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Arundhati Roy: El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Arundhati Roy El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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Después le dio unos golpecitos en los pechos con su bastón de mando. Suavemente. Tras, tras. Como si estuviera escogiendo mangos de una canasta. Señalando los que quería que le envolviesen y le mandasen a casa. El inspector Thomas Mathew parecía saber con quién podía meterse y con quién no. La policía tiene ese instinto.

Detrás de él había un letrero azul y rojo que decía:

Pulcritud

Obediencia

Lealtad

Integridad

Cortesía

Imparcialidad

Abnegación

Cuando salieron de la comisaría, Ammu lloraba, así que Estha y Rahel no le preguntaron qué quería decir veshya. Ni tampoco ilegítimos. Era la primera vez que veían llorar a su madre. No sollozaba. Su rostro estaba como petrificado, pero tenía los ojos llenos de lágrimas que rodaban por sus rígidas mejillas. Aquello hizo que a los gemelos les entrara un miedo horrible. Las lágrimas de Ammu convirtieron en real todo lo que hasta entonces había parecido irreal. Regresaron a Ayemenem en autobús. El cobrador, un hombre delgado, vestido de color caqui, se deslizó hasta ellos cogido del pasamanos del autobús. Mantuvo el equilibrio apoyando sus huesudas caderas contra el respaldo de un asiento e hizo un clic seco frente a Ammu con la máquina de picar billetes. ¿Adonde?, se suponía que quería decir aquel clic. Hasta Rahel llegó el olor de los tacos de billetes de autobús y del acero del pasamanos, procedente de las manos del cobrador.

– Está muerto -murmuró Ammu dirigiéndose a él-. Yo lo maté.

– A Ayemenem -dijo Estha rápidamente, antes de que el hombre perdiera la paciencia.

Cogió el dinero del monedero de Ammu. El cobrador le dio los billetes. Estha los dobló con cuidado y se los metió en el bolsillo. Después, rodeó con sus bracitos a su madre, rígida y llorosa.

Dos semanas después Estha fue Devuelto. Obligaron a Ammu a devolvérselo a su padre que, para entonces, había renunciado a su solitario empleo en la plantación de té en Assam y se había trasladado a Calcuta a trabajar en una compañía que fabricaba negro de humo. Se había vuelto a casar y había dejado de beber, aunque sólo hasta cierto punto, pues sufría recaídas ocasionales.

Estha y Rahel no habían vuelto a verse desde entonces.

Y ahora, veintitrés años después, su padre había re-Devuelto a Estha. Lo había enviado de regreso a Ayemenem con una maleta y una carta. La maleta estaba llena de ropa nueva y elegante. Bebé Kochamma le enseñó la carta a Rahel. Estaba escrita con letra de colegio de monjas, inclinada y femenina, pero la firma que había al pie era la de su padre. O, por lo menos, era su nombre. Rahel no habría podido reconocer la firma. En la carta su padre decía que había dejado su trabajo en la fábrica de negro de humo, que iba a emigrar a Australia, donde había conseguido un empleo como jefe de seguridad en una fábrica de cerámica, y que no podía llevarse a Estha con él. Enviaba sus mejores deseos para todos los de Ayemenem y decía que, si alguna vez regresaba a la India, cosa que creía improbable, pasaría a ver a Estha.

Bebé Kochamma le dijo a Rahel que, si quería, podía quedarse con la carta. Rahel volvió a guardarla en el sobre. El papel se había reblandecido y parecía una tela al doblarlo.

Había olvidado lo húmedo que podía llegar a ser el aire del monzón en Ayemenem. Los aparadores se hinchaban y crujían. Las ventanas cerradas se abrían de golpe. Los libros se ablandaban y ondulaban entre sus tapas. Extraños insectos aparecían como quimeras durante la noche y morían abrasados sobre las pálidas bombillas de cuarenta vatios de Bebé Kochamma. Durante el día sus crujientes cadáveres incinerados cubrían suelo y alféizares y, hasta que Kochu María los barría y amontonaba en su recogedor de plástico, en el aire flotaba un olor a algo-se-está-quemando.

La Lluvia de Junio no había cambiado.

Los cielos se abrían y la lluvia caía martilleando con fuerza; hacía renacer el viejo pozo renuente, cubría de musgo verde la pocilga vacía de puercos, bombardeaba los inmóviles charcos color de té igual que la memoria bombardea las mentes inmóviles color de té. El césped estaba verdihúmedo y dichoso. Las lombrices retozaban felices en el fango. Las verdes ortigas se mecían. Los árboles se inclinaban.

