Pero ahora era quien más le preocupaba. El tal sargento Borgnine había muerto. Y lo había matado Rubén. Para salvarla a ella. Y ahora que le había contado a Bishop que se había encontrado con él, estaba convencida de que su antiguo jefe no tardaría en atar cabos, que lo estaba haciendo ahora mismo, seguro que asomado a la ventana desde donde la miraba cruzar la calle y perderse entre los escombros de Berlín. Pronto alguien tendría una prueba de que Rubén había acabado con la vida de ese militar que había intentado forzarla. Había testigos que los habían visto salir a los dos del bar juntos. Y alguien habría visto a Rubén también. Y lo peor de todo sería que lo detuvieran y lo juzgaran por su culpa. A su Rubén, que bastante había sufrido ya. Si encontraba a Franz Müller, tal vez Bishop cumpliría su promesa de devolverla a París con Rubén. Aunque él no quisiera volver a estar con ella, Anna iba a hacer todo cuanto estuviese en su mano para sacarlo de allí, para poner tierra de por medio antes de que alguien lo encontrase y lo metiera en una celda hasta que lo juzgasen.
A Franz Müller le gustaría pensar que la vida se repite, pero en Berlín era diferente. Esta vez no había podido salvar a Anna, y era ahora cuando más quería convertirse en el héroe que nunca fue, cuando sus pecados se habían agrandado tanto que lo de París -llevar un carnet de las SS que no era suyo, hacer que estaba en la puerta del café como por casualidad- no era más que una mentirijilla comparado con todo lo que sucedió después.
En Berlín, después de que terminase la guerra, había vuelto a ser el músico aficionado que tocaba el violín en la calle para sacar algún dinero, ahora mucho más necesario que antes, cuando el único trabajo posible para un hombre como él era recoger escombros. Pero lo peor de su situación era su condición de ingeniero. Se había preguntado Franz Müller muchas veces qué habría sido de su vida si se hubiera quedado en Austria, si hubiera encontrado la manera de evitar ser llamado a filas o si se hubiera escondido en algún lugar donde nadie lo hubiera podido encontrar en lugar de volver a Berlín para trabajar como ingeniero en la fábrica de aviones a reacción de Heinkel. Desde su último viaje a París, ya no había vuelto a ver a Anna, nunca más. Durante diez meses se habían encontrado cuatro veces, y aunque había apretado todas las teclas que pudo para que ella se marchase de París con la Wehrmacht que se retiraba, al final no supo nada más de ella, y no la había vuelto a ver hasta hoy, después de que su viejo amigo Dieter Block, que ahora no se llamaba así porque los SS eran detenidos y encarcelados, le informara de que la habían visto en Berlín acompañada de un agente norteamericano.
– Nunca debiste fiarte de esa mujer, Franz -Dieter Block le hablaba como si todavía fuera un Obersturmbannjührer que podía decidir sobre las vidas de los demás-. Te lo advertí entonces y te lo vuelvo a decir ahora. Una mujer que se encuentra contigo en París, y enseguida se convierte en tu amante. Y ahora aparece en Berlín acompañada de un espía americano. Ya me dirás tú qué significa eso.
Pero ya no estaban en un despacho con la foto del Führer donde un ordenanza se cuadraba en la puerta cuando Dieter Block entraba o salía, ni en una terraza de la Kurfürstendamm. Ahora era un piso en ruinas de Charlottenburg,en el sector norteamericano. En lugar del cuadro de Hitler en la pared había un enorme boquete desde donde se veían los escombros de la calle.
A Dieter Block lo había visto varias veces desde que terminó la guerra. Igual que para muchos nazis, no le había sido difícil conseguir una nueva identidad. Algunos se habían marchado de Alemania, sin embargo a otros les había bastado con cambiar su nombre y diluirse entre los miles de ciudadanos anónimos que trataban de arrimar el hombro para reconstruir el país.
Dieter Block volvió la cara un instante para mirar las ruinas a través del agujero de la pared.
– Nuestro mundo se ha reducido tanto…
Müller se encogió de hombros. Podía contestar muchas cosas a esa frase, pero ya no tenía sentido discutir con Dieter Block sobre las ventajas del nazismo. El Nacionalsocialismo se había acabado, por mucho que algunos como él se empeñasen en creer lo contrario. En Alemania había empezado una nueva era. Por fin.
– ¿Qué más sabes de ella?
Dieter Block le sostuvo la mirada. -Tal vez tú puedas decírmelo, Franz.
Müller sabía que el otro disponía de una red de informadores por Berlín, unos cuantos como él, nostálgicos del III Reich que pensaban que la guerra todavía podía ganarse a pesar de haberla perdido. De cuando en cuando realizaban alguna acción que a ellos les gustaría calificar de guerrilla, per~ que en realidad para el ejército de ocupación no significaba más que la pataleta de unos chiquillos traviesos que protestaban porque los han dejado sin postre. Alguna explosión, un tren descarrilado, el robo de algún cargamento insignificante de armas. El problema era que, en algunas de sus acciones, había muerto gente, yeso resultaba más grave. Y era posible que también su amigo estuviera implicado en el asesinato de los tres ingenieros que habían aparecido muertos en Berlín en los últimos dos meses. Mejor no preguntárselo, porque también sospechaba Franz Müller que si él seguía vivo tal vez era porque todavía, a pesar de todo, Dieter Block le guardaba las espaldas.
– Dicen que ha venido a Berlín a buscarte.
– Pues ya sabes tú más que yo.
– No juegues conmigo, Franz. Nos conocemos demasiado bien los dos como para saber en qué momento decimos la verdad y en qué momento mentimos. ¿Por qué ha venido a buscarte? ¿Acaso te vas a entregar a los americanos?
Fue la primera vez que Müller entrevió una amenaza velada en las palabras de su viejo amigo. Durante todos estos años, a pesar de sus diferencias y de su fanatismo ideológico, Dieter Block al final siempre había respetado su postura, su manera de entender el mundo, aunque no la compartiera. Y para un nazi eso ya era bastante. Pero que se pasase al otro bando tal vez sería una traición imperdonable. Algo que ni siquiera su vieja amistad podría permitir.
– No creo que yo pueda ser válido para nadie. Ni para los americanos ni para los rusos.
Dieter Block dejó escapar el aire, despacio, como si estuviera muy cansado o es que acaso lo estaba.
– No te subestimes, Franz. Los dos sabemos que eres un ingeniero notable.
– Pero mi aportación a la industria militar de Alemania ha sido insignificante.
– Parece que los norteamericanos no opinan lo mismo. Franz Müller frunció el ceño.
– Puede que quieran detenerme entonces.
Su amigo sacudió la cabeza, se inclinó hacia delante en la silla, como si fuera a hablarle en voz baja.
– Si solo quisieran detenerte, ya lo habrían hecho -añadió-. y no necesitarían a esa mujer aquí.
El surco entre las cejas de Franz Müller se volvió más profundo.
– Entonces, ¿para qué ha venido ella a Berlín?
Dieter Block volvió a incorporarse en la silla. La espalda recta, como si de nuevo estuviera en su despacho y volviese a llevar uniforme.
– Eso deberás averiguarlo tú. Hazte un poco visible. Seguro que Anna sabrá despistar a ese sabueso americano. Aprovecha ese momento para hablar con ella -.tra vez volvió a acercarse a él, como si fuera a contarle un secreto, incluso bajó la voz-. Quizá haya venido para ofrecerte un trato.
Primero asintió Franz Müller, menos porque estuviera de acuerdo con las palabras de Dieter Block que por la costumbre de no meterse en líos y no discutir. Ofrecerle un trato. Eso era mucho aventurar. Que Anna estuviera en Berlín lo alegraba, sin duda, pero que la hubieran visto acompañada de un agente del servicio secreto norteamericano, aunque no le sorprendía, no contribuía, precisamente, a sosegar su ánimo. Tal vez un juego que había empezado sin que ninguno de los dos supiera que el otro lo hacía para un equipo diferente había llegado a su fase final, y la partida iba a terminar aquí, en el Berlín ocupado por los aliados, en su propio mundo, que, como había afirmado Dieter Block hacía un momento, se había terminado reduciendo tanto.
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