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Arundhati Roy: El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Arundhati Roy El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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Todas las noches se untaba los pies con nata y se echaba para atrás las cutículas de las uñas.

El jardín ornamental, tras haber soportado aquella atención minuciosa e incesante durante más de medio siglo, había caído en los últimos tiempos en el abandono. Dejado a su propia suerte, se había vuelto desordenado y salvaje, como un circo cuyos animales hubiesen olvidado sus trucos. Una mala hierba, a la que la gente llamaba la «cizaña comunista» (porque en Kerala proliferaba igual que el comunismo), asfixió a las plantas exóticas. Sólo continuaron creciendo las enredaderas, como las uñas de los pies de los cadáveres. Se metían por los agujeros de la nariz de los gnomos de escayola rosada y florecían en sus cabezas huecas, a las que daban una expresión a medio camino entre la sorpresa y el desdén.

La razón de aquel abandono repentino y brusco fue la aparición de un nuevo amor. Bebé Kochamma había hecho instalar una antena parabólica en el tejado de la casa de Ayemenem y ahora tenía el mundo a sus pies sin moverse de su sala de estar gracias a la televisión vía satélite. La enorme excitación que aquello provocó en Bebé Kochamma era fácil de comprender. Porque no era algo que hubiese sucedido gradualmente. Ocurrió de la noche a la mañana. Rubias, guerras, hambrunas, fútbol, sexo, música, golpes de estado, todos llegaron en el mismo tren. Todos deshicieron las maletas a la vez. Y se quedaron en el mismo hotel. Y en Ayemenem, donde hasta entonces el sonido más estridente había sido el del claxon musical de un autobús, ahora podían convocarse guerras, hambrunas, vividas matanzas y hasta a Bill Clinton como si de sirvientes se tratara. Y así, mientras su jardín ornamental se marchitaba y moría, Bebé Kochamma veía todos los partidos de liga de la NBA americana, los encuentros de criquet y los torneos de tenis del Grand Slam. Entre semana veía The Bold and the Beautiful y Santa Bárbara, series en las que unas rubias frágiles, de labios pintados y peinados rígidos de tanta laca, seducían a androides y defendían sus imperios sexuales. A Bebé Kochamma la encantaban sus relucientes vestidos y sus conversaciones refinadas y retorcidas. Durante el día le venían a la cabeza fragmentos sueltos y se reía sola.

Kochu María, la cocinera, seguía llevando los gruesos pendientes de oro que le habían desfigurado los lóbulos de las orejas para siempre. Disfrutaba viendo Wrestling Manía, el show de la WWF, en el que Hulk Hogan y Mister Perfect, que tenían los cuellos más anchos que las cabezas, aparecían con mallas de lycra llenas de lentejuelas y se pegaban brutalmente el uno al otro. La risa de Kochu María tenía ese timbre levemente cruel que tienen a veces las risas de los niños pequeños.

Se pasaban el día en la sala de estar, Bebé Kochamma sentada en la silla de largos brazos o tumbada en la chaise longue (según el estado de sus pies) y Kochu María en el suelo, junto a ella (cambiando de un canal a otro siempre que podía), encerradas juntas en un ruidoso silencio televisivo. Una con el pelo blanco como la nieve, la otra con el pelo teñido de negro carbón. Participaban en todos los concursos, aprovechaban todos los descuentos que se anunciaban, y en una ocasión ganaron una camiseta y en otra un termo, que Bebé Kochamma guardó bajo llave en su armario.

A Bebé Kochamma le encantaba la casa de Ayemenem y cuidaba los muebles, que había heredado por haber sobrevivido a todos. El violín y el atril de Mammachi, los armarios de Ooty, las sillas de plástico que imitaba el mimbre, las camas de Delhi, el tocador de Viena con tiradores de marfil rajados. Y la mesa de comedor de palo de rosa que hizo Velutha.

La asustaban las hambrunas de la BBC y las guerras con las que se topaba al cambiar de canal. Sus viejos miedos a la revolución y a la amenaza marxista-leninista se habían reavivado por los nuevos temores que le causaba comprobar en el televisor el incremento del número de gentes desesperadas y desposeídas. Contemplaba las limpiezas étnicas, las hambrunas y los genocidios como amenazas directas hacia sus muebles.

