Anna se quedó mirándolo.
– Ha venido para buscarme, me dijo -bajó los ojos, y luego volvió a mirarlo-. Para verme por última vez.
Bishop asintió.
– Sabía que estabas aquí.
– Lo liberaron del campo de exterminio y volvió a París.
Allí ha preguntado por mí. No es difícil hacerse una idea de cómo ha supuesto que yo estaba en Berlín. Ha preguntado por aquí y por allá, a los amigos comunes, los que aún no sabían que yo había vuelto pero suponían que estoy en Berlín desde el año pasado. Fíjate, qué ironía. Si no me hubieras obligado a venir ahora mismo yo no estaría en Berlín, y a lo mejor a Rubén no le hubiera sido tan fácil encontrarme.
– A lo mejor ha sido entonces gracias a mí por lo que él ha podido encontrarte.
– Pero ni siquiera por eso se me quitan las ganas de matarte. Eres un cerdo, Bishop. Rubén estaba vivo y no me lo dijiste.
– Yo no he sabido nunca que Rubén estaba vivo. Ni siquiera ahora, cuando he ido a París a buscarte. Y me alegro mucho de que haya sobrevivido a la guerra. Te lo digo de verdad.
Anna sacudió la cabeza. Suspiró. -Pero ya nada será lo mismo.
Bishop estuvo a punto de poner una mano sobre su hombro, para consolarla, pero al final detuvo el gesto antes incluso de empezarlo.
– Todos hemos hecho sacrificios. Sabes que no has sido la única. Ahora solo nos queda un último esfuerzo -miró al otro lado de la ventana, los edificios en ruinas, como si buscase allí algún tipo de inspiración, la frase siguiente que debía decir para convencer a Anna-. En cuanto solucionemos el asunto de Franz Müller, podrás volver y olvidarte de nosotros para siempre. Ya es solo cuestión de días. De horas, quizá. Estoy convencido de que volverás a París con Rubén. Yo mismo me encargaré de que los dos volváis juntos. Tenéis toda la vida por delante.
Cogió una silla y la acercó a su mesa.
– Siéntate -le dijo, antes de rodear su escritorio y acomodarse frente a la silla que había puesto para ella.
Anna obedeció de mala gana.
– Tenemos que encontrar a Franz Müller -le dijo Bishop-, y tenemos que hacerlo cuanto antes.
– ¿Antes de que lo hagan los rusos?
Anna no pudo evitar un ramalazo de ironía a pesar de todo.
– O antes de que él se entregue a los rusos.
– No me imagino yo a Franz Müller abriéndole su corazón a los rusos.
– También pueden obligarlo a cooperar.
– ¿Igual que vosotros?
Bishop se inclinó sobre la mesa, no mucho, lo justo para subrayar lo siguiente que iba a decir.
– Por su bien espero que, si hay que obligarlo a cooperar, seamos nosotros quienes lo encontremos primero.
Anna no disimuló ahora una mueca de disgusto. Pero no tenía ganas ni tampoco era el momento de ponerse a ponderar las ventajas de vender su alma a los americanos o entregársela a los rusos.
– Ya te dije, y te lo vuelvo a decir, que no estoy muy segura de que Franz Müller tenga muchos secretos que vender.
Anna estaba convencida de eso. Franz Müller era un ingeniero, pero, hasta donde ella sabía, su posición dentro de la estructura de los muchos hombres de ciencia que pusieron su talento al servicio del III Reich era poco menos que insignificante.
– Era solo un funcionario menor, una especie de administrativo -añadió-. Durante el tiempo que pasé con él me quedó bastante claro que no le gustaba participar en la fabricación de armas para los nazis, y ya sabes que se alegraba de que Hitler no estuviera interesado en ese prototipo de aviones en los que trabajaban.
– Pero el mundo cambia. Y va a cambiar mucho más a partir de ahora. Yesos aviones que el Führer detestaba dentro de muy poco serán el futuro. Más rápidos, más potentes, más manejables. Los aviones a reacción serán los que decidirán las guerras del mañana.
Anna se encogió de hombros.
