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Arundhati Roy: El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Arundhati Roy El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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Cuando se trasladó a Assam con su marido, Ammu, que era joven, hermosa y pizpireta, se convirtió en la estrella del Club de los Plantadores. Llevaba blusas de sari con la espalda al aire y un bolso pequeño de lame con una cadenita. Fumaba cigarrillos largos con una boquilla plateada y aprendió a hacer anillos de humo perfectos. Su marido resultó ser, más que un gran bebedor, un alcohólico en toda regla, con todo el retorcimiento y el trágico encanto del borrachín sempiterno. Había en él cosas que Ammu nunca comprendió. Mucho tiempo después de abandonarlo, seguía preguntándose por qué mentía de forma tan descarada cuando no necesitaba hacerlo. Sobre todo, cuando no necesitaba hacerlo. Conversando con unos amigos decía lo mucho que le gustaba el salmón ahumado, cuando Ammu sabía que lo odiaba. O, al volver a casa del club, le contaba que había visto la película Cita en St. Louis, cuando en realidad habían puesto The Bronze Buckaroo. Si se lo hacía notar, nunca le daba una explicación ni se disculpaba. Simplemente, soltaba una risilla que la exasperaba hasta un punto del que ni ella misma se creía capaz.

Ammu estaba embarazada de ocho meses cuando estalló la guerra con China. Fue en octubre de 1962. Las mujeres y los niños de los plantadores fueron evacuados de Assam. Ammu no pudo viajar porque su embarazo estaba demasiado avanzado, así que se quedó en la plantación. En noviembre, tras el traqueteo de un viaje espeluznante en autobús hasta Shillong, en medio de los rumores de una ocupación china y de una derrota inminente de la India, nacieron Estha y Rahel. A la luz de las velas. En un hospital con las ventanas tapadas para no atraer a los aviones enemigos. Nacieron sin demasiadas complicaciones, el uno dieciocho minutos después que el otro. Dos pequeñines en lugar de uno solo grande. Dos foquitas gemelas, lustrosas de jugos maternos. Arrugadas por el esfuerzo de nacer. Ammu comprobó que no tenían ninguna deformidad antes de cerrar los ojos y quedarse dormida.

Contó cuatro ojos, cuatro orejas, dos bocas, dos narices, veinte dedos en las manos y veinte uñitas perfectas en los pies.

No se dio cuenta de que había una única alma siamesa. Estaba contenta de tenerlos. Su padre, tumbado sobre un duro banco en el corredor del hospital, estaba borracho.

Cuando los gemelos tenían dos años, el alcoholismo crónico de su padre, agravado por la soledad de la vida en la plantación de té, lo tenía sumido en un sopor etílico. Pasaba días enteros tumbado en la cama sin ir a trabajar. Poco tiempo después, el administrador inglés, el señor Hollick, lo convocó a su casa para «hablar seriamente».

Ammu se sentó en la galería de su casa a esperar ansiosa el regreso de su marido. Estaba convencida de que la única razón por la que Hollick quería verlo era para despedirlo. Se sorprendió cuando regresó, pues, aunque estaba abatido, no parecía un hombre acabado. Le dijo que el señor Hollick le había propuesto algo que tenía que discutir con ella. Al principio, habló con timidez, evitando mirarla a los ojos, pero fue recuperando la confianza en sí mismo a medida que avanzaba en su exposición. Desde un punto de vista práctico, era una propuesta que a la larga los beneficiaría a ambos, dijo. De hecho, a todos, si tenían en cuenta la educación de los niños.

El señor Hollick había sido franco con su joven ayudante. Le informó sobre las quejas que había recibido tanto por parte de los trabajadores como de los otros directores adjuntos.

– Me temo que no me queda otra opción que pedirle la dimisión -dijo.

Esperó a que el silencio hiciera efecto. Esperó a que el lastimoso hombre sentado al otro lado de la mesa comenzara a temblar. A sollozar. Entonces Hollick volvió a hablar.

– Bueno, quizá podría haber otra opción… quizá podríamos arreglar las cosas. Hay que ser positivo, es lo que yo siempre digo. Hay que saber jugar las bazas que uno tiene. -Hollick hizo una pausa y ordenó que trajeran una jarra con café solo-. Ya sabes que eres un hombre muy afortunado, tienes una familia fantástica, unos hijos preciosos, una mujer atractiva… -Encendió un cigarrillo y observó cómo ardía la cerilla hasta que ya no pudo seguir sosteniéndola-. Una mujer sumamente atractiva…

Los sollozos cesaron. Unos ojos castaños, perplejos, se clavaron en los ojos verde pálido llenos de venillas rojas. Después del café, el señor Hollick le propuso a Baba que se marchase una temporada. De vacaciones. A una clínica, quizá, para someterse a tratamiento. Todo el tiempo que fuese necesario para restablecerse. Y sugirió que, durante el periodo que estuviese fuera, Ammu se fuese a vivir a su casa, para así poder «cuidarla».

En la plantación ya había buen número de niños harapientos, de piel clara, hijos de recolectoras de té de las que Hollick se había encaprichado. Aquélla era su primera incursión en los círculos directivos.

Ammu observó cómo se movía la boca de su marido mientras iba formando las palabras. No dijo nada. Él se sintió cada vez más incómodo y furioso por su silencio. De pronto, arremetió contra ella, la agarró por el pelo, le dio un puñetazo y se desmayó a causa del esfuerzo. Ammu cogió el libro más pesado que encontró en la estantería - El Atlas Mundial del Reader's Digest - y lo golpeó con él con todas sus fuerzas. En la cabeza. En las piernas. En la espalda y los hombros. Cuando recobró la conciencia, se quedó asombrado de tener tantas moraduras. Aunque se disculpó humildemente por su agresión, inmediatamente empezó a mortificarla para que le ayudara a conseguir el traslado. Aquello se convirtió en una rutina. Agresiones durante las borracheras y súplicas tras ellas. A Ammu le repugnaban el olor medicinal a alcohol rancio que desprendía la piel de su marido y los restos de vómito endurecido y seco incrustados en su boca, como un pastel, todas las mañanas. Cuando sus ataques de violencia comenzaron a incluir a los niños y estalló la guerra con el Paquistán, abandonó a su marido y regresó a casa de sus padres, donde no fue bien recibida. Volvió a Ayemenem, a todo aquello de lo que había huido hacía apenas unos años. Sólo que ahora tenía dos hijos pequeños. Y se habían acabado los sueños para ella.

Pappachi no la creyó cuando le contó lo ocurrido. No porque tuviera un gran concepto de su marido, sino porque, sencillamente, no podía creer que un inglés, que ningún inglés, desease a la mujer de otro hombre.

Ammu quería a sus hijos (por supuesto), pero tenían una vulnerabilidad ingenua y una predisposición a querer a gente que no los quería de verdad que la exasperaba; a veces, le entraban ganas de pegarles sólo para que aprendieran, para protegerlos.

Era como si la ventana por la que había desaparecido su padre hubiese quedado abierta para que entrase cualquiera y fuese bienvenido.

A Ammu sus hijos gemelos le parecían dos ranitas desconcertadas, sólo pendientes la una de la otra, que caminaban torpemente cogidas del brazo en medio de una peligrosa autopista llena de tráfico. Totalmente ajenas a lo que los camiones podían hacerles a las ranas. Ammu los protegía con uñas y dientes. Aquella vigilancia constante la agotaba y la ponía tensa y nerviosa. Era muy rápida para reprender a sus hijos, pero lo era aún más para sentirse ofendida en su nombre.

Sabía que ya no habría más oportunidades para ella. Que ahora sólo le quedaba Ayemenem. Una galería delantera y otra trasera. Un río cálido y una fábrica de conservas y encurtidos.

Y, como música de fondo, el lamento quejumbroso, agudo y constante, de la desaprobación de la gente.

Durante los primeros meses tras su regreso al hogar paterno, aprendió en seguida a reconocer el rostro horrible de la compasión y a despreciarlo. Viejas parientes de la familia, de incipientes barbas y con varias papadas temblorosas, viajaban toda la noche hasta Ayemenem sólo para decirle cuánto sentían lo de su divorcio. Le apretujaban la rodilla y se regodeaban. Tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no abofetearlas. O retorcerles los pezones. Con una llave inglesa. Como Chaplin en Tiempos modernos.

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