Mantenía puertas y ventanas cerradas a cal y canto, a menos que las estuviera usando. Usaba sus ventanas para propósitos muy específicos. Para Respirar Aire Fresco. Para Pagar al Lechero. Para que Saliera una Avispa Encerrada (que Kochu María tenía que perseguir por toda la casa con una toalla).

Y hasta cerraba con llave la nevera descascarillada y triste donde guardaba su provisión semanal de bollos de crema, que Kochu María le traía de la Mejor confitería de Kottayam. Y las dos botellas de agua de arroz que bebía en lugar del agua normal. En el compartimiento inferior de la nevera guardaba lo que quedaba de la vajilla con motivos en azul y blanco que perteneció a Mammachi.

En el compartimiento del queso y la mantequilla puso la docena de ampollas de insulina que le regaló Rahel. Sospechaba que, en los tiempos que corrían, hasta los seres de apariencia más inocente e ingenua podían ser saqueadores de vajillas, adictos a los bollos de crema o diabéticos ladrones que recorrían Ayemenem en busca de insulina importada.

Ni siquiera confiaba en los gemelos. Los creía capaces de todo. Absolutamente de todo. Pensó que hasta podrían robarle el regalo que le habían hecho, y se dio cuenta, angustiada, de la rapidez con que había vuelto a pensar en los dos como si fuesen una sola persona. Al cabo de tantos años. Decidida a no dejar que el pasado se apoderase de ella, alteró su pensamiento inmediatamente. Ella. Ella podría robarle su regalo.

Miró a Rabel, de pie junto a la mesa del comedor, y notó el mismo sigilo inquietante, la capacidad de quedarse muy quieta y muy callada, que Estha parecía haber llegado a dominar. Bebé Kochamma estaba un poco intimidada por la impasibilidad de Rahel.

– Y bien… -dijo con voz chillona y entrecortada-. ¿Qué planes tienes? ¿Cuánto tiempo te vas a quedar? ¿Ya lo has decidido?

Rahel intentó decir algo. Le salió un sonido mellado, como el borde irregular de una lata. Fue hasta la ventana y la abrió. Para respirar aire fresco.

– Ciérrala cuando hayas acabado -dijo Bebé Kochamma, y su rostro se cerró como un armario.

Ya no se podía ver el río desde la ventana.

Se pudo hasta que Mammachi hizo cerrar la galería trasera con la que fue la primera puerta corredera de Ayemenem. Entonces descolgaron los retratos al óleo del reverendo E. John Ipe y de Aleyooty Ammachi (los bisabuelos de Estha y de Rahel) de la galería trasera y los colocaron en la delantera.

Y allí seguían el Pequeño Bendecido y su mujer, colgados a ambos lados de la cabeza de bisonte disecada.

El reverendo Ipe dirigía su sonrisa de antepasado seguro de sí mismo hacia la calle, en lugar de dirigirla hacia el río.

Aleyooty Ammachi no parecía tan segura de sí misma. Era como si quisiera volverse, pero no pudiera. Tal vez para ella no fue tan fácil abandonar el río. Sus ojos miraban en la misma dirección en que lo hacía su marido, pero su corazón estaba vuelto hacia otro lado. Los pesados pendientes kunukku de oro mate (una muestra de la bondad del Pequeño Bendecido) le habían estirado los lóbulos de las orejas hasta tocar sus hombros. A través de los agujeros que dejaron era posible ver el río de aguas cálidas y los árboles oscuros inclinados sobre él. Y los pescadores en sus barcas. Y los peces.

Aunque ya no se podía ver el río desde ella, la casa de Ayemenem seguía evocándolo, del mismo modo que una concha marina siempre evoca el mar.

Evocaba la corriente, el agua agitada, los peces nadando.

Desde la ventana del comedor a la que estaba asomada, mientras el viento le revolvía el pelo, Rahel veía tamborilear la lluvia con fuerza sobre el oxidado techo metálico de lo que fue la fábrica de conservas de su abuela.

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