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Arundhati Roy: El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Arundhati Roy El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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Así que el Dios Pequeño se reía con una risa ahogada y se alejaba retozando alegremente. Como un niño rico en pantaloncitos cortos. Silbando, pateando piedrecitas. La fuente de su frágil regocijo era la relativa pequeñez de su desgracia. Se encaramaba a los ojos de la gente y se convertía en una expresión exasperante.

Lo que Larry McCaslin veía en los ojos de Rahel no era desesperación, ni mucho menos, sino una especie de optimismo forzado. Y un vacío donde antes habían estado las palabras de Estha. No cabía esperar que lo entendiera. Que el vacío en uno de los gemelos no fuese más que la versión del silencio del otro. Que las dos cosas encajasen. Como una cuchara sobre otra. Como los cuerpos familiares de los amantes.

Después de divorciarse, Rahel trabajó durante unos meses de camarera en un restaurante indio de Nueva York. Y luego, varios años, de cajera en el turno de noche en una gasolinera de las afueras de Washington, en una cabina con cristales a prueba de balas en la que a veces los borrachos vomitaban en la bandeja del dinero y los proxenetas le proponían trabajos más lucrativos. En dos ocasiones vio cómo disparaban contra hombres a través de las ventanillas de sus coches. Y en otra vio cómo tiraban de un coche en marcha a un hombre con un cuchillo clavado en la espalda.

Y entonces Bebé Kochamma le escribió diciendo que Estha había sido re-Devuelto. Rahel dejó su trabajo en la gasolinera y abandonó encantada los Estados Unidos. Para volver a Ayemenem. A Estha en medio de la lluvia.

En la vieja casa de la colina, Bebé Kochamma estaba sentada a la mesa del comedor quitando la gruesa y amarga piel de un pepino un poco pasado. Llevaba un camisón de algodón a cuadros, deslucido, de mangas abullonadas y con manchas amarillentas de azafrán. Balanceaba sus piececillos de uñas pintadas por debajo de la mesa como un niño pequeño en una silla alta. Los tenía hinchados como si fueran almohadoncitos inflables con forma de pie. En los viejos tiempos, cada vez que alguien llegaba de visita a Ayemenem, Bebé Kochamma se encargaba de poner en evidencia lo grandes que tenían los pies. Les pedía que le dejasen probarse sus chanclas y decía: «¡Uy, mirad lo grandes que me van!». Después se ponía a dar vueltas por la casa con ellas y se levantaba un poco el sari para que todo el mundo quedara maravillado de los pies tan diminutos que tenía.

Pelaba aquel pepino con un aire de triunfo apenas disimulado. Estaba encantada de que Estha no le hubiese hablado a Rahel. De que la hubiese mirado y hubiese pasado de largo. Rumbo a la lluvia. Como hacía con todo el mundo.

Tenía ochenta y tres años. Sus ojos se extendían como mantequilla tras unas gruesas gafas.

– Ya te lo dije, ¿no? -le dijo a Rahel-. ¿Qué esperabas? ¿Un tratamiento especial? Ha perdido la cabeza, ¿qué te dije? ¡Ya no reconoce a nadie! ¿Qué creías?

Rahel no dijo nada.

Sentía el ritmo del balanceo de Estha y la humedad de la lluvia sobre su piel. Oía el estridente revoltijo que había dentro de su cabeza.

Bebé Kochamma dirigió a Rahel una mirada inquieta. Empezaba a arrepentirse de haberle escrito comunicándole el regreso de Estha. Pero ¿qué otra cosa podía haber hecho? ¿Ocuparse de él durante el resto de su vida? ¿Y por qué tenía que ser ella? No era responsabilidad suya.

¿O sí?

El silencio se instaló como un intruso invisible entre la sobrina nieta y la tía abuela más joven de la familia. Alguien extraño. Dominante. Nocivo. Bebé Kochamma se dijo que no debía olvidarse de cerrar la puerta de su dormitorio con llave por la noche. Buscó algo que decir.

– ¿Qué te parece mi melena?

Se llevó la mano del pepino al pelo, que lucía un nuevo corte. Una patética mancha de lechoso zumo quedó prendida de su cabello.

A Rahel no se le ocurrió nada que decir. Contempló en silencio cómo Bebé Kochamma pelaba el pepino. Trocitos de piel amarillenta le habían salpicado la pechera. El pelo, teñido de negro azabache, le colgaba como hilos sueltos del cuero cabelludo. El tinte le había manchado de gris pálido la piel de la frente y formaba una especie de segunda línea borrosa de nacimiento del pelo. Rahel notó que había empezado a maquillarse. Lápiz de labios. Kohl. Un leve toque de colorete. Y debido a que la casa estaba cerrada y a oscuras, y a que sólo confiaba en las bombillas de cuarenta vatios, la boca pintada estaba un poco desplazada respecto a la boca real.

Se le habían adelgazado la cara y los hombros, lo cual hizo que su figura pasara de ser redondeada a cónica. Aunque, sentada a la mesa del comedor, con las enormes caderas ocultas, parecía casi frágil. La débil luz borraba las arrugas de su rostro y la hacía parecer más joven, pero, al mismo tiempo, le daba un aspecto extraño, como ajado. Llevaba gran cantidad de joyas. Las joyas de la difunta abuela de Rahel. Todas. Anillos que emitían destellos. Pendientes de diamantes. Brazaletes de oro y una gargantilla, también de oro, primorosamente labrada, que se tocaba de vez en cuando para asegurarse de que seguía allí y de que le pertenecía. Como una joven novia que no podía convencerse de su buena suerte.

Está viviendo la vida al revés, pensó Rahel.

Lo curioso es que era una observación muy acertada. Bebé Kochamma había vivido la vida al revés. De joven había renunciado al mundo material y ahora, de vieja, parecía aferrarse a él. Abrazaba el mundo material, y éste le devolvía el abrazo.

A los dieciocho años, Bebé Kochamma se había enamorado del padre Mulligan, un sacerdote irlandés, joven y apuesto, al que habían enviado un año a Kerala desde el seminario de Madrás. Estudiaba los escritos sagrados hindúes para poder rebatirlos con conocimiento de causa.

Todos los jueves por la mañana el padre Mulligan iba a Ayemenem a visitar al padre de Bebé Kochamma, el reverendo E. John Ipe, que era sacerdote de la Iglesia de Mar Thoma [2]. El reverendo Ipe era muy conocido dentro de la comunidad cristiana por ser el hombre al que había bendecido personalmente el Patriarca de Antioquía, cabeza de la Iglesia ortodoxa siria. Este episodio había pasado a formar parte del folklore de Ayemenem.

En 1876, cuando el padre de Bebé Kochamma tenía siete años, su padre lo llevó a ver al Patriarca, que había ido a visitar a los cristianos sirios de Kerala. De repente, se encontraron justo frente a un grupo de personas a las que el Patriarca se dirigía desde la galería occidental de la casa Kalleny, en Cochín. El padre aprovechó la oportunidad y, después de susurrar algo al oído de su hijo, lo empujó hacia adelante. El futuro reverendo, patinando sobre sus talones y paralizado de miedo, posó sus atemorizados labios sobre el anillo que el Patriarca llevaba en el dedo corazón y lo dejó mojado de saliva. El Patriarca se limpió el anillo en la manga y bendijo al pequeño. Mucho después de haberse hecho mayor y haberse convertido en sacerdote, al reverendo Ipe continuaban llamándolo el Punnyan Kunju -el Pequeño Bendecido-, y la gente bajaba en barquitas por el río desde Alleppey y Ernakulam para llevarle a sus hijos a fin de que los bendijera a su vez.

Aunque había una diferencia de edad considerable entre el padre Mulligan y el reverendo Ipe, y aunque pertenecían a distintas confesiones cristianas (que lo único que compartían era un sentimiento de antipatía mutua), los dos disfrutaban de la compañía del otro y, con mucha frecuencia, el reverendo Ipe invitaba al padre Mulligan a que se quedase a almorzar. Sólo uno de los dos se daba cuenta de la excitación sexual que subía como la marea en la muchacha delgada que seguía rondando alrededor de la mesa mucho después de que hubiese acabado el almuerzo.

Al principio, Bebé Kochamma intentó seducir al padre Mulligan con una representación semanal de caridad. Todos los jueves por la mañana, hacia la hora en que solía llegar el padre Mulligan, Bebé Kochamma sometía a algún niño pobre del pueblo a un baño a la fuerza junto al pozo y lo frotaba con un trozo de jabón rojo y duro que dejaba doloridas sus marcadas costillas.

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