Algo más allá, en medio del viento y de la lluvia, envuelto en la repentina oscuridad tormentosa del día, Estha paseaba a orillas del río. Llevaba una ceñida camiseta color fresa, ahora más oscura por la lluvia, y sabía que Rahel había llegado.

Estha siempre había sido un niño callado, así que nadie pudo determinar con precisión el momento exacto (por lo menos, el año, ya que no el mes ni el día) en que dejó de hablar. Simplemente, dejó de hablar; eso es todo. El hecho es que no hubo un «momento exacto». Había sido un asunto de reducción paulatina del negocio hasta llegar al cierre definitivo. Un ir quedándose callado apenas perceptible. Como si, sencillamente, se hubiese quedado sin tema de conversación y ya no tuviese nada más que decir. Además, el silencio de Estha nunca fue incómodo. Ni molesto. Ni llamativo. No era un silencio acusador, de protesta, sino más bien un aletargamiento, una inactividad, un equivalente psicológico de lo que hacen los peces dipneos para soportar la temporada de sequía, salvo que, en el caso de Estha, dicha temporada parecía que iba a durar eternamente.

Con el tiempo había adquirido la capacidad de mimetizarse con aquello que tuviese detrás (librerías, jardines, cortinas, puertas, calles) hasta parecer inanimado, casi invisible para un ojo inexperto. Normalmente, a los extraños le llevaba cierto tiempo reparar en él, incluso aunque se encontrasen en la misma habitación. Y tardaban aún más en darse cuenta de que nunca hablaba. Había quien ni siquiera lo advertía.

Estha ocupaba muy poco espacio en el mundo.

Cuando Estha fue Devuelto, después del entierro de Sophie Mol, su padre lo envió a un colegio para chicos de Calcuta. No fue un estudiante excepcional, aunque tampoco era de los peores ni particularmente malo en nada. Es un alumno corriente, o Su trabajo es satisfactorio, eran los comentarios habituales que sus profesores escribían en las evaluaciones anuales. No participa en las actividades de grupo solía ser otra queja recurrente. Aunque nunca explicaron exactamente a qué se referían con «actividades de grupo».

Estha acabó el colegio con notas mediocres pero se negó a ir a la universidad. En vez de eso, y para vergüenza de su padre y de su madrastra, al menos al principio, comenzó a hacer las tareas de la casa. Como si intentara pagar, a su manera, su manutención. Barría, fregaba los suelos y lavaba la ropa. Aprendió a cocinar y a comprar verduras. Los vendedores de los bazares, sentados detrás de pirámides de verduras aceitadas y relucientes, se habituaron a verlo y a atenderlo en medio de los gritos de sus otros clientes. Le daban latas oxidadas para que pusiera las verduras que iba escogiendo. Nunca regateaba. Y ellos nunca lo engañaban. Después de pesar las verduras y de que las hubiese pagado, se las colocaban en su canasta de la compra de plástico rojo (las cebollas debajo, las berenjenas y los tomates encima), y siempre añadían un ramito de cilantro y un puñado de guindillas gratis. Estha regresaba a casa cargado con todo aquello en el tranvía abarrotado. Una burbuja de silencio que flotaba en un mar de ruido.

Si necesitaba algo durante las comidas, se levantaba y se lo servía.

Una vez llegado, el silencio se instaló en Estha y se extendió por todo su ser. Salió de su cabeza y lo envolvió con sus viscosos brazos. Lo meció al ritmo de un latido antiguo, fetal. Fue extendiendo poco a poco sus tentáculos furtivos y llenos de ventosas por el interior de su cráneo, aspirando los montículos y las hondonadas de su memoria, desplazando viejas frases, birlándoselas de la punta de la lengua. Quitó a sus pensamientos las palabras necesarias para describirlos y los dejó pelados y desnudos. Impronunciables. Entumecidos. Y, por lo tanto, tal vez casi inexistentes para cualquier observador. Lentamente, con el paso de los años, Estha se fue apartando del mundo. Se fue acostumbrando cada vez más al incómodo pulpo que vivía en su interior y que inyectaba aquella tinta tranquilizante en su pasado. Poco a poco la razón de su silencio fue quedando oculta, sepultada en las profundidades de los pliegues sedantes del hecho en sí.

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