que desconocía totalmente el sutil arte de provocar y recibir regalos con donaire, un don que, siempre según él, yo poseía con largueza. Así, a Ouvrard le complacía sobremanera sorprenderme con todo tipo de obsequios: joyas, pieles, objetos estrafalarios, muebles carísimos, caballos, pelucas… Pero todas las mujeres sabemos que este tipo de presentes son con frecuencia una forma de adornarse los caballeros, un modo tal vez inconsciente de demostrar al resto del mundo que ellos tienen en jaula de oro a la más bella entre las bellas. Gabriel no era así; su generosidad era mucho más amplia, más desprendida que todo eso. Para que se hagan una idea les contaré que un día me invitó a dar una vuelta por París en carruaje. De pronto, mientras transitábamos por el Faubourg Saint–Germain, ordenó al cochero detenerse cerca de la Rue Babylone delante de un magnífico palacio estilo Luis XV que se alzaba entre las profundas sombras de un gran parque. Entonces, Ouvrard sacó del bolsillo una llave de mediano tamaño cuajada de brillantes y, cuando ya habíamos inspeccionado todas las habitaciones y los espléndidos jardines de la propiedad, me la entregó con estas palabras: «Adiós, madame, ésta es vuestra casa». En efecto, lo era. Cuando toqué el timbre éste fue inmediatamente atendido por los criados con los que él había equipado la propiedad. Es curioso señalar además para los amantes de las casualidades, o tal vez debería decir de las ironías, que el anterior propietario del palacio era Barras, y que Gabriel se lo compró para ofrecérmelo. Así, por un extraño vericueto, de ese amante anterior que nunca había sido especialmente generoso adquiría yo de pronto un muy caro y también maravilloso recuerdo. Por cierto, ahora que menciono su nombre, me gustaría aprovechar para añadir unos datos más sobre Paul Barras. Después de su caída del poder, decidió retirarse a Grosbois en total soledad. Toda su antigua corte o cohorte de amigos, aduladores, comparsas, compinches, sanguijuelas y admiradores desaparecieron de un día para otro y como por ensalmo. Yo, en cambio, seguí visitándole con una cierta asiduidad. Tal vez se sorprenda el amable lector por esta revelación, pero yo siempre he procurado guardar una parcela de cariño para los hombres que han compartido mi vida una vez que éstos han caído en desgracia. Cómo no hacerlo, son parte irrenunciable de mí.

***

Sin embargo, de amores pasados y otros fantasmas similares tiempo tendremos de hablar más adelante. Volvamos ahora a la Rue Babylone, a la llave cuajada de brillantes y a la generosidad de Ouvrard para decir que, entre esta bellísima propiedad parisina y la no menos bella de Raincy repartíamos Gabriel y yo nuestro tiempo disfrutando de la compañía el uno del otro. Ésta fue sin duda una de las etapas más sosegadas de mi vida. Vivíamos esos momentos impagables al comienzo de toda relación, cuando tan pendiente está el uno del otro que todo lo demás no tiene importancia alguna. Ahora, con la distancia que dan los años transcurridos, puedo decir que tal vez mi relación con Ouvrard no tuviera ese pellizco de pasión y agonía que viví con Barras; tampoco contó con el decorado romántico y brutal que me unió a Tallien, pero ¿quién no cambiaría gustoso ambas cosas por serenidad y cariño cuando ya ha amado mucho con anterioridad? Tenía yo entonces veintiséis años. ¡Veintiséis años!, pero era tanto lo que había vivido que a veces me sentía una mujer de cincuenta. Maridos, amantes, adulaciones, riquezas, aventuras… todo lo había conocido, pero también había tenido que enfrentarme con el miedo, el dolor; también con la sombra de la muerte, tan próxima que casi llegué a acariciar su lúgubre rostro. Ahora en cambio tenía paz. ¿Sería tal vez mi nueva maternidad la que me hacía sentir así? Ni el nacimiento de Théodore ni mucho menos el de Rose Thermidor habían frenado mis ansias por brillar, por complacer y ser complacida, por divertirme. Ahora, en cambio, con la pequeña Clemence a mi lado, no creía necesitar nada externo, sólo la sonrisa de mi bebé y el amor de Gabriel Ouvrard.

Así las cosas, se comprende que no tuviera mucho interés ni tampoco excesivo tiempo para dedicarme a asuntos de la política. Sin embargo, noticias de lo que estaba pasando en París llegaban todos los días a Raincy. Según se contaba entonces, Napoleón, una vez convertido en Primer Cónsul, deseaba provocar una violenta reacción contra lo que él llamaba las costumbres disolutas del Directorio y esto significaba romper y hacer romper también a sus allegados con todo aquello que tuviera que ver con las frivolidades de antaño.

— En otras palabras–me dijo un día Germaine de Staël, que había venido a Raincy a conocer a la pequeña Clemence-: Lo que quiere es romper conmigo. Y también contigo, de modo que no te hagas ilusiones, querida–comentó al tiempo que se detenía en admirar un bello mosaico pompeyano que yo había hecho colocar como suelo en aquella salita-. Supongo que eres consciente de que para le petit gringalet tú y yo somos criaturas de Sodoma y Gomorra. O de Pompeya, si eso te parece más sofisticado–añadió señalando la escena erótica bastante explícita que había bajo nuestros pies-. Imagino que ya habrás notado un considerable cambio de actitud por parte de Rose.

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