Carmen Posadas - La cinta roja

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Si las palabras pudieran separarse del tono con el que son pronunciadas y si yo no hubiera visto en su rostro la sombra de aquel gesto frío que disolvió lo que antes era una expresión risueña, habría salido de aquella entrevista con la mejor de las impresiones. Bonaparte me acompañó con toda amabilidad hasta la puerta y, esta vez sí, depositó en mi mejilla un beso que bien podía calificarse de cálido. Yo, agradeciéndole su generosa ayuda, le devolví entonces otro todavía más caluroso, pero aun así, al agacharme con deliberada coquetería para despedirme de Fortuné , segura de que con dicha actitud componía una bella estampa, tuve la nítida impresión de que había ganado una pequeña batalla, pero tal vez perdido una contienda. «Un corso nunca olvida». ¿Qué habría querido decir el general con esas palabras? Tal vez de ahora en adelante, reflexioné, tendré que dedicar redoblado interés a ese petit gringalet convertido en héroe.

***

Tallien, por su parte, se mostró feliz con el resultado de mi gestión. Iba y venía por la casa preparándolo todo, dando órdenes a los criados, parecía un hombre nuevo. Tan contento estaba que me enterneció verlo así. «Quién sabe–dijo llegado el momento de las despedidas-, tal vez la suerte me esté dando una nueva oportunidad; la tercera, en este caso. Y a la tercera va la vencida, ¿no crees, vida mía?».

Su viaje comenzó con grandes esperanzas, pero, al llegar a Alejandría, le aguardaba un primer motivo de desencanto, pues nada más desembarcar se encontró cara a cara nada menos que con Marc–Antoine Jullien, el espía que Robespierre mandara a Burdeos para lograr pruebas que nos llevaran a ambos a la guillotina. Es curioso cómo ocurren las cosas en la vida. Podría decirse que hay ciertos fantasmas que anuncian sus apariciones. Días antes, yo había creído verle en casa de Bonaparte y ahora el auténtico Jullien reaparecía en la vida de mi marido. « ¿Qué hace aquí este traidor a la patria? — se preguntaba Tallien amargamente en una de sus cartas-. ¿Es que he de tener la desgracia de toparme siempre con lo peor de mi pasado?».

No le faltaba razón. El destino quería que una vez más tuviera que vérselas con otra muestra de su falta de autoridad. Porque era evidente que, a pesar de que él había explícitamente ordenado prisión para Jullien tras la caída del Incorruptible, éste no sólo estaba libre, sino que era ahora oficial destacado del ejército de Napoleón. El descubrimiento fue todo un golpe para el antiguo héroe de Thermidor. Él era ahora un paria y Jullien un triunfador. Él se había convertido de perseguidor en perseguido; de héroe, en comparsa; de estrella, en fracaso; todo lo contrario de ese tipo que ahora lo miraba con una sonrisa que no hacía más que subrayar abiertamente su desprecio.

MENOSPRECIO Y DESCORTESÍA

Con la marcha de Tallien a Egipto cesaron también aquellas pesadillas que antes me atormentaban. Me refiero a las que de vez en cuando me visitaban para revivir el día en que, del brazo de Junot y junto a Josefina, alguien en la calle me había increpado gritando: «¡Viva Nuestra Señora de Septiembre!». Cierto es que ya la gente no me distinguía al pasar con los amables epítetos de antes, sino con un forzado silencio. Pero como el ser humano posee un indudable talento para olvidar lo malo y buscar signos positivos que le reafirmen en sus convicciones, yo me tranquilizaba pensando que aquella cruel acusación había sido sólo un incidente aislado, apenas una voz discordante entre una multitud que me adoraba. Así parecían confirmarlo además otros muchos signos positivos, como el hecho de que continuara siendo el centro de la moda en una sociedad, la parisina, para la que dicha palabra era casi religión. Pagana, sin duda, pero religión al fin y al cabo. Cierto es que ahora tenía que compartir mi particular Olimpo con otra diosa cada vez más popular: la ciudadana Bonaparte, pero ¿acaso no era ésta mi mejor amiga? A ella la nueva ausencia de su marido la colocaba, dicho sea de paso, en la muy envidiable situación de ser la esposa del hombre más popular del momento y, al mismo tiempo, una dama sola que podía pasear con diversos amigos y divertirse a su antojo.

Y es que divertirse seguía siendo la consigna general, sobre todo en ciertos círculos, más aún ahora que Francia era ya una gran potencia militar. Sin embargo, aunque las arcas comenzaban a llenarse con el botín de guerra, también eran muchos los caudales que se quedaban por el camino, de modo que cada vez eran más frecuentes las voces que se alzaban para denunciar la escandalosa corrupción. Como la del viejo Mallet du Pan, por ejemplo, a quien tanto le gustaba vocear: «¡Cada día es más afrentosa la diferencia entre los vientres vacíos del pueblo y los malditos vientres podridos del gobierno!», «¡Sodoma y Gomorra, amigos míos!». Y a continuación se dedicaba a poner de relieve ciertos datos relacionados con la moral que, según él, hablaban por sí mismos. Como el elevado número de divorcios que se producía en París, sobre todo después de que la Convención tirara por la borda el último lazo que constreñía la libertad personal permitiendo, de un solo golpe, que seis mil maridos y esposas «incompatibles» se divorciaran en tan sólo doce meses. O los cuatro mil niños abandonados que aparecían anualmente en las calles de París. O los cuarenta y cuatro mil bastardos de otros departamentos. Tout le monde s'aime, tout le monde se divorce . Todo el mundo se ama, todo el mundo se divorcia, se decía entonces. Un ciudadano parisino, por ejemplo, llegó a casarse con cuatro hermanas, una detrás de la otra, y un segundo solicitó autorización para contraer nupcias con la madre de sus dos anteriores esposas.

En cuanto al dinero que comenzaba a llegar del exterior y el uso que de él se hacía, éste era tan escandaloso como las costumbres imperantes. Al gran número de agiotistas, especuladores y acaparadores de todo tipo de mercancías se unían ahora los financieros que se dedicaban a enriquecerse con los suministros al ejército. «¡Botas de suelas tan finas como hojas de papel y ropas de abrigo confeccionadas de paño podrido!», así describe aquellas mercancías el tronante Mallet du Pan, pero tal vez exagerase un tanto, porque hay que tener en cuenta que Mallet du Pan era un agente secreto de los realistas que deseaba a cualquier precio acabar con el Directorio y con todos sus corruptos amigos.

Entre estos suministradores del ejército había por cierto un caballero que hacía tiempo se había convertido en asiduo a nuestras reuniones. Se llamaba Gabriel–Julien Ouvrard y su aspecto físico distaba mucho del tipo que la caricatura ha fijado para los hombres de su profesión. No era ostentoso en sus maneras ni burdo en su trato; tampoco era viejo ni gordo, sino muy joven, apenas veintiocho años, y tenía un físico más que agradable, así como una prudencia que bien podía confundirse con elegancia. Todo lo contrario, dicho sea de paso, que Barras, quien por esas mismas fechas se encontraba redecorando de arriba abajo una de sus carísimas propiedades en las afueras de París, la llamada Grosbois, que había pertenecido a Monsieur, es decir, al hermano del guillotinado Luis XVI. Durante meses, un batallón de carpinteros, albañiles, tapiceros, broncistas, pintores, jardineros y operarios de todo tipo trabajaron sin descanso para entregar al ciudadano Barras, que antaño votara la muerte de Luis XVI, un palacio digno de un rey. En realidad, podría decirse que todo lo que había en aquella magnífica residencia parecía desmentir la reciente historia de Francia. La opulencia y la ostentación eran tan similares a las del Antiguo Régimen que resultaba difícil creer que entre aquel lujo desmedido y éste casi obsceno hubiera tanta sangre, tanto sufrimiento y tantos cadáveres. Grosbois se convirtió muy pronto en el centro de reunión de todos los hombres relevantes del momento. Por allí podía verse a los diversos integrantes de la sociedad de entonces: los convencionales, los militares brillantes (salvo Napoleón, que seguía a la sombra de las pirámides), también los émigrés , que habían vuelto a Francia y ahora ocupaban de nuevo un lugar destacado en sociedad. Entre ellos estaba, como ya hemos visto, el ciudadano Talleyrand, reconvertido ahora en ministro de Asuntos Exteriores del Directorio. Porque, igual que las aves retornan cuando comienza a caldear el sol tras el crudo invierno, también este avispado pájaro estaba de regreso y con él sus suaves modales. Así, un día de los primeros en que todos nos encontrábamos disfrutando de uno de los nuevos y más bellos salones de Grosbois, recuerdo que se acercó a mí con estas palabras:

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