– Como quieras. Pero yo no tengo tan claro eso de que Franz Müller pueda ayudaros. Y, aunque pudiera, estoy segura de que no lo haría de buen grado…
Bishop desdeñó su argumento con un giro rápido de cabeza. Luego señaló con la barbilla, detrás de ella, la ventana, o, mejor, lo que estaba al otro lado del cristal, el trozo de ciudad destruida que podía contemplarse.
– Franz Müller no está en situación de elegir, Anna. Ahora es un ingeniero aeronáutico especializado en aviones a reacción que se ha quedado sin trabajo. El futuro -enarcó las cejas Robert Bishop al decir esta palabra de nuevo-. No ha pertenecido a las SS; que sepamos hasta ahora, pero eso no le va a librar de tener que rendir cuentas o de pasarse una temporada con nosotros hasta que averigüemos en qué ha estado metido. Quién sabe. Lo más probable es que le hagamos una oferta de trabajo y se convierta en ciudadano estadounidense. Pero antes tenemos que encontrarlo.
– Y convencerlo de que colabore con vosotros.
– Colaborará, no te quepa duda.
Anna no quiso buscar a la frase otras interpretaciones más allá de lo que Bishop hubiera querido decir.
– Y, cuando tengas a Franz Müller, ¿me dejaréis en paz para siempre?
– Puedes estar segura de ello. Y te devolveremos a París con Rubén, eso te lo garantizo.
Anna tragó saliva al escuchar el nombre de Rubén. Se preguntó qué estaría haciendo ahora, dónde habría dormido, si dispondría del dinero suficiente para alimentarse siquiera. -No sé dónde está Rubén. Y tampoco sé si querrá verme otra vez. Ten en cuenta que él tiene muchos motivos para odiarme, para no querer volver a estar conmigo.
– Si eso fuera cierto no creo que hubiera venido a Berlín a buscarte.
– Me gustaría que me ayudaras a encontrarlo.
Bishop se echó hacia atrás en el asiento. A Anna le dio la sensación de que el agente de la OSS al que habría querido matar hace un rato, hubiera sonreído en ese momento si supiera hacerlo. Le pareció que lo que dijo luego se lo dijo de verdad.
– Estaré encantado de poder ayudarte. Y también, si quieres, le explicaré a Rubén lo que hiciste por nosotros en París. Que si entablaste una relación con Franz Müller fue porque nosotros te forzamos a ello.
Anna bajó los ojos. Prefería no hablar de eso ahora. Aún no se había repuesto de su encuentro con Rubén, y todavía habría de encontrarse con Franz Müller.
– Anna, nunca hemos sido amigos, pero creo que siempre nos hemos respetado. Sé que muchas veces no resulta fácil controlar los sentimientos.
– Pues para ti eso no ha parecido ser nunca un problema. Robert Bishop pasó por alto el comentario sarcástico. -¿Qué hiciste anoche cuando saliste del café?
– Encontrarme a Rubén. Te lo acabo de contar. ¿Qué tiene eso que ver con el control de los sentimientos?
Bishop entornó los ojos. De nuevo se inclinó un poco sobre la mesa, como si la interrogara. Y Anna pensó que no había mucha diferencia.
– No te pases de lista conmigo. Una cosa es que te permita cierto margen de maniobra, y otra muy distinta que me tomes el pelo.
Anna frunció el ceño, como si no comprendiera.
– ¿Por qué te fuiste del café antes de que yo llegara? Anna sabía adónde quería llegar, y ella no le iba a facilitar el billete para ese destino.
– Quería tomar el aire. Había mucho humo dentro. Y luego me encontré a Rubén en la calle y ya no quise volver. Verás, Robert. No es que quisiera cambiarte por él, sino que entenderás que teníamos muchas cosas que contarnos.
Bishop resopló, sin acabar de resignarse. Se había inclinado un poco más sobre la mesa, los ojos clavados en Anna. -Me han contado que un sargento de nuestro ejército se sentó a tu mesa.
No iba desencaminado. Para nada.
– Te han informado bien. Pero no irás a pedirme que entable una relación con él por el bien del mundo libre, ¿verdad?
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