Carmen Posadas - La cinta roja

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— Querida, hace tiempo que quería deciros que estáis tan bella como la última vez que nos vimos antes del diluvio. ¡Pero si incluso se diría que os encontráis en la misma deliciosa situación de entonces! Ved si no: estáis aquí, de pie, junto a una mesa de juego mirando el ir y venir de los naipes mientras vuestro hombre despluma a los incautos. Realmente, ma chére , hay que reconocer que plus ça change, plus c'est la même chose [9] Cuanto más cambian las cosas, más iguales son. .

Aun suponiendo que su comentario no tuvieran intención de herirme y sólo se tratara de un pequeño chiste de esos que tanto gustan a los personajes mundanos, lo cierto es que sus palabras fueron una bofetada en pleno rostro. Sin duda, el encuentro «antes del diluvio» del que hablaba había tenido lugar en Fontenay–aux–Roses cuando yo estaba casada con mi primer marido. Fontenay era entonces consejero del Rey, empedernido jugador de cartas y un mujeriego que jamás me había amado. ¿Y cuál era mi situación actual? Yo no era ni siquiera la esposa, sino la amante del hombre fuerte del régimen actual. Barras, al igual que Fontenay, era jugador, pero no sólo con los naipes y con los corazones femeninos como aquél, sino con todo tipo de turbios negocios Y por último, al igual que ocurría con Fontenay, Barras nunca me había amado.

Yo, por mi parte, no me había hecho ilusiones respecto de sus sentimientos. Otros muchos errores he podido cometer en mi vida, pero desde luego no el de engañarme acerca de lo que sienten los hombres por mí. Siempre supe que Barras sólo tenía un amor, y era ese que se le aparecía cada mañana en el espejo mientras su criado lo rasuraba. Yo era para él otra cosa que nada tenía que ver con los sentimientos. Un adorno, una anfitriona brillante para sus muchas fiestas, el complemento perfecto para su éxito; en otras palabras, poco más que una bella pluma en el su ya de por sí ostentoso sombrero de héroe de la República.

Como en tantas ocasiones en mi vida cuando ésta se volvía amarga, sonreí. Más aún, reí a carcajadas ante la ocurrencia de Talleyrand. No podía dejar que ninguna de aquellas personas para las que el éxito era su único dios, adivinaran que la valiente madame Thermidor, la compasiva Señora del Buen Socorro–y, sobre todo, la que ellos más admiraban-, la muy bella Teresa Cabarrús, sufría.

— Tenéis razón–le dije al ex obispo, ex revolucionario y ahora ministro de Francia-, qué frase tan acertada la vuestra, amigo mío, prometedme que seguiremos con esta conversación más tarde. Ahora debo asegurarme de que todo está listo para que podamos pasar al comedor a su hora. ¿Os gusta el faisán, Talleyrand?

***

Mientras me dirigía hacia la puerta del comedor con tan tonta excusa me volví para observar aquel mundo que yo había elegido como mío. Allí estaban todos los actores principales de la actual comedia francesa: madame Récamier, vestida de rosa pastel representando su sempiterno papel de virgen intacta con la repetitiva estrategia de excitar y luego desdeñar a los hombres; Paul Barras, apostando en una mano de whist lo que un hombre honrado tardaba un año en ganar, pero que representaba tan sólo una ínfima cantidad de lo que él había acumulado impostando el inverosímil papel de político honesto en la Convención; Germaine de Staël, con su turbante a la criolla que de ningún modo lograba suavizar sus rasgos equinos y filosofando con un émigré sobre la miseria humana mientras bebían champagne; y por fin Rose, la actual Josefina Bonaparte. Podía verla allí, junto a la ventana, rodeada de un sinfín de aduladores. Era el centro de atención, en especial de los que intuían que, muy pronto, los vientos comenzarían de nuevo a rolar. Ella, por su parte, los escuchaba muy atenta y muy solícita, dedicándoles por turnos esa sonrisa de enigmática Gioconda que yo misma le había enseñado a perfeccionar y que no escondía misterio alguno salvo una muy mala dentadura.

Sí, ése era mi mundo, el que había surgido a la sombra de la guillotina después de que tantos miles de personas la hubieran regado con su sangre. Uno en el que yo brillaba no por mis buenas obras, pues todo se olvida con suma rapidez, sino por mi belleza y sobre todo por estar cerca del poder. No cabía duda de que tenía razón Talleyrand y la cínica frase plus ça change, plus c'est la même chose : cuanto más cambian las cosas, más continúan siendo lo que eran antes.

— ¿Estáis bien, madame? Tened, se os acaba de caer el abanico. Un rostro tan bello debería tener siempre a mano tan útil implemento no sólo para no deslumbrar demasiado a quienes lo miran, sino también para ocultarse cuando sus pensamientos requieren un momento de privacidad.

Era Gabriel Ouvrard quien así se dirigía a mí tendiéndome el abanico de nácar que se me había caído. Agradecí su gesto, pero fui incapaz de contestar. En París, ahora como antes del diluvio, se estilaban las respuestas ingeniosas o, en su defecto, las boutades u ocurrencias, pero ni una cosa ni otra me venía a la cabeza. A falta de palabras sonreí mientras me detenía unos segundos en estudiar el rostro de aquel hombre. Lo que me acababa de decir podía interpretarse como un atrevimiento o como una gentileza; elegí tomarlo como lo segundo, pues me pareció más acorde con la sonrisa franca y admirativa que me dedicaba. Él siempre había sido extremadamente atento y generoso conmigo.

— Mil gracias–dije, y añadí-: Hacía tiempo que no os veía, Ouvrard. Imagino que ahora que nuestros gloriosos soldados ganan todas las batallas vuestra tarea como suministrador del ejército se habrá multiplicado. Decidme, ¿os gustaría que diéramos un paseo? Dadme vuestro brazo, hace una tarde espléndida.

***

Aquella noche volví a soñar. En mi pesadilla, la voz que gritaba «¡Viva Nuestra Señora de Septiembre!» era ahora la de Barras, que reía a carcajadas mientras una muchedumbre entusiasta admiraba mi atuendo de merveilleuse , mi pelo entretejido de diminutas perlas, las joyas que cubrían mi pecho y los dedos de mis pies llenos de sortijas. Poco a poco se fue dispersando la multitud hasta que quedamos él y yo, solos, frente a frente. Entonces, tomando mi cara entre sus manos, cuajadas también de anillos, pude ver cómo Barras bajaba la voz para decir, casi en un susurro: «Lo siento, querida, voy a tener que prescindir de ti. Te has convertido en un lujo demasiado caro, trop cher, ma belle, vraiment trop cher ». Y luego reía con esa risa suya que yo, oh Dios mío, aún tanto amaba. Pero el sueño no acababa ahí. A continuación pude reparar en cómo Barras se volvía hacia otra figura que estaba junto a él para decirle: «Una mujer como ella os convendría mucho a vos, Ouvrard. Ahora que sois tan indecentemente rico gracias a mi amistad, a la patria y a los soldados de Francia, os irá de maravilla un adorno como Teresa Cabarrús. Tened, os la regalo. ¿O preferís tal vez que nos la juguemos al whist ? Claro que si no aceptáis mi generoso ofrecimiento, lamentándolo mucho, la concesión que tenéis para suministrar bienes al ejército podría caducar… ».

Me desperté con esa inexplicable sensación de peligro que más responde a un instinto animal que a una verdadera amenaza. El corazón me latía con fuerza y por mucho que intenté calmarme diciéndome que aquello no era más que otra de mis pesadillas, cada vez que cerraba los ojos volvía a ver el rostro de Barras pronunciando aquellas crueles palabras: « Trop cher, ma belle, trop cher ». Salté de la cama, apenas eran las siete de la mañana. Por aquel entonces yo, al igual que todas mis amigas, tenía la costumbre de levantarme tarde, rara vez antes del mediodía y en ocasiones bien entrada la tarde. Por eso debió de ser una sorpresa para Frenelle que la llamara tan temprano y así pareció traslucirse en su pregunta:

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