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Arundhati Roy: El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Arundhati Roy El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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La Pérdida de Sophie Mol deambulaba suavemente por la casa de Ayemenem como una silenciosa presencia en calcetines. Se escondía entre los libros y en la comida. En el estuche del violín de Mammachi. En las costras de las heridas de las espinillas de Chacko, que siempre se las estaba hurgando. En sus piernas femeninas y fláccidas.

Es curioso cómo, a veces, el recuerdo de la muerte pervive mucho más que el de la vida por ella arrebatada. Con el paso de los años, a medida que el recuerdo de Sophie Mol (la que hacía sagaces preguntas: ¿Adonde van a morir los pájaros viejos? ¿Por qué los muertos no caen como piedras del cielo?; la que decía las cosas sin tapujos: Vosotros sois indios del todo y yo sólo a medias; la portadora de nuevas escalofriantes: Una vez vi a un hombre que había tenido un accidente y le colgaba un ojo de un nervio, como un yo-yo) se desvanecía lentamente, iba cobrando cuerpo y vida la Pérdida de Sophie Mol. Siempre estaba presente. Era como la fruta del tiempo. De todas las estaciones. Era tan inamovible como un funcionario del Estado. Acompañó a Rahel durante su infancia (de colegio en colegio) hasta que se convirtió en mujer.

El primero que puso a Rahel en la lista negra fue el Convento de Nazaret, cuando tenía once años y la encontraron frente a la puerta del jardín de la encargada de la residencia de estudiantes, decorando con florecillas un montículo de excremento de vaca. A la mañana siguiente, durante la reunión diaria de profesores y alumnos, le hicieron buscar la palabra depravación en el Diccionario Oxford y leer su significado en voz alta. «Condición o estado de depravado o corrupto», leyó Rahel, con una fila de monjas de bocas severas sentadas a sus espaldas y un mar de rostros de colegialas intentando aguantar la risa delante. «Condición de pervertido: perversión moral; Corrupción innata de la naturaleza humana debida al pecado original; Tanto los elegidos como los no elegidos vienen al mundo en estado de total depravación y alejamiento de Dios y, por sí mismos, no pueden sino pecar. J. H. Blunt.»

Seis meses más tarde la expulsaron, después de las continuas quejas de las niñas de los cursos superiores. La acusaban (y con razón) de esconderse detrás de las puertas para chocar deliberadamente con sus compañeras mayores. Cuando la directora la sometió a un interrogatorio para averiguar el porqué de su comportamiento (con artimañas, con palmetazos, sin comer ni cenar), acabó confesando haberlo hecho para averiguar si los pechos dolían o no. En aquella cristiana institución los pechos no tenían cabida. Se suponía que no existían y, si no existían, ¿cómo podían doler?

Ésa fue la primera de sus tres expulsiones. La segunda fue por fumar. La tercera, por prenderle fuego al moño postizo de la encargada de la residencia de estudiantes que Rahel confesó, bajo amenaza de castigo corporal, haber robado.

En todos los colegios a los que asistió los profesores observaron que:

a) Era una niña extremadamente educada.

b) No tenía amigos.

Parecía una forma de corrupción solitaria y educada. Razón por la cual todos estaban de acuerdo (y saboreaban su magistral desaprobación, paladeándola, chupándola como un caramelo) en queera un caso aún más grave.

Era, murmuraban entre ellos, como si no supiera comportarse como una chica.

Y no andaban lejos de la verdad.

Por raro que parezca, era como si el hecho de que no le prestaran atención hubiera tenido como consecuencia una imprevisible liberación de su espíritu.

Rahel creció sin que nadie le fijara directrices. Sin que nadie se ocupara de concertar su matrimonio. Sin que nadie estuviera dispuesto a pagar su dote y, por lo tanto, sin un marido forzado que surgiera amenazador en el horizonte.

Así que, mientras no armara mucho jaleo, era libre de hacer cuantas investigaciones quisiera: sobre los pechos y si dolían o no. Sobre los moños postizos y lo bien que ardían. Sobre la vida y cómo debía vivirse.

Cuando acabó el colegio, consiguió ingresar en una mediocre escuela de arquitectura de Delhi. No porque estuviera seriamente interesada en la arquitectura. De hecho, ni siquiera lo estaba a nivel superficial. Lo que pasó fue que se presentó a los exámenes de ingreso y, por casualidad, los aprobó. Más que por su habilidad, los profesores quedaron impresionados por el tamaño (enorme) de sus bocetos al carboncillo de naturalezas muertas. Interpretaron el descuido y la audacia de los trazos como una señal de atrevimiento artístico aunque, en realidad, su creadora no tenía nada de artista.

Pasó ocho años en la escuela y no llegó a acabar los cinco cursos que le habrían permitido obtener su diploma. La matrícula era barata y no le fue difícil buscarse la vida: vivía en una residencia de estudiantes, comía en un comedor estudiantil subvencionado y se saltaba la mayoría de las clases para ir a trabajar de delineante a lúgubres estudios de arquitectura que explotaban a los estudiantes como mano de obra barata para pasar los proyectos que presentaban a los concursos y les echaban las culpas si las cosas salían mal. Los demás estudiantes, especialmente los chicos, se sentían intimidados por la rebeldía y la casi feroz falta de ambición de Rahel. Así que la dejaban de lado. No la invitaban nunca a sus bonitas casas ni a sus ruidosas fiestas. Hasta sus profesores recelaban de ella: de sus proyectos arquitectónicos extraños y poco prácticos, presentados en papel de estraza barato, y de su indiferencia ante sus críticas furibundas.

De vez en cuando escribía a Chacko y a Mammachi, pero nunca regresó a Ayemenem. Ni cuando murió Mammachi. Ni cuando Chacko emigró al Canadá.

Fue en la escuela de arquitectura donde conoció a Larry McCaslin, que había ido a Delhi a recopilar material para su tesis doctoral sobre El ahorro de energía en la arquitectura popular. Vio a Rahel por primera vez en la biblioteca de la escuela, y volvió a verla, pocos días después, en el mercado del kan. Vestía vaqueros y una camiseta blanca. Alrededor del cuello llevaba abotonada una vieja colcha hecha con trozos de telas de varios colores que le colgaba por detrás a modo de capa. Llevaba el rebelde cabello recogido bien tirante para que pareciese liso, aunque no lo era. Un diamante diminuto brillaba en una de las aletas de su nariz. Tenía unas clavículas sorprendentemente bellas y una forma de caminar ágil y bonita.

Ahí va una melodía de jazz, se dijo Larry McCaslin, y la siguió hasta una librería donde ninguno de los dos miró ningún libro.

Rahel se dirigió hacia el matrimonio como un pasajero se dirige hacia un asiento vacío en la sala de espera de un aeropuerto. Con la sensación de que al fin podría sentarse. Regresaron juntos a Boston.

Cuando Larry abrazaba a su mujer, la mejilla de ésta quedaba a la altura de su corazón. Era lo suficientemente alto para verle la coronilla y contemplar el oscuro revoltijo de su pelo. Cuando le ponía un dedo en la comisura de la boca, sentía un minúsculo latido. Le encantaba su emplazamiento. Y aquella pulsación apenas perceptible, indefinida, justo debajo de la piel. Cuando la tocaba, escuchaba con los ojos, como un futuro padre que siente cómo se mueve su hijo nonato dentro del vientre de la madre.

La acariciaba como si fuese un regalo. Que le fue dado por amor. Algo pequeño y apacible. Insoportablemente valioso.

Pero cuando hacían el amor se sentía ofendido por sus ojos. Se comportaban como si pertenecieran a otra persona. A alguien que estuviera observando. Que estuviera mirando el mar desde una ventana. O a una barca en el río. O a un transeúnte que llevara sombrero en medio de la bruma.

Se exasperaba porque no sabía qué significaba aquella mirada. La situaba a medio camino entre la indiferencia y la desesperación. No sabía que en algunos lugares, como en el país del que procedía Rahel, había diferentes clases de desesperación que pugnaban por la primacía. Y que la desesperación personal nunca llegaba a ser lo suficientemente desesperada. Que algo sucedía cuando la confusión personal chocaba casualmente con el altar levantado al borde del camino a la confusión pública de una nación. Una confusión inverosímil, insensata, ridícula, torrencial, circundante, violenta, inmensa. Sucedía que el Dios Grande bramaba como un viento tórrido exigiendo reverencia. Y entonces el Dios Pequeño (agradable y contenido, privado y limitado) retrocedía cauterizado, riéndose, aturdido, de su propia audacia. Acostumbrado a la constante confirmación de su inconsecuencia, se tornaba acomodaticio e indiferente. No había mucho que importara. Nada de lo que importaba, importaba mucho. Y, cuanto menos importaba, menos importaba. Nada tenía nunca suficiente importancia. Porque cosas peores habían sucedido. En el país del que ella procedía, en eterno equilibrio entre los terrores de la guerra y los horrores de la paz, continuaban sucediendo las peores cosas